domingo, 4 de abril de 2010

Teatro y sociopolítica

El estado de las cosas

Por Edith Scher y María Laura González


El tema de esta nota surgió casualmente en una conversación en un bar. Estábamos los allí presentes preguntándonos cuál era hoy el público del teatro porteño. Que si era mucho, que si era poco –decíamos–, que si sentía identificación con los ¿400? espectáculos en cartel, y muchas otras variables, todas hipotéticas. Fue en el marco de esa charla que alguien dijo: “Lo que ya me aburre es tanta familia disfuncional en el teatro. ¿Al público no le aburrirá? Ya basta de eso. ¿Y el resto de la realidad? ¿A quién le importa?”. Comentario de café, carente de todo sostén teórico y con un tenue sentido crítico no muy elaborado, no fue más que la expresión de un sentimiento, porque está más que claro que el arte no se construye con temas, y que un contenido preocupado por “la realidad sociopolítica” volcado en un espectáculo no garantiza en lo más mínimo la feliz concreción de una obra de arte, así como tampoco garantiza la expresión de una visión política que vaya a contrapelo de los valores hegemónicos, o que constituya una nueva mirada de algo. El comentario, sin embargo, operó como disparador. Tal vez haya sido así porque muchos espectadores de teatro que vivimos en este tiempo nos damos cuenta de que estamos sedientos de miradas artísticas que nos despabilen, nos estremezcan, miradas artísticas que opinen (no sólo desde los temas que abordan los espectáculos, sino desde sus estéticas, sus poéticas de actuación, sus modos de estar producidos, desde las elecciones de los espacios a partir de los cuales se paran a contar, etc.).
El arte es perplejidad. Y si no, ¿qué es? Es un recorte que mira de una manera distinta algo que en la vida cotidiana se naturalizó. Sin proponérselo y sin intención didáctica, la mirada artística del mundo sacude, estremece, inquieta. Pues sucede que, al parecer, lo que aquel comentario/sentimiento vino a expresar era que algunos teníamos la necesidad de que el teatro, realidad construida con signos, dialogara de una manera distinta con la otra realidad, la que vemos al salir a la calle, esa que nos lastima, esa que nos acostumbra a aceptarla mansamente, y que a partir de ese diálogo percibiéramos un sacudón.
Ahora bien: despejemos. Está claro, por un lado, que el teatro no tiene ningún deber ser. Que es la consecuencia de lo que somos, de cómo estamos y del momento que vivimos. Por otra parte, uno podría preguntarse: ¿qué es la realidad sociopolítica? ¿No hay un prejuicio en esa categorización? ¿Acaso hablar de los vínculos que se construyen en este tiempo, por dar un ejemplo de algo que se ve mucho en el teatro porteño de hoy, no implica, en algunos casos, una mirada sociopolítica? Existen, obviamente, otros alcances poéticos para contar la realidad.
Nos pareció interesante, entonces, mientras tambaleábamos en la incertidumbre, preguntar a algunos teatristas (once en este caso, un recorte muy pequeño de la enorme cantidad de gente que en Buenos Aires hace teatro), qué necesidad tenían ellos y qué opinaban respecto de esta cuestión. Así, en la pequeña selección realizada para la encuesta, los entrevistados se solidarizaron en exponer con palabras (y de este modo nos han ayudado a pensar) una inquietud que está presente en el momento de la creación. Sea algo consciente o algo necesariamente buscado, los once responden comprometidamente con su “ser en el mundo”. La realidad no les es indiferente y sus obras parecerían apelar a un producto consecuente.
Les preguntamos si les interesaba que algo de ese recorte del mundo sociopolítico se dejara entrever. Algunos nos contestaron sobre la intensidad, intencionalidad o grado de profundidad con que tal acción se manifiesta, sobre cómo operaba esa visión dentro de la obra que, sin resonar didáctica, podría ser genuina. Otros hablaron de los recursos escénicos de los que se valen, como también de los procesos creativos que, como búsqueda o encuentro, generan intercambio entre pares y con el público.
Por otra parte, algunos coincidieron al hablar de los alcances y límites que el soporte teatral posee a nivel social hoy en día, es decir, de la incidencia que tiene en la época actual, como también de las condiciones de producción con las que debe lidiar.
“Dolerse por el mundo” afirma Santiago Loza, definiendo el compromiso personal y social que le genera el estar vinculado con su época, y así acuerda con Andrés Binetti en una apelación directa a lo corporal: “crear formas en las que el cuerpo esté presente y expuesto”.
A veces hay falta de esclarecimiento en las posiciones pero, como afirman Maruja Bustamante y Loza, eso también está hablando de la política actual, del hecho de no encontrar un lugar o una posición definida, o de la confusión en la que se emerge muchas veces de la propia producción. Vacío cultural, político, social, confuso respecto de cierta toma de lugar, de posicionamientos –dice Hernán Morán– se ha heredado de la dictadura. Como consecuencia se convive con una falta de lazos claros entre política y cultura.
En definitiva, un panorama de opiniones que gira en torno de una nueva pregunta: ¿qué es una visión sociopolítica del mundo?
Pues bien: de alguna forma, las encuestas nos confirman que lo sociopolítico en el teatro se puede contar desde otro lugar, desde “el cómo” más que desde “el qué”. Nos dicen que allí reside hoy. Que puede leerse desde los medios de producción con los que debe lidiar el teatro independiente, desde la elección del espacio de la representación, o bien, desde las estéticas actorales y ciertos textos elegidos. En todo ello puede aparecer.
Conclusión: dimos vuelta el panqueque para reflexionar respecto de qué le estamos pidiendo al teatro. Tal vez sea tiempo de que la respuesta devenga en más preguntas y, sobre todo, en corrernos hacia un costado y preguntarnos a nosotros mismos acerca de los parámetros con los que estamos mirando. Abrir el panorama de lo político no es preguntar directamente sobre lo político, sino sobre qué otras cosas nos están resonando a política.
Sin embargo, algo seguía dando vueltas. “Éste es un recorte”, pensamos. Probablemente la cuestión funcione así en los once casos encuestados y en algunos otros más. Está claro, es casi una verdad de Perogrullo: si uno tiene visión del mundo, percepción sensible, ésta aparecerá inevitablemente. No debería ser ésa una preocupación, sino, más bien, algo de lo que hay que olvidarse, porque, de todas maneras aflorará, y si el artista antepone los temas a la formas, probablemente construya obviedades insoportables. Siguiendo este razonamiento – y lo seguimos porque estamos de acuerdo–, si uno tiene visión de mundo, o más bien, si es consciente de esa visión, ésta se hará presente en su obra.
¿Pero qué pasa cuando no hay reflexión crítica sobre el mundo, cuando se aceptan sus reglas? Nos preguntamos, entonces, cuánta gente que hace teatro hoy en Buenos Aires piensa lo político como lo explica Guillermo Cacace: “un estado de percepción, que insatisfecho con lo que percibe tiende a producir alguna transformación. Un estado de percepción que allí arriesga, no importa si lo logra o no”. ¿Cuánta gente tiene aquel estado de percepción insatisfecho y cuánta, en cambio, hace teatro por razones que nada tienen que ver con mirar y desnaturalizar, con enfocar, recortar y posarse allí donde la mirada automatizada no se posa? ¡Pero vamos! ¿Acaso es fácil en este país pensar y sentir fuera de lo que se construye como realidad? ¡Mucho más si uno ha crecido en los 90! ¿El teatro puede sustraerse a esta situación?, ¿acaso está habitado por gente especial que no vive en este país? Es probable que muchas de las personas que hacen teatro hoy no se dediquen al arte más que como un modo de ser alguien, de salir del anonimato, o por alguna otra razón que desconocemos. ¿Y qué decir de eso? ¿Acaso es condenable? Se trata, sencillamente, de lo que somos en este momento de la historia. El problema es que del arte uno espera siempre esa mirada estremecedora que haga temblar las certezas. Y en el amplísimo mundo teatral de Buenos Aires, sólo algunos pocos generan una mirada extrañada, desautomatizada, una mirada que nos despabila.

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