Por María Pia López
Recurrente tentación: hablar en “décadas”, fijar los períodos o las etapas de acuerdo a esa condensación numérica. Algo ilumina ese procedimiento –al menos, la arbitrariedad ya inscripta en la idea de época– y algo permite, aun en sus forzamientos. Eric Hobsbawm, en algún momento, consideró al siglo XX un siglo corto. Porque no comenzaba en 1900 para terminar en 2000 sino que habría transcurrido entre 1914 y 1991. Entonces, un siglo no estaría determinado por su cronología sino por las fuerzas que lo organizaron y le dieron una cierta coherencia. Agotadas esas fuerzas o modificado el sentido de su encuentro, la época ya merece otro nombre. Incluso otra datación numérica.
Funámbulos nos pone en problemas. Con una pregunta: ¿se puede decir algo sobre esta primera década del siglo XXI?, la revista escudriña la cuestión en relación a la dramaturgia argentina. En este escrito me voy a situar en un plano más amplio: el teatro de los acontecimientos sociales y políticos. Y con apenas una modificación de las fechas: la década en la que estoy pensando comienza a fines del 2001 y transcurre, todavía, en 2010.
Una década que comienza con las calles rehechas por la movilización social y que se va cerrando con los festejos del Bicentenario. Es decir: que se despliega entre un tipo de ocupación de las calles y otra; entre una multitud y otra. La primera, en los días tórridos de aquel diciembre. Vale recordar apenas ese clima producido por los saqueos y las cacerolas; por la ira antipolítica de los vecinos de clase media y el desconocimiento de la fuerza estatal que se expresaba en el cantito contra el estado de sitio. Eran los tiempos en que un frente contra la pobreza intentaba encauzar el malestar social, sólo para ser arrasado por un tipo de movilización cuya forma resultaba inesperada pese a que su necesidad se olía en el aire. Esa multitud, en la que se aunaban ahorristas orgullosos de su derecho a la propiedad con desocupados que venían organizando la lucha social y los más diversos hilos del activismo social, pisoteó, mientras marchaba por las calles, la gobernabilidad neoliberal. Al menos la magulló, la hizo crujir, la puso en crisis.
Los 90 se cerraban con un estallido. La cultura de aquellos años había oscilado entre un retorno al realismo y la producción de una estética de la banalidad. Ambas, a su modo, venían a dar cuenta de lo que la época transitaba y hacía jugar. 2001 obliga a otro énfasis. Para decirlo rápido: si Belleza y felicidad fue un emblema irónico de la cultura de los 90; Eloísa cartonera va a proponerse como la identificación con la necesaria rebelión de los desposeídos. Claro que no se trata de discontinuidades sin herencias. Hay de ambas. El siglo XXI no surge virginal frente a las políticas neoliberales ni prescinde de gestionar las profundas –y como suele decirse: pesadas– herencias que ese tipo de desgarramiento y reconversión de la sociedad argentina produjo.
(Reviso los estantes de revistas. Funámbulos está allí. Número tras número, desde el 2002, va registrando la sorpresa de una nueva época. Algunos títulos de tapas: “El año después”; “¿Todo es político?”; “Al natural”. Uno cronológico. El otro interroga el giro más fundamental hacia una politización de la cultura. El último se sitúa en las formas. Tres planos indisociables; tres rasgos en los que se presenta la época. Interrogaciones sucesivas y reversibles. La cronología ya la enunciamos).
Un nuevo tipo de politización transcurre. Atraviesa las obras teatrales y las escrituras literarias, las producciones televisivas y los discursos callejeros. La política, lejos de ser el núcleo ciego y renegado de la vida social, aparece como aquello que organiza sentido y define las más diversas esferas. Se discute en el Parlamento y en las calles frente al Parlamento, desde cuestiones que hacen a la democratización de la palabra y los medios de comunicación hasta la igualdad de las personas que cultivan heterogéneas elecciones sexuales. Lo político impregna así la vida cotidiana y se convierte en la arena de disputa por los derechos sociales.
En los primeros años de la década, esa politización estuvo ligada a la fuerza de las movilizaciones callejeras, al despliegue de búsqueda de nuevas formas políticas, al descubrimiento que gran parte de la cultura hace, de modo por lo menos tardío, de un panorama social ominoso. Nuevos realismos surgieron para decir ese horizonte.
Quizá lo que más peso ha tenido en la definición de las formas culturales es el surgimiento de algunas corrientes cinematográficas: el realismo social de directores como Caetano, Trapero, Martel; el documentalismo de activistas comprometidos con las luchas, que filman con tecnologías digitales y con la premura del acompañamiento a los sucesos; y películas ligadas a la revisión del pasado argentino, en los casos más notorios respecto de la dictadura y realizadas por hijos de desaparecidos. Porque esta época es también la cronología de la llegada a la madurez de una generación que tiene entre sus filas a los hijos de los militantes asesinados por el terrorismo estatal, y que de muy distintos modos ha producido una revisión de los modos de narrar el pasado en la literatura, el cine, el teatro.
Mi vida después de Lola Arias pone en escena la dificultad de construir una narración tensada entre el embelesamiento –que termina resultando paródico– con los compromisos paternos y el enojo con las mentiras de origen. La ropa suelta y desajustada, multiplicada y arrojada, probada una y otra vez, funciona como metáfora de esa incomodidad y recuerdo de una certeza: los ropajes que nos lega el pasado funcionan, las más de las veces, como disfraz. O como vestuario teatral.
Varios años antes Albertina Carri, en Los rubios, había propuesto la idea de que finalmente toda comunidad requería la elección de un atributo que tenía la virtud de su artificialidad. Y así el color de pelo atribuido a su familia como distinción en el barrio en el que fueron secuestrados, se convierte en el color de las pelucas que unifican al equipo de filmación devenido, de ese modo, un colectivo político.
Y para señalar sólo otra obra más, Félix Bruzzone, en su novela Los topos extrema esa conversión cuando el protagonista inicia una deriva, inexplicada pero fundamental, que lo lleva a un incierto destino de víctima. Los rubios, Los topos, Mi vida después, sólo pueden pensarse en una época en la que el pasado está en plena presencia –en la que la vida política general incorpora íconos, símbolos y demandas del activismo por los derechos humanos– y cuya plenitud permite, o exige, la deconstrucción. La narración lineal no basta, tampoco la mera recordación. Por eso estas obras, producidas por la generación de los herederos de la militancia de los 70, son ejercicios deconstructivos, operaciones de collage, composiciones críticas.
Los 70 son nuestro pasado-presente. Más que los 80 y más que los 90. Están allí. Territorio de la nostalgia, de la repetición, de la parodia. Un hecho fundamental de esta década que recuerda apasionadamente es la aparición de un programa de televisión que hizo de la política insurgente un territorio para el humor, con el personaje de Bombita Rodríguez.
En una escena cultural en la que los 70 constituyen una hebra dilecta, que tienta a la literatura y a la investigación académica, que despierta obras cinematográficas y teatrales, Capusotto y Saborido postularon un tipo de memoria que no es irónica ni distante. Por el contrario, que funda su comicidad en la pertenencia profunda a aquello que toma por objeto y sobre lo que destina más una mirada amorosa que una risa cruenta. La invención de ese humor interno, tensado en la cuerda de la politicidad de todas las esferas de la vida, es una reflexión sobre los signos fundamentales de la actualidad cultural.
(Segundo punto, entonces: evidencias, efectos, singularidades de esa politización. Y el tercero, el de la forma. El que surgía de la rápida mirada por los estantes en los que adormecen las revistas antiguas, a la espera de una nueva cita, incluso con aquellos que las escribieron, que fueron dejando sus impresiones sobre la coyuntura. Por eso, las revistas, que se presumen más efímeras que los libros, suelen ser testigos fiables. Allí, como en los diarios, dejamos las huellas de la conmoción que nos arrasa).
Florecieron cien flores. Muchas formas expresivas. En el teatro, desde el grotesco de La Pesca de Bartís hasta el tenso y risueño dramatismo de La omisión de la familia Coleman de Tolcachir, pasando por la exquisita escritura de El niño argentino de Kartun. En la literatura, desde el realismo de Ronsino o Jarkowski hasta la mixtura genérica de Baigorria. ¿Qué formas son las de la época? Suele hablarse de nuevo realismo o de un naturalismo también de cuño reciente. Pero quiero centrarme en algunas obras en las que elegimos, se verá que sin novedad, cerrar las fechas de la época.
Son las escenificaciones callejeras de Fuerza Bruta a propósito de los festejos del Bicentenario y, con el mismo motivo, el “Laberinto de las antinomias argentinas”, creado por Daniel Santoro y Francis Estrada. Esas obras ponen en juego un cierto tipo de experimentación teatral y estética ligándolas a un relato histórico que abreva en las narraciones por la justicia. Una y otra obra son bien distintas. El Laberinto resulta del ejercicio lúdico y abismado con el que Santoro viene revisando la historia de la nación y fundamentalmente las tensiones desplegadas alrededor de la experiencia del primer peronismo. Este movimiento y sus figuras principales son releídas en la clave de una mitología de la infancia, por eso la escala del “País de los niños” resulta una instancia recurrente. Mundo de hadas, delantales blancos, palmadas en las nalgas, pequeños Pulquis. Eso es el corazón de la pintura de Daniel Santoro, en la que el conflicto, al que no se deja de aludir, es interpretado en clave de juego y teatralidad. Se liga al modo en que Miguel Vitagliano en Vuelo triunfal y César Aira en El tilo narraron los años peronistas, desde los mitos de una edad de oro que coincide, necesariamente, con la de la fábula para una niñez encandilada.
En el laberinto, las antinomias argentinas se inscriben en esa interpelación al niño que pervive en la existencia adulta, quizá porque las antinomias para ser creídas con eficacia y agitadas con pasión requieren de ese plano de la creencia. Sin embargo, el despliegue de esas confrontaciones ha sido cruento y poco ha tenido de juego de espejos. Si uno puede transitar el recordatorio de esa violencia, que no deja de presentarse en todo lo que tiene de ominosa, es porque está surcado de detenciones lúdicas y jocosas. Optimismo de un mundo sin antinomias o sueño infantil de la ciudad reconciliada.
Las carrozas del Bicentenario, por el contrario, desplegaron un relato que tuvo más de conflictivo que de armónico, aunque la conciliación estaba resuelta por la misma continuidad de la fiesta que lo enmarcaba. La narración fue alegórica y, como se ha señalado críticamente, parcial. Pero esa parcialidad constituyó la más interesante de las apuestas: la de situar un tipo de valoración de la historia centrada en la pregunta por los valores emancipatorios y por las desdichas populares, en el centro de la conmemoración pública. A diferencia de otras formas de presentar un relato histórico, en ésta las escenas convocaban a una experiencia afectiva y emocional que impedía su cierre en una interpretación homogénea. Era el sueño de las vanguardias –el de producir una conmoción capaz de incitar a una comprensión de otro orden– pero puesto a disposición de una situación de masas.
Las calles en las que eso transcurría eran una fiesta. Fiesta de la multitud circulando y del espacio público recuperado. 2010 cerraba así, continuando e invirtiendo, el 2001. Invirtiendo: porque la alegría de una comunidad posible es el revés de la furia de una sociedad estallada. La fiesta no fue el festejo de la sociedad existente, sino más bien su hebra utópica: la inaugurada temporalidad de lo que podría advenir, la compartida experiencia de un momento sustraído de las lógicas de segregación y exclusión, de fastidio y colisión, que signan la vida urbana. Pero a la vez, sólo fue posible por la continuidad con aquellas calles airadas de 2001, en tanto las políticas posteriores intentaron reconocer y expandir las grietas que se habían producido al orden neoliberal.
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