Por Marcelo Urresti
Como indica la intuición, hay muchos tipos de teatro, muchas propuestas distintas y presumiblemente también muchos públicos. El teatro es una realidad muy compleja que en la Ciudad de Buenos Aires alberga como mínimo tres grandes circuitos reconocidos por sus diferencias: uno comercial, otro oficial compuesto por teatros del estado, otro de producciones independientes, todos ellos muy variados en términos de escala.
A partir de allí puede plantearse un primer conjunto de inquietudes: ¿qué características –edad, sexo, nivel educativo alcanzado, categoría de ingresos, gustos y preferencias de tiempo libre, entre otras posibles– tienen los públicos de esos circuitos? ¿es un solo público con pequeñas variantes o se trata de perfiles muy distintos, con preferencias que los separan radicalmente entre sí? ¿son más bien jóvenes, de edad intermedia o adultos? ¿en qué tipo de barrios residen? ¿predominan los ingresos medios o un poder adquisitivo alto? ¿esos espectadores, se mueven en todas las direcciones –por todas las propuestas– o sólo se mantienen aferrados a circuitos específicos sin prestar atención a los otros? Evidentemente se trata de preguntas simples, formuladas casi a la carrera y que, aunque suene extraño, son muy difíciles de contestar incluso para los más entendidos en el teatro y su mundo.
Tenemos en cambio algunas aproximaciones. Por ejemplo, hay una idea bastante cercana sobre el número total de espectadores por teatro, intuiciones más o menos precisas sobre entradas vendidas y hasta una estimación de la recaudación, todo esto, sin entrar en muchos detalles y con un margen importante de variación. Si por público entendemos estas cuestiones –espectadores, entradas, recaudación– parece haber alguna idea, un poco externa y superficial pero idea al fin. Ahora, si quisiéramos profundizar en las características internas del público, con alguna cualidad un poco más detallada, no contaríamos con información que nos ayude.
En este contexto de partida, plantear la importancia de conocer al público con una mayor profundidad puede parecer obvio, aunque en verdad no lo es en absoluto. ¿Puede continuar funcionando como hasta ahora la famosa cartelera porteña sin estudios específicos de este tipo? ¿Necesita el empresario que monta espectáculos en la Avenida Corrientes saber cómo se compone su público, más allá del número y de la recaudación que le deja? ¿Cambiará en algo sus propuestas radicales el director-dramaturgo de vanguardia si se le confirma que los profanos no pisan su sala y se mueve exclusivamente entre públicos especializados? Por donde se lo mire, todo puede seguir igual sin estudios de públicos.
Está claro que un argumento basado en la funcionalidad de un estudio de públicos no es evidente per se, al menos para el modo habitual de producción y reproducción de la escena teatral porteña tal como la conocemos. Para ello, alcanza con los cálculos corrientes y las intuiciones verosímiles de aquellos que la sostienen y no hace falta mucho más para continuar actuando con cierta eficacia. No estamos ante una crisis en la que nadie sabe bien qué hacer o en busca de orientación exige una cartografía.
Nada en este orden debería alterarse ni cuestionarse severamente a partir de un estudio de público: ni en el nivel cultural en el que se valora una oferta tan vasta, ni en el nivel económico en el que todavía se aprecian negocios rentables, ni en el nivel estético en el que se reconoce la calidad de la creación local. En ninguno de estos niveles en los que sus protagonistas suelen valorar lo que hacen, sería admisible que un simple conjunto de datos sobre el público produzca desvíos. Es más, sería deseable que no lo hiciera. Con un estudio de públicos más sistemático y profundo que los que se han hecho hasta el momento, todo puede seguir tan bien como hasta ahora.
Entonces, caben dudas más radicales: ¿para qué sirve hacer un estudio de públicos, si todo puede continuar igual? ¿es algo útil o curiosidad sin consecuencias? ¿no será finalmente un mero saber ocioso para disipar dudas de universitarios que poco tienen que ver con el trabajo concreto de la gente del gremio? ¿o será un proyecto oportunista más, sin mayor trascendencia que el cajón adormecido de un funcionario, poblado con otros indigeribles “informes finales”?
A todas estas preguntas se les puede responder con un inquietante “tal vez”. Un estudio de públicos puede ser inútil, oportunista, academicista y burocrático. Puede ser también incómodo e incluso peligroso, si se utiliza con fines de censura, desaliento o desvalorización de producciones que no entran dentro de la franja “mayoritaria” capaz de garantizar un negocio comercial, político o, en el peor de los casos, electoral.
Uno de los modos de valorar un estudio de públicos, al que podría calificarse como “interno”, depende del procedimiento metodológico por el que se construye, la factura del trabajo, su calidad y precisión, el nivel de respuesta a sus preguntas originarias, así como la capacidad para ilustrar tendencias dominantes con claridad y justeza. Pero hay otro terreno, al cual podría llamarse “externo”, que remite al ámbito de la utilización de los datos y la información producida, que es aquello para lo que se aplica un determinado conjunto de datos, siempre dependiente de la intención de quien lo hace. Y si bien la información resiste, no se puede utilizar para cualquier cosa, tiene la plasticidad de las interpretaciones posibles.
Aquí se abre otra discusión que deberá darse la comunidad teatral en su conjunto, desde los que hacen cotidianamente el teatro hasta los que lo administran institucional, artística y políticamente. Un estudio de públicos podrá mostrar cómo es la convocatoria actual, a quién interpela en sus diversas manifestaciones y qué características tiene el conjunto de convocados. La edad, el género, el nivel de estudios, el ingreso, el lugar de residencia, son datos de alto interés para saber con quién se cuenta y, de modo indirecto, quién está completamente afuera del circuito.
Además, también permitirá estimar el perfil de los que acuden, sabiendo la frecuencia de sus salidas, su interés por otras manifestaciones culturales, tanto como las otras salidas que en cierto punto compiten o se complementan con el teatro. En este sentido, se puede ampliar la comprensión del público, entrando en las representaciones y las valoraciones que expresan sobre el tiempo libre, la ciudad, la oferta cultural, las prácticas culturales habituales, o, en términos de canal y acceso, los medios sobre los que se informan sobre salidas, el modo que eligen para llegar al teatro, o las otras actividades que hace antes o después de una salida. El conjunto de temas a explorar, puede dar importantes indicaciones sobre quién y cómo es el público.
Como dijimos, estos resultados tendrán la utilidad que los distintos sostenedores de la oferta cultural y teatral puedan darle. Por ello, sería deseable que los resultados logren la mayor transparencia y difusión posible para que el debate se enriquezca y amplíe a partir de ellos y se disipen las sospechas –en ocasiones paralizantes– que puedan caber sobre la utilización de la información con fines de censura, desmotivación o privatización. Más allá del temor que un estudio de público puede generar hay que pensar en las ventajas que puede ofrecer para ampliar y mejorar la llegada de las propuestas al público y acercar a aquellos que frecuentan muy poco o casi nunca sus salas, ese público potencial nada despreciable que puede ayudar a vigorizar aún más la escena teatral de la ciudad. El no ya lo tenemos.
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