Una vez más volvemos a la pregunta sobre el espectador. Porque percibimos una paradoja. Por un lado, en Colombia, Chile, Uruguay y España se realizan mesas de reflexión, investigaciones y acciones concretas para pensar el tema, pero también para recuperar al público no teatral. En concreto, acciones principalmente solventadas por el Estado e impulsadas por los funcionarios de cultura del Estado. Pero por otro lado, aunque hubo algunos intentos en Buenos Aires (como las mesas del Colectivo Teatral), en varias instancias de presentación a instituciones, de propuestas que tuvieran que ver con un estudio formal sobre la problemática del espectador, nos respondieron que no había interés de la comunidad teatral en relación con el público…, que para los artistas de Buenos Aires este aspecto no era considerado importante. Por eso decidimos preguntarle directamente a algunos artistas sobre este tema que, aunque no conformen “toda la comunidad teatral”, nos pueden dar una pista, un aliento o cierta desilusión acerca de dónde estamos parados.
En primer lugar, nos interesó saber qué lugar ocupó y ocupa hoy el espectador desde la concepción que cada artista tiene. Si bien todos están de acuerdo con que el espectador es parte esencial en la concepción de su obra, sabemos que en los 90 el pensamiento hegemónico del teatro experimental formulaba: “No hago la obra pensando en el espectador. No creo que el teatro tenga la función de cambiar el mundo. Apenas si me puede cambiar a mí mismo”, lo que implicaba una vuelta hacia adentro y trabajar para cinco o veinte espectadores como mucho. Esta forma de pensar el teatro respondía a una época donde las estéticas eran bastante crípticas y el proyecto del artista tenía que ver con resistir en pequeñas trincheras. Hay que recordar también que a comienzos de los 90 no existían los organismos estatales de apoyo al teatro, ni el Instituto Nacional del Teatro ni Proteatro. Estas instituciones se crearon a fines de la década del 90 –en el 97 el primero y el segundo en 1999–, por lo tanto, no existían grandes subsidios para la producción teatral ni mucho menos para las salas independientes. Pero ya pasaron veinte años, y creemos que algunos conceptos deberían haber cambiado o al menos ser repensados.
Para Lisandro Rodríguez, director, actor y representante del espacio Elefante Club de Teatro del barrio de Palermo, el espectador aparece como reflexión desde el momento mismo de la creación, como dimensión física y como dimensión sensible e intelectual: “…como dimensión física que ocupa un espacio determinado. Me refiero al volumen concreto que abarca dentro de la misma sala cuando mira la obra, cuando llega a la sala o cuando le doy un volante. Y por otro lado, como dimensión sensible e intelectual: una energía particular dentro de un contexto social y político determinado”. Para Fernando Rubio, actor, director, dramaturgo y artista visual el espectador desde su concepción del teatro y desde su concepción vincular en general “ocupa un lugar de acción permanente para la construcción de una obra. Para que ésta pueda llevarse a cabo, el público debe estar incluido en los mecanismos de la pieza”. Y agrega: “La simple idea de pensar en el espectador, o a qué público me dirijo, no contiene, a mi entender, ese espacio de actividad que permite un espectador-constructor de la situación de una obra”. A Valeria Correa, actriz e integrante del Grupo Piel de Lava, también le gusta pensar la idea de “público” como algo latente que viene a completar el círculo de una obra desde su creación, y agrega: “Solemos fallar cuando creemos saber la reacción del espectador antes que éste ocupe su lugar (salvo que sea un guiño muy pensado o muy necesario en el relato). Con Piel de Lava, desde el momento cero de un proceso, pensamos en la idea del espectador como algo intrínseco a ‘la cosa’, pero es sólo con los espectadores reales que podemos comprobar cuál es su respuesta a los detalles y el devenir de la propuesta”. Bernardo Cappa, dramaturgo, actor y director, dice que siempre tuvo en cuenta al espectador y a la vez realiza una autocrítica que devino de un cambio y reflexión en su producción teatral: “En mis primeros espectáculos, en los que dirigí mis primeros textos, estaba muy preocupado porque el espectador escuchara esos textos. Quería afirmarme como dramaturgo. Sin embargo en esas primeras experiencias aprendí también que ese vínculo que se generaba con el espectador y el espectáculo me resultaba distante, elogiaban mis textos, las ocurrencias, alguna combinación feliz de palabras, las ideas. Obligaba al espectador a ponerse en el lugar de un escucha, entonces se aburría o debía esforzarse en seguir una trama que la escena narraba. Ahora en cambio estoy más ocupado por la actuación, porque considero que los espectadores van al teatro a ver una actuación que no esté a disposición de una trama o un procedimiento. Una actuación que en sí misma produzca un lenguaje. Actuar es algo que hacemos permanentemente para construir lo que decimos que es lo real. Todos sabemos que eso es falso, sin embargo no dejamos de mentir y de mentirnos. El actor debe comprender ese procedimiento que será el que utilizará para construir una alternativa a lo real, una realidad poética, falsa, pero portadora de una verdad, una verdad intraducible, innombrable, contenida por el acontecimiento pero que lo excede, esa verdad es como un secreto entre el actor y el espectador”.
Cómo conectar con el otro
Juan Pablo Gómez, dramaturgo y director teatral, comenta que a la manera de un mantra, la gente de teatro siempre repite que “la obra se completa con el espectador”. “Esta apelación creo que es, la mayoría de las veces, difusa y más una expresión de deseo que una relación sobre la que se opera conscientemente. En mi caso, con cada obra nueva, esa entelequia llamada ‘espectador’ se ha ido aclarando cada vez un poco más. No delineo un perfil que coincide necesariamente con categorías sociológicas o estadísticas (‘hago teatro para gente joven, universitaria, ABC1’) sino en relación a su disposición hacia el objeto teatral. Esta sinergia que se produce entre la obra y un receptor/productor de sentido puede ser intervenida y experimentada a través de distintos procedimientos. En mi último trabajo de dirección, la obra Un hueco, que realiza funciones dentro del vestuario de un viejo club de barrio, pudimos comprobar que el descentramiento físico que produce un cambio en las coordenadas habituales para ver un espectáculo teatral, predispone a los espectadores a experimentar la ficción antes que sólo a contemplarla. Las condiciones a las que ‘sometemos’ al público (lugar no esperable para ver una obra de teatro, encierro, cercanía con los actores), si bien sutiles, aumentan su concentración previa, activan su aparato relacional y lo dejan a las puertas de la experiencia estética”.
Para cerrar con esta primera pregunta, Emilio García Wehbi ahonda en la utilización del término público y propone el de espectador como pertinente. Y lo explica: “Desde mi punto de vista, la idea de público como tal es una idea que marca a las claras que la vieja estructura teatral, con sus estrategias de dominación, sigue activa. ¿Qué quiero decir con eso? Que yo entiendo al público no como a un aglomerado de personas viendo un espectáculo sino como un grupo de sujetos que en determinada coyuntura casual y causal comparten un espacio de mirada. Reforzar en el espectador su carácter de sujeto (es decir, apuntar a su subjetividad: su estructura psicológica, su historicidad, sus afinidades, sus temores, su educación y cultura) es producir un acto de resistencia contra la barbarie. Quiero decir que cuando hago un espectáculo pretendo dialogar con cada uno de los espectadores en forma personal, y nunca en forma grupal. Estableciendo un diálogo –es más, una dialéctica, para aceptar que su punto de vista necesariamente ha de diferir con el mío– busco asegurar en él un ejercicio de libertad, y no uno de dominio, como habitualmente se busca (el éxito es la masificación o cosificación del aparato crítico del espectador, y ahí deviene público, masa, horda). Y cuando el público pierde su subjetividad, o sea su libertad, se transforma en una herramienta del poder, de dominación. Aunque una obra tenga los más altruísticos propósitos humanísticos, si elige una forma en la que masifica al público, licua esos mismos propósitos. Por lo tanto, si es exitosa, deja de ser efectiva (Heiner Müller dixit), ya que estaría unificando, por la aceptación de las mayorías, el punto de vista subjetivo del espectador, y lo estaría normalizando. Normalizar es hacer entrar en la norma. Y ese término me da escalofríos. Lo normal, la opinión pública, el falso discurso de lo democrático y lo popular como términos que anulan la aparición de lo diferente me resultan siniestros. Por lo tanto yo no busco hacer un teatro para el público, sino para el sujeto espectador. Y le exijo –del mismo modo que me lo exijo a mí mismo– que se haga cargo de su libertad. Pero la libertad también es responsabilidad –por eso es que no nos gusta demasiado ser libres–, e implica poner a trabajar todo nuestro aparato de comprensión de lo que estoy viendo como espectador, para tener un punto de vista que sea personal y no general. Implica utilizar mis herramientas de decodificación para comprender, debatir, rechazar, disentir, comulgar, etc., con el acontecimiento artístico que estoy presenciando, y no ser absorbido por su expresión como si se tratara de un discurso cerrado que tengo que aplaudir al final”.
No habitué
También quisimos saber si los artistas tienen la inquietud de llegar al público no habitué de teatro, o bien, a una amplia cantidad de espectadores, entiéndase: más de 120 butacas que significa la media de las salas off. Las respuestas se vislumbraron en el sentido de no “forzar” la producción artística. Pero cabe preguntarse también por qué no está instalada en el imaginario esa posibilidad o esa libertad, o por qué se ha perdido. Respuesta que necesitaría una investigación aparte. Al respecto Gómez comenta: “En este punto habría que enfatizar que tanto la captura de un otro público como el diseño de una obra para más de 150 espectadores, se corresponden con procedimientos estéticos específicos en la obra para adaptarse a dicha situación espectatorial. No se trata solamente de un problema de circulación de públicos o de inclinación hacia el gueto del sistema teatral, sino también de un problema estético. No es la misma actuación la que se requiere para treinta personas que para cien ni para quinientas. No es el mismo diálogo entre legibilidad y sutileza dentro de una puesta en escena o la construcción de una dramaturgia para un público reducido y ‘en código’ que para un centenar de personas de extracción heterogénea. La tradición de procedimientos estéticos en lo referente a un teatro de gran formato (es decir, para ser visto por mucha gente) se ha perdido en gran medida y, a pesar de cierto renacer en algunas producciones, amenaza con perderse siempre más para el teatro independiente o de experimentación estética. Muy pocos de los artistas de menos de cuarenta años o la gente que recién se inicia en la actividad tendrá la oportunidad de realizar prácticas en grandes escenarios, mientras se forma en aquella tradición que piensa un teatro para muchos. Esta problemática implica temas tan complejos como la poca fluidez entre la enorme comunidad teatral y los escenarios oficiales y comerciales, así como la especulación financiera inmobiliaria que vuelve im-po-si-ble que una cooperativa artística o asociación que no tenga el lucro (además de mucho dinero) como objetivo, compre, alquile o acceda a un espacio de grandes dimensiones. Se consolida, entonces, un sistema de salas pequeñas. Y no hablo de dar un poco de plata en forma de subsidios a la producción, sino de una verdadera sinergia entre la rica cultura independiente de esta ciudad y los recursos no económicos del Estado. Por ejemplo, el acceso a las salas del Complejo Teatral de Buenos Aires y lo que queda del desmantelado sistema oficial. El oficio del director que diseña un espectáculo para 500 espectadores así como el oficio del actor que actúa para el mismo número, se pierden. Los pocos que pueden hacerlo lo aprenden a los ponchazos y de golpe cuando les llega la oportunidad”. Lisandro Rodríguez apoya este argumento: “No me lo planteo como meta en un proyecto, pero sí me gustaría que una obra pueda verla mucha gente, gente diferente, gente que no concurre habitualmente al teatro. De todas formas veo muy difícil hacer una obra y pensar que la puedan ver 120 personas. Me parece imposible. Creo que está muy alejado de la realidad de la gente que hace teatro independiente, de las posibilidades de producción en este ámbito. No podría imaginarme presentar una obra en una sala de más de 30 sillas, por lo menos por ahora, ya que es muy difícil llevar público al teatro, es un trabajo arduo, semana tras semana”.
Valeria Correa encuentra una posibilidad que viene dada por un hecho concreto: “Pareciera ser que cuando al trabajo lo ve un público no habitué de teatro off, la obra se vuelve más teatral aun. A veces pensamos inicialmente las obras para muy poco público, en el sentido intimista, y luego por alguna razón azarosa hay que mostrarla en otro contexto de más gente o distinto al ideal diseñado. Por eso, encuentro vital el ejercicio de mover de contexto una obra y comprobar qué partes funcionan igual, y cuales no”. Bernardo Cappa directamente asume que sus espectáculos son efectivos mientras sean pocos los espectadores, aunque vislumbra también una posibilidad: “Sigo pensando que los espectáculos que hago no son para más de cien personas, justamente para que sean efectivos no deben superar ese número. La fuerza que se produce en la cercanía de los espectadores con los actores, con la escenografía, creo que no podría producirla en una sala más grande y por lo tanto el espectáculo fracasaría. Es algo que pienso ahora, tal vez cuando tenga la oportunidad de dirigir en una sala de 200 espectadores y logre la misma fuerza cambie de idea”.
Fernando Rubio sostiene que se planteó e hizo teatro para espectadores no habituales pero lo hizo únicamente con aquellas obras que “pedían” otro lugar que no fuera una sala. “La cantidad de público no ha sido para mí una preocupación a la hora de pensar un proyecto teatral, performático o de intervención. Es la obra en su absoluta sinceridad la que nos marca dónde debe suceder, y por ende cuántas personas pueden participar. Ahí radica, según mi concepción del arte, una de las grandes problemáticas en relación a la coherencia de parámetros que despliega una obra: dónde debe ser expuesta, con qué periodicidad y durante cuánto tiempo. Si sólo pensamos el teatro en relación a los condicionamientos del espectáculo, la producción y los públicos-número estamos perdidos. Y se podrán generar grandes o pequeñas espectacularidades serviles a un sistema cada vez más anodino y pobre pero nunca generar un espacio ritual que según mi creencia puede generar el verdadero sentido del teatro”.
Accesible o críptico
Pasemos al tercer interrogante: ¿puede observar en sus últimas obras el paso de un lenguaje estético críptico a otro más accesible para el público no especializado? Y si esto era así, ¿pensaron en modificar el espacio elegido para montar esas obras por otros más grandes y/o convocantes, fuera del circuito endogámico del off?
Lisandro Rodríguez afirma que no cree que uno deba utilizar un lenguaje más o menos críptico. “Lo que cambiaría en todo caso es la recepción. No es lo mismo la recepción de determinada obra en un teatro de Palermo que en una sala barrial del conurbano o un teatro para 500 personas en la calle Corrientes, o en la plaza de la esquina. Pero creo que uno no debe modificar la obra, o el lenguaje, uno debe confiar en la obra y dejar que lo que se modifique sea el contexto. No me gusta cuando voy al Teatro San Martín y muchas veces –no siempre– siento que se hizo una obra ‘para el San Martín’, para ‘el público del San Martín’ quiero decir, con ‘vestuario del San Martín’, ‘escenografía del San Martín’, etc. Creo que en esos casos se trabaja desde una idea de lo que supuestamente esa sala es o ese público es, y se deja de serle fiel al lenguaje particular de cada creador. Supongo que habría que dejar librado al azar la recepción de ese otro público que ocupa ese otro espacio”. Valeria Correa sostiene que con Piel de Lava se dio naturalmente jugar con un lenguaje “accesible”, y que la idea de montar las obras en otro tipo de espacio es algo que circula en el grupo, pero a la hora de empezar a imaginar, tienen tan arraigada la idea original de la sala independiente, tal vez porque estas salas contienen la misma forma de trabajo de autogestión, que terminan en estos mismos espacios.
Fernando Rubio agrega que su experiencia le dicta que aquellos lenguajes que a veces se creen crípticos, al momento de presentarse ante públicos no avezados tienen una receptividad “total, sensible, curiosa y vital”. Además sugiere que esta reflexión conlleva la siguiente pregunta: “¿Las problemáticas económicas contienen las problemáticas estéticas cuando un artista opera con rigor sobre sus pensamientos, espontaneidades, creencias y coherencias? Y esto va tanto para quienes trabajan en lugares pequeños sólo porque no les queda otra posibilidad como para aquellos que piensan en un gran público como un objetivo personal y no como la necesidad del engranaje de un material”. En relación a los circuitos endogámicos comenta que desde sus primeras intervenciones urbanas buscó contacto con otros públicos: “El de la calle por ejemplo, el paseante, el espectador inesperado, o la presencia de aquel que está en medio de sus funciones laborales cotidianas. La teatralidad puede construirse dentro de un ascensor a las 8 de la mañana en un edificio de oficinas o a las 5 de la tarde o dentro de una comisaría. Poco rentable, algunas veces, siempre muy vital. También creo que el teatro off contiene una cantidad de público que puede ser mayor si las políticas culturales se interesan en trabajar para que el teatro de arte llene salas pequeñas y también grandes teatros y que esa posibilidad no sea excluyente para las obras comerciales, muchas de las veces o casi todas de poco valor artístico y estético, vaciadas de una búsqueda de lenguaje y atentas con solidez a las variables del mercado”.
Juan Pablo Gómez sostiene que la consideración sobre la complejidad o el nivel críptico de un lenguaje es un asunto un tanto resbaloso y relativo porque es algo que está construido sobre dos polos: los procedimientos implícitos en una obra de arte, por una parte, y el nivel de competencia del espectador por otra. Para Gómez nada sería tan críptico o complejo en una obra de arte y ninguna sería completamente simple o transparente, ya que existen lenguajes más aceptados, difundidos y por eso, tomados como más accesibles y naturales. “Por supuesto, existen desarrollos estéticos muy sesudos que requieren gran trabajo de decodificación por parte del observador. Pero creo que, cuando se habla de un teatro ‘críptico’ o ‘intelectual’ se lo refiere generalmente a producciones que podrían ser perfectamente asimiladas y disfrutadas por un público más amplio si no fuera por la nivelación hacia abajo que producen, en términos de procedimientos, los lenguajes masivos de los medios de comunicación. Siendo más claro: si la cultura dominante en términos de construcción estética está monopolizada por las telecomedias de la tarde y sus relatos simplones y remanidos, eso marca el estándar de lectura y el ‘grado cero’ de construcción de relato para un espectador medio (no hablo acá de gente que vaya al teatro o no sino de un espectador posible). Todo lo que proponga algo diferente será visto como ‘raro’ o ‘enrevesado’ o ‘intelectual’. En términos de difusión de los lenguajes artísticos (procedimientos, formas de actuar, géneros, tratamiento de ciertos temas), el teatro independiente ha sufrido cierto encapsulamiento desde los 90 a esta parte, que habría que mirar en contraste con la vastedad de los lenguajes de mayor difusión. Siento que si la consabida trama de enredos familiares a la Pol-ka (La familia Falcón en su versión 2010) fuera un poco más sutil, con un poco más de ‘asunto’, no pasaría nada, la gente la vería igual, como lo demuestran algunas producciones menos pavotas. Pero por lo general no, no tiran un centro y van a lo seguro. Creo que hay que revisar la relación con el realismo como género dominante fuera del teatro y rescatar la ficción como elemento aglutinador. El teatro se ha ido preocupando crecientemente por su des-monte o deconstrucción pero abandonó la pelea por la construcción de relato, de historias, que quedó librada al cine y a la televisión. Entonces, un público no especializado, entre ir a ver un obra de Sarah Kane con cuatro actores sentados, mirando a público y hablando a toda velocidad e ir a ver Avatar en los mullidos sillones de un multicine ni lo duda. Pero esto no es culpa de la señorita Kane ni de los que han llevado a cabo la producción, sino que culturalmente estamos homogeneizados y es muy difícil discernir entre dos experiencias estéticas incomparables (yo, particularmente, disfruto ambas en su justa medida y armoniosamente). Existen excelentes obras independientes con muchos puntos en común, con un lenguaje más ágil y reidero que podrían perfectamente salir del circuito off y ser para un público no especializado: pienso en Mágica de William Prociuk, en Sauna de Ezequiel Tronconi, Amor a tiros de Bernardo Cappa. Otras, como las sofisticadas Reflejos de Matías Feldman o Áspero de Santiago Gobernori están perfectas en su ley; el que se aburra que cambie de canal. Claro, el salto entre Andrea del Bocca haciendo de cocinera y estas últimas obras es enorme. Tal vez, producciones como las que nombré primero podrían actuar como link entre lenguajes, favoreciendo la comunicación del público entre una esfera y otra, entre una cultura y otra. Cito de memoria a Javier Daulte que cita a Alan Badiou: el teatro no debiera ser para unos ‘pocos’ ni podría ser para ‘todos’. Debería ser para ‘cualquiera’”.
¿A quién le corresponde?
La siguiente pregunta tenía que ver con indagar acerca de a quién debería interesarle o a quién debería corresponderle la problemática del espectador. ¿Al artista? ¿Al Estado y sus instituciones? Ésta, que puede parecer una pregunta ingenua, no lo es, porque si los artistas están ocupados con sus producciones pero al mismo tiempo, son los que resuelven cuestiones de políticas teatrales como funcionarios o consejeros en varias de las instituciones relativas estatales, no es lógico que no esté en su perspectiva ni en sus preocupaciones la experiencia completa del hecho teatral. Al menos eso es lo que nosotros pensamos. De todas maneras, la pregunta se completa de la siguiente manera: ¿qué debería hacer la comunidad teatral?
Para Valeria Correa la problemática del espectador –si bien no comprende qué implica en su totalidad– le correspondería al Estado y sus instituciones. Ellos deberían ocuparse de educar con el fin de generar movimientos artísticos que incluyan a los espectadores. “Tal vez, el ideal sería que dé un buen funcionamiento general, decante una buena conformación del público teatral. Aunque en Argentina fue en el momento de crisis cuando el teatro independiente (obras y público) se empezó a ensanchar”.
Mientras tanto Fernando Rubio entiende que es un tema central para pensar la realización y proyección del teatro, pero se pregunta: “¿Cuál es la problemática espectador?, ¿que la gente vaya poco al teatro por el deterioro cultural?, ¿que exista un público cada vez menos interesado porque desconoce los avances en la investigación de diferentes lenguajes?, ¿o que el teatro no sea rentable? Seguido a esto, ¿debe ser siempre rentable el teatro?, ¿el arte del teatro?, ¿por qué? Evidente es que existen muchas problemáticas a nivel cultural. Nuestro pueblo no ha sido educado para relacionarse cotidianamente con el arte. Muchas personas de las clases más bajas cada vez tienen menos contacto con un estado de creación. Creo que hoy todos tenemos pocas herramientas frente a la realidad o bien no sabemos cómo usar las que tenemos”.
Lisandro Rodríguez cree que el problema del espectador es que aparentemente no está en ningún lado, no se lo puede cuantificar, sino que aparece cuando quiere y es muy impredecible y sugiere: “Desde el teatro mismo debería haber un mayor compromiso con la actividad, un compromiso político y social; también en los ámbitos de formación teatral deberían incentivar a ir al teatro, y no sólo al teatro de moda, sino también al que está cerca de casa, del barrio, el que está en la periferia. Por otro lado, pienso en un problema muy grande que es la comunicación de la actividad, cómo se da a conocer. No es casual escuchar que en todas las salas independientes hay problemas con los vecinos. Como si uno tuviera un cabaret o un boliche. Y no, ‘es un teatro, está abierto Señor Vecino, usted también puede venir, participe’. Insisto en que debe haber una comunicación muy fluida con el entorno, muy amable. Y cuando pienso en el entorno, pienso en eso, en el barrio, en el vecino, en los alrededores. Es primordial generar una buena comunicación cercana a las salas. Que los vecinos vayan al teatro, los comerciantes de la zona, la gente del hospital, de la escuela. Supongo que ahí debe estar nuestra energía comunicativa, incentivando a ese público que efectivamente es otro”.
Por su parte Juan Pablo Gómez diferencia lo que debería ser una preocupación exclusivamente del artista de lo que debería ser un accionar propio de las instituciones del Estado. “El espectador en tanto parte del circuito comunicativo de la obra debería ser una preocupación central del artista. Pero no el ‘espectador’ dado en la sociedad, sino del espectador como proyección del lugar de mirada sobre la obra. ‘¿Qué espectador quiero construir con esta ficción?’, suelo pensar. No es el espectador (dado que es una persona sobredeterminada con lenguajes previos) el que debe determinar cómo debe hablar una obra, sino que es la obra, hablando, la que debe generar otras posibilidades de subjetivación en el espectador. Esto suena un poco a supremacía del objeto artístico por sobre las personas. Por otro lado, el espectador como problemática, como tarea docente, es un lugar en donde las instituciones estatales tienen mucho en que participar, donde su accionar es ineludible. Sólo el Estado tiene los recursos para restaurar o crear una red de circulación entre el lenguaje artístico y la comunidad a gran escala: llevar gente a los teatros, llevar teatro a las escuelas, espacios públicos, generar información, dar difusión en los canales públicos, generar legitimaciones ajenas al negocio y dar sostén a los pequeños teatros donde se genera toda esta ebullición. Los subsidios solamente orientados a la producción de obras concretas son un error y funcionan más como paliativo que como un factor de desarrollo para el teatro. Esto entendido como el encuentro de un objeto artístico y una persona, miles de personas. Los artistas del teatro independiente deben perder el miedo a relacionar sus creaciones con la gente de fuera del circuito. Con mi compañía hacemos funciones dentro de un club y los tratos pertinentes a nuestra obra son con la comisión directiva, el parrillero y directores técnicos de fútbol infantil. No hay ninguna diferencia en cuanto a la valoración de nuestro trabajo que la que habría en una sala teatral. Qué es lo que ‘entiende’ el parrillero del club de nuestra obra es una duda banal y sin importancia. Respeta nuestro trabajo y eso es suficiente”.
El estudio del público teatral
Para cerrar quisimos preguntar si les parecía pertinente realizar un estudio de la conformación del público teatral de Buenos Aires y en qué sentido servirían estos aportes. Lisandro Rodríguez dice: “Habría que ver para qué y qué se hace con eso. ¿Sería como un estudio de marketing para saber las preferencias y gustos del consumidor? Me da un poco de miedo. No sé. Creo también que el teatro, por lo menos el que conozco yo y el que hago yo, debería ser más voraz, mas jugado, más intenso, más impune y para eso necesitamos un permiso estatal, político (no sólo con subsidios), educativo, un aporte común entre nosotros, no con reuniones, sino con permitirnos un poco más de licencias reales, permisos impuestos por nosotros mismos, permitirnos salir, despatarrarnos, rompernos, quebrarnos, mostrarnos, equivocarnos, hacer realmente abiertas nuestras salas, abrir las puertas de par en par. Cuando algo de eso suceda realmente, supongo que no estaremos pensando en hacer estudios sobre la conformación de público”. Valeria Corea comenta que le parece interesante un estudio del público teatral porque hablaría bastante de cómo está conformada la actual sociedad porteña: “Lo veo más como algo antropológico o sociológico que como algo que pueda servir a la comunidad teatral específicamente, siendo ésta y el público algo tan movible en sí mismo. Ojalá pudiese un estudio de campo darnos respuestas: ‘¿Hago mi obra en un espacio comercial?’, ‘¿Hay público suficiente para sustentar la inversión?’”. Bernardo Cappa dice que no sabe si hay que estudiar al público pero propone: “Hay que mirar más a la gente por la calle, escuchar cómo hablan, de qué se ríen, por qué lloran, ¿es verdad que están tan mal como dicen, para qué dicen que están mal? Cuando dicen que están bien, ¿por qué no les creemos? A mí me sirve pensar que todos son posibles espectadores, y después que vaya el que tenga ganas”. En cambio a Fernando Rubio le parece que puede ser importante realizar un estudio, “siempre y cuando conlleve seguidamente una acción concreta”. Y especifica:“Un estudio que sólo sirva para reflexionar no me parece conducente. Entonces, sí creo pertinente realizar un proyecto de investigación que plantee pasos subsiguientes que aunque no sean los mejores o los primeros puedan ser fallidos, quizá sean la plataforma de una búsqueda permanente para el desarrollo de nuestra cultura, en principio desde el ámbito teatral”. Mientras que Emilio García Wehbi, más contundente, dice: “Basta de demagogia achatadora de personas. Claro que como artista quiero un espectador formado, pero no es responsabilidad del artista formar a un espectador. Eso sería hacer teatro pedagógico, y me da miedo. Los sujetos deberían ser formados por la sociedad misma, a través del Estado y con sus herramientas. Cuando pensamos en estrategias de reparación para estas falencias, nos convertimos en elementos políticamente correctos de un poder dominador, que lo último que quiere es que las personas sean sujetos. Sólo quieren público o individuos consumidores”. Juan Pablo Gómez sintetiza: “Un estudio de conformación de público en la ciudad de Buenos Aires es un viejo sueño compartido por varios colegas que han venido encontrándose, hasta ahora con la indiferencia oficial. Producirlo en forma independiente es una tarea ciclópea que supera, también por ahora, el nivel de organización de la comunidad teatral. No sólo un estudio del público que concurre al teatro, sino del público potencial que, por diversas razones, no lo hace. Es necesario analizar los gustos y costumbres del consumo cultural, en primer lugar, de los ‘nichos de al lado’ del teatro: gente de cine que no concurre, músicos que ni se les ocurre, bailarines que no ven actores y actores para quienes la danza todavía es El cascanueces. Los aportes de una indagación de esta naturaleza son innumerables y creo que, en su mayoría, impensados y serían para sorpresa de todos. El ‘dato’ muchas veces revela realidades que la razón no imagina”.
La pregunta trajo muchas confusiones, ya que algunos relacionan un estudio estadístico de tipo sociológico con el marketing y el consumo. Para saldar estas confusiones de las que surgen miedos y equívocos convocamos a Marcelo Urresti para que nos explique qué significa un estudio de este tipo que, aclaremos, casi no tiene antecedentes en Buenos Aires.
RECUADRO
¿Qué espero del espectador? Por Emilio García Wehbi
“-Que complete los huecos en la narrativa dramatúrgica para transformarse en testigo activo de la obra, construyendo sentido subjetivo.
-Quebrar su seguridad, para que entre en crisis. Yo produzco desde la crisis, y creo que la crisis es la fisura por donde el arte nos puede hacer pelear contra la banalidad del mismo ser humano (otra vez el viejo Müller dixit).
-Que comprenda que la obra se hace entre eso que está sucediendo, y cómo lo está decodificando. El entre es la convivencia entre el espectador y la obra. Convivencia es vivir con el aquí y ahora del hecho teatral.
-Que entienda que hay tantas lecturas posibles como espectadores en la sala. Que no hay sentidos cristalizados.
-Que se sienta sujeto y no individuo, ya que si bien el diálogo es personal, está en un acto social. No me interesa enaltecer el individualismo. El teatro es una actividad eminentemente colectiva (por colectivo empiezo a contar desde dos; quiero decir que no acepto la patraña de la masividad. Un espectador ya es público suficiente como para que el artista se haga responsable de ese vínculo).
-Que sienta antipatía por lo que está viendo. Nunca empatía (el viejo recurso de la demagogia teatro-hollywoodense), ni apatía. La antipatía le permite asumir su aparato crítico como espectador”.
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