Por Federico Irazábal y Ana Durán
Público. Platea. Espectador. Lector. Intérprete. Y vaya uno a saber cuántos nombres más ha recibido a lo largo de la historia de nuestra cultura este sujeto a veces presente y otras ausente del sistema de producción artístico. Encima, aquellos que nos dedicamos al teatro debemos cargar sobre nuestras espaldas con esa verdad de perogrullo que sostiene que sin platea no hay teatro, que teatro es el encuentro de un uno con un otro, que con un único actor y un espectador se constituye el teatro. Hemos llegado incluso a la despolitización extrema del teatro al naturalizar el encuentro y volverlo un objeto único y ahistórico.
En este número de Funámbulos sentimos la necesidad, tal vez por primera vez en nuestra historia, de pensar qué es lo que está pasando por ese lado del teatro. ¿Qué piensan los creadores sobre su relación con el público? ¿Crean pensando en que cierto día habrá algún sujeto allí ubicado para mirar desde un determinado punto aquel objeto que está produciendo? ¿Se tiene en cuenta el gusto y los modos de leer? ¿O se ignora todo eso y se hace lo que cada uno quiere construyendo idealmente un lector que sin necesidad de que exista concretamente se convierte, en tanto imagen espectral, en alter ego de ese creador que lo constituye.
Tenemos la sensación de que cuando todo esto empezó, allá por los años noventa, éramos un grupito minúsculo, que gozábamos de aquellos productos que por algunos extraños motivos nos convocaban a nosotros, pero sólo a nosotros. Un grupo de amigos que, sin sabernos siquiera los nombres, nos encontramos en los sombríos teatros de entonces sabiendo que íbamos a encontrarnos para permanecer, silenciosos y sigilosos, frente a un mismo objeto: la escena. Ahora el grupo parece haberse expandido y ya no nos reconocemos. Ir a un teatro independiente hoy depara la sorpresa de conocer siempre nueva gente. Ya no somos los mismos, ya no somos los de entonces. ¿Qué fue lo que ocurrió en el medio? Muchas podrían ser las respuestas. El teatro independiente supo convertirse en un fenómeno cultural que debe ser consumido por una cultura con tamaña tendencia al snobismo. O, mejor aún, esos experimentos noventistas dejaron de ser experimentos y se estabilizaron en un sistema con manual de lectura ya introspectado por la platea. Un crítico optimista podría llegar a afirmar, incluso, que aquella escena triunfó porque creó un público. Un pesimista a ultranza diría que la escena se acomodó al mercado ofreciendo un producto concreto para un consumidor también concreto.
Preferimos no ubicarnos ni en un lado ni en el otro. Preferimos tratar de entender qué lugar ocupa el lector en el teatro porteño, hasta qué punto es objeto de reflexión o simplemente objeto negado. Queremos salirnos de la naturalización imperante que desproblematiza el tema. No es cierto que no exista teatro sin al menos un cuerpo que lo mire. O si lo es, es poco interesante como tema de reflexión. Tampoco es cierto que la relación entre la escena y la platea pueda ser analizada como un espacio real, tangible y permanente. No es un espacio dado, un existente per se. Y ojalá que este número pueda ser un primer paso para comenzar a analizar esta relación que nunca es estable, que va cambiando con el correr de los años, y que no puede ni debe ser analizada de manera estática. Intentamos en estas páginas no pararnos ni en la escena mirando la platea, ni en la platea determinando la escena. Nos paramos en el “entre”, en ese punto siempre dinámico, siempre en fuga, para tratar de entender dónde hoy, y sólo por hoy, se produce ese encuentro y cuáles son las características que lo rigen y lo gobiernan en tanto tal.
domingo, 4 de abril de 2010
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