Por Federico Irazábal
Hay objetos que de tan presentes y de tan reiterados tienen la virtud –porque de eso se trata– de volverse invisibles. Desde esta perspectiva, la invisibilidad no les resta existencia puesto que se la logra gracias a un exceso de presencia. A lo largo de las últimas décadas hemos asistido con diferentes niveles de asombro y perplejidad a un cúmulo de discursos que pretendieron definirnos en presente, dar cuenta de aquello que somos en esta era que entre la posmodernidad y lo neobarroco nos deja impávidos en el contexto del capitalismo tardío asolado por las teorías débiles. Y éstos son sólo algunos pocos ejemplos que cada lector podrá completar haciendo uso de sus propias lecturas e intereses. Pero aquí no estamos frente a una discusión que es meramente nominal (¿cómo llamar a algo que está en pleno proceso?) sino más bien a una búsqueda para tratar de entender quiénes somos –de qué materia está hecho el teatro para parafrasear con libertad a Shakespeare– haciendo un anclaje en la historia, puesto que en algún sentido los críticos hemos estado parados frente a un aparente mismo objeto durante los últimos veinte años. Y todavía percibo en ciertos textos (los míos al menos) algo de sorpresa.
¿Cómo uno puede sorprenderse frente a un fenómeno que ocurre desde hace veinte años? Deshistorizándolo. Perdiendo la memoria inmediata y andando por la vida gritando cada noche: “¡Tierra a la vista!”. Así es como todavía hoy podemos leer libros y artículos académicos que se refieren a nuestra escena bajo el epíteto de “nuevo teatro”, concepto que de tan repetido acabó por alcanzar la gran virtud de no decir nada. Los nuevos creadores rondan ya los 50 años, producen desde hace más de 20, y por algún extraño artilugio del lenguaje están emparentados con aquellos que tienen menos de 30. En algún sentido, esta fórmula “nuevo teatro” (que por cierto designa a uno de los grupos de teatro independiente más importantes de Argentina) tiene el poder de haberse vaciado absolutamente de referente, convirtiéndose en una especie de valija dentro de la que entra todo lo que uno quiere que entre.
Pero lo más intimidante de todo esto es que para poder, cada noche, descubrir América, tengo que regular mi garganta y no emitir nunca un grito lo suficientemente fuerte y entusiasta como para quedarme disfónico. Puesto que esa disfonía será la huella de mi repetición, la marca que habrá quedado inscripta en mi cuerpo como señal del grito pasado y la imposibilidad del por venir. Pero a la larga los cuerpos terminan hablando y si no es por una abrupta enfermedad será por una lenta agonía, pero a la larga habré de notar que he estado, cual hámster, asistiendo a un experimento en una ruedita que gira siempre en el mismo lugar y en el mismo sentido.
Y esta proliferación de la existencia mediocre, que nunca se pone en riesgo porque simplemente apuesta y desgasta sólo aquellos materiales de los que sabe que puede prescindir, se garantiza una perpetuidad infinita, a costa de desaparecer.
Hoy, al decir de Baudrillard, nada desaparece por su final o por su muerte, sino por su proliferación, contaminación, saturación y transparencia. Nada desaparece sino que se dispersa. “Cuando las cosas, los signos y las acciones están liberadas de su idea, de su concepto, de su esencia, de su valor, de su referencia, de su origen y de su final, entran en una autorreproducción al infinito”, dice de manera temeraria, al correr el velo que se empeña en ocultar al monstruo, para culminar con la siguiente afirmación: “una cosa que pierde su idea es como el hombre que ha perdido su sombra”.
Y sin llevar la cuestión a los extremos que una mente como la suya puede llevarla quedémonos en la idea simple y llana de que perder la sombra es perder tanto el cuerpo como la luz que habría de impactarlo para así proyectarlo. Y perder el cuerpo es el modo de garantizarnos la perpetuidad, precisamente por renunciar a lo perecedero. Repetirnos en un sinfín del que sabemos que no saldremos garantizándonos una supervivencia sin grandes depresiones pero también sin grandes brillos. Una especie de hombre kafkiano, o para asegurar los localismos, un hombre gris arltiano, incapacitado de pensarse y por ello mismo de hacerse cargo de sus acciones. Un burócrata perpetuo.
Tratando de esclarecer un poco lo que estoy diciendo, quisiera remitirme y usar algunos fragmentos del último espectáculo de Mariano Pensotti, El pasado es un animal grotesco. Porque en él Pensotti realiza una multiplicidad de acciones estéticas, filosóficas e ideológicas que le dan a ese espectáculo la sensación de desmesura, de algo inabordable. Por eso haré un recorte tendencioso con la finalidad de abstraer algunas opiniones que este espectáculo emite sobre el propio arte. Hay, en este sentido, dos imágenes/conceptos que me resultan significativas. Y me permitiré reproducirlas para quienes no tuvieron la suerte de verlo, o recordarlas para aquellos que sí. En él Pensotti piensa los últimos diez años para una generación (jóvenes en camino hacia la adultez, entre 1999 y 2009). Si hacemos el ejercicio de ponerlo en contexto es precisamente el período que va entre la guerra de los Balcanes y la situación crítica en Medio Oriente, entre los últimos meses del menemismo y el primer año de la presidencia de Cristina Kirchner, o entre el proyecto de dolarizar la economía y la devaluación agravada por la inflación. Recorte por donde se recorte, no son años sencillos. Pero no es de política de lo que me interesa hablar, o no de política en ese sentido tan directo. Sino de la mirada que Pensotti desprende sobre una institución a la que él y todos nosotros pertenecemos: la artística. Tres de los cuatro personajes, claramente miembros de la clase media, son artistas que llegaron allí por diversas vías: tenemos un escritor que llega a la escritura como hobby y distracción de su tarea de estudiante y futuro publicista; una actriz que es tal por casualidad, y un cineasta (con pasado de músico) de vocación, aquel que estudia, se forma y es persistente con su deseo más allá de los rodeos que tenga que dar para poder dedicarse a ello. Y es el cineasta el que provoca dos situaciones en una escena que me parece significativa para pensar algo de todo esto, y que transcurre durante el 22 y el 23 de diciembre de 2001.
Situación uno. Mario acaba de ser despedido de su trabajo a causa de la crisis económica que pondrá fin al gobierno de la Alianza. La noche anterior, el 22 a la madrugada, Mario estuvo con su novia en Plaza de Mayo en la manifestación. Eran días álgidos. Mario quiere filmar y quiere presentarse a una beca para la que necesita una carta de recomendación. Recurre a un ícono del cine argentino: Leonardo Favio. Mario lo admira, siente que él pertenece a un mundo diferente al suyo, y no se equivoca. Se compara y se ve pequeño (“Éste se levantaba, hacía unas películas inmensas, se cogía a unas actrices hermosas y a la tarde cuando le sobraba tiempo se iba a hacer la revolución con Perón… A mí si me queda tiempo libre después de hacerme la paja me voy a comprar discos en cuotas a Musimundo”). Una lectura de superficie dirá que los artistas del 70 fueron los últimos comprometidos con el mundo y consecuentes con grandes ideas que tenían sobre él. Mientras que el universo al que pertenece Mario es exactamente el opuesto, el del descompromiso y la falta de responsabilidad. Y es cierto. Pero no todo es tan sencillo. En principio, Mario estuvo en la manifestación de la noche anterior, mientras no se dice nada sobre la participación del artista comprometido en el presente. Mario sueña e imagina con recuperar un cine peronista –ideológico– para terminar en un yate en el Mediterráneo y “garchando con unas productoras alemanas que se enamoran de la genialidad rústica y primitiva de Latinoamérica”. Y si bien de lo que habla es de cine (la excusa es Cannes, aunque podría ser también la Berlinale), esto está siendo dicho en una obra de teatro. Desde aquí, el país de origen de las productoras enamoradas de la pobreza latinoamericana no es casual y mucho menos gratuito. Porque Alemania (y más puntualmente Berlín) construyó una imagen del teatro argentino; compraron esa imagen, la moldearon y la perfeccionaron con diversas estrategias tales como coproducciones y festivales. Y esa estetización y mercantilización de la pobreza que en parte hizo “el nuevo cine argentino”, en el teatro no tiene tanto que ver con la línea argumental como con el aparato escénico y el dispositivo: un teatro hecho de pobreza para hablar de la clase media en su caída.
Situación dos. El 23 de diciembre, día en el que asume la presidencia Rodríguez Saa y declara el default, cierra la convocatoria para los jóvenes artistas. En Plaza de Mayo siguen las manifestaciones. Esa semana está finalizando con una gran cantidad de muertos cuyo promedio de edad es de 22 años. La policía arroja gases lacrimógenos en la Plaza, muy cerca de donde los artistas hacen la cola para presentar sus formularios de solicitud de subsidio (Fondo Nacional de las Artes, presumiblemente). Una bomba cae en el patio del lugar, y dice el narrador de la escena: “En un momento una granada de gas lacrimógeno va a caer justo en el patio del lugar del concurso. Los jóvenes artistas van a llorar inconsolables mientras esperan con sus carpetitas bajo el brazo sin salirse de la fila”. La imagen habla por sí sola y dice mucho sobre el arte, su relación con el mundo y su burocratización.
En estos últimos veinte años ha habido algunos ejemplos en los que el arte produjo reflexión sobre el arte, volviendo visible aquello que nuestra cultura había naturalizado a fuerza de repetición. Hamlet de William Shakespeare de Luis Cano y dirección de Emilio García Wehbi, El siglo de oro del peronismo de Marcelo Bertuccio y dirección de Rubén Szuchmacher, entre algunos otros espectáculos, se encargaron de ofrecer una mirada crítica sobre los modos de ser del arte y su relación con el contexto. Es por ello que de tanto en tanto se siente la necesidad de volver a mirar aquellos objetos que nuestra cultura ha estratificado, para ver si siguen siendo aquello que creímos que eran.
Una mirada no reverencial al teatro de los 90
Si hubo algún consenso en la historia reciente del teatro argentino, es que los años 90 fueron de los más álgidos en lo que hace a la calidad estética y al diálogo con la escena contemporánea mundial. Fue en aquellos años (que habrían fundado el teatro del presente) cuando los creadores que venían produciendo desde antes alcanzaron un nivel máximo en su estética y en su calidad; también fue cuando se produjo el surgimiento de una camada de creadores que dieron al teatro porteño el estatuto de universal. Festivales y escenas extranjeras (fundamentalmente de Europa y más puntualmente de Alemania y Francia) se los disputaron, llegando incluso a producirles varios de los espectáculos que realizaron, que en muchos casos fueron estrenados en el extranjero y con el tiempo llegaron a Buenos Aires. Tal vez el caso paradigmático y de mayor renombre en este sentido haya sido el de El periférico de objetos. Como suele ocurrir en el arte argentino, a lo largo de toda su historia, los artistas obtienen reconocimiento local una vez que regresan triunfales del extranjero. Nuestro esnobismo sólo nos permite ejercer ese profundo juicio estético. “Si allá gusta, es porque ha de ser bueno” pareciera escucharse en librerías, cines y teatros, por no mencionar museos y galerías de arte. Nadie dudaba de la maestría de Borges en la literatura, pero su popularidad y circulación local aumentó notoriamente una vez que obtuvo el famoso premio Formentor, compartido con Samuel Beckett. Y en otra escala, mucho menor, humilde y por ello mismo un tanto grotesca, el teatro porteño vivió y vive situaciones de legitimación más o menos similar. Históricamente la legitimación teatral estuvo fuertemente institucionalizada con la presencia de los teatros oficiales, y muy puntualmente el en otros tiempos denominado Teatro Municipal General San Martín, hoy Complejo Teatral de Buenos Aires. Era él con su majestuosa presencia y prepotencia artística el que garantizaba la legitimación de un artista. El San Martín era una especie de meca, a la que todos soñaban con llegar siendo muy pocos los que lo lograban. Y mientras los directores consagrados de nuestra escena estrenaban los grandes textos de la dramaturgia universal en la Martín Coronado o en la Casacuberta, en la Cunill, allí abajo, en el ex bar del teatro, los jóvenes dramaturgos iban haciendo sus primeros pasos consagrados, porque de los otros ya habían dado los suficientes. Alejandro Tantanian y Daniel Veronese son dos muy buenos ejemplos al respecto. Este elitismo y jerarquía “arquitectónica” tenía sus objetivos: allí se “experimentaba”. Incluso lo hacían directores ya consagrados como Rubén Szuchmacher, que estrenaba en la sala principal su versión de Galileo Galilei mientras el sótano parecía el lugar ideal para su búsqueda personal de la dramaturgia occidental contemporánea como fue Decadencia, de Steven Berkoff. Tiempo después, la institución creó un nuevo sistema a través del cual colaboraba con un sistema de inclusión expulsiva: todo aquel que no podía estrenar en sus salas tenía la opción de participar del sistema de coproducciones. Pero con el correr de los años y de ciertas estratificaciones que se fueron produciendo, el San Martín dejó de tener esa característica legitimadora, para que ocupara ese lugar –ante los medios masivos de comunicación y la propia comunidad teatral– algún festival internacional de mayor o menor prestigio en el mundo. Coincidió esto con el auge experimentado por este tipo de iniciativas, ya fuese con dineros públicos o privados: el Theater der Welt, nacido en 1981; el Festival de Otoño de Madrid en 1983; el de Bogotá en 1988; el de Santiago de Chile en 1994; el de Buenos Aires en 1997, precedido en el país por el Festival Internacional de Teatro de Córdoba convertido en Festival de Teatro del Mercosur en el año 2000, entre muchos otros que podrían mencionarse, y que fueron de un altísimo impacto para la práctica teatral en sí, sumándose a la labor que desde 1947 llevaban a cabo dos de los festivales más importantes del mundo: el de Avignon y el de Edimburgo.
Y ese rol que le tocó vivir en su momento al grupo Periférico de objetos se fue expandiendo hacia un amplio grupo de creadores, quienes fueron gradualmente internacionalizando sus carreras, a punto tal que gran parte de sus producciones fueron producidas en el extranjero. Esto tiene importantes consecuencias estéticas, más allá de todos los beneficios que impliquen para las carreras individuales: los espectáculos estrenados en Buenos Aires ya tenían un destino final, con lo cual tanto escenográfica como espacialmente estaban adecuados al puerto de llegada. Y luego, ese grupo de creadores entendió que cada espectáculo que hiciera tendría la opción de viajar, por lo que su creación en sí estaba ajustada a los parámetros del viaje. Desde esta perspectiva, ¿qué diferencia uno puede ver entre la producción de Daniel Veronese, Mujeres soñaron caballos –y la saga de espectáculos que vinieron después en la misma escenografía o similar– y Los Mansos de Alejandro Tantanian? Que la primera es adaptable a cualquier ámbito más o menos convencional de un teatro, galpón o espacio determinado, mientras que la segunda sólo podía ser montada en una sala como era aquella del primer piso de El camarín de las musas. Así, a partir de ese momento a quienes consumimos teatro en Buenos Aires nos cuesta comprender el concepto de temporada, puesto que las obras suben y bajan de cartel arbitrariamente, así como se las suspende por uno o dos fines de semana, puesto que quien verdaderamente marca la agenda es la institución legitimante (y productora).
Y al convertirse esto en un hábito, se fue volviendo cada vez menos perceptible y empezó a formar parte de nuestro modo de ser. El teatro porteño alcanzó un nivel de internacionalización que jamás había tenido. Lo que queda por ver, y sólo la historia podrá hacerlo, es analizar los costos y los beneficios, las ganancias y las pérdidas que esta alteración en el sistema de producción ha significado. Será el futuro el que podrá determinar qué relación con la cultura ha establecido nuestro teatro, desde los años 90 hasta la actualidad. Porque tal como ha planteado Roland Barthes, existe un lugar en el que la cultura se ratifica a sí misma, conformando a todos y desagradando a nadie, mientras que existe otro, el opuesto, que tiene por función desestabilizar. Quién es quién y qué es qué en el mapa teatral contemporáneo es algo difícil de decir, más allá de que cada uno tenga al respecto una posición tomada. Reconocer esa posición como tal es quizas un buen inicio para volver visible aquello que se invisibilizó.
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