domingo, 4 de abril de 2010

Reconocer al otro

Diálogo con Guillermo Calderón

Por Federico Irazábal

La imagen de la que podría partir es la de un teatro que ha detenido su marcha. Si se me acepta la metáfora tan pedestre, podríamos pensar si ese detenerse se debe al hecho de que hemos llegado a la estación de destino, o si simplemente la detención es porque encontramos algo que nos interesó, sin siquiera habernos preguntado dónde estamos, qué estamos haciendo aquí. El teatro porteño supo ser dinámico. Desde la recuperación de la democracia (claro que podríamos también ir hacia atrás si quisiéramos) la ciudad de Buenos Aires tuvo un fervor cultural que se vio particularmente vitalizado en lo que hace a la estética teatral. Desde los ochenta, en el Parakultural, el Centro Cultural R. Rojas y Cemento, hasta llegar al surgimiento de Babilonia, El callejón de los deseos y tantos otro reductos, distintos creadores, de diferentes generaciones, fueron dando testimonio de su discurso.
Todo ese fervor fue parte del teatro hasta no hace demasiado tiempo. Un ritmo frenético nos envolvió para dejarnos mirando hacia cualquier lado porque desde la escena solía venir un vendaval. La dramaturgia estaba desenfrenada. Autores extranjeros irrumpían en nuestra escena con fuerza y no sólo alteraban su propuesta particular, sino que inmediatamente surgía un diálogo que lo alteraba todo. Y no lo hacía porque lo que producíamos en aquel entonces era mejor que lo que producimos ahora. Diría que más bien era todo lo contrario. Lo alteraba porque estábamos en condiciones de dejarnos alterar. Aferrados más a un proceso de incertidumbres que a un cúmulo de batalladoras verdades.
Y a juzgar por lo que ocurre hoy, algo nos ha amansado. En términos sociales y en términos estéticos. Algo más cercano al conservadurismo de lo contrahegemónico convertido en hegemónico. Una estética de ruptura sólo es rupturista mientras el contexto general se revela a la ruptura. El problema es que cuando la ruptura se convierte en mercancía, caímos en el peor de los mundos. Pero a Europa no le importa. Sigue comprando nuestros productos. Y nosotros seguimos produciendo para ratificar la imagen que ellos tienen sobre Latinoamérica, que es, aunque nos pese, lo que somos.
Argentina desde siempre soñó con estar en la cima del sur del mundo, y lo habremos estado, o no, poco importa, pero lo que sí es cierto es que nos cuesta sostener esa mentira aunque todavía no estamos en condiciones de medir cabalmente las consecuencias. Es por todo esto que me resultó de absoluta relevancia que a la última y más reciente edición del Festival Internacional de Buenos Aires viniera un creador de nuestras latitudes. De un país del que supimos mofarnos. De un país del que no somos precisamente amigos. Chile. País ninguneado por un colonialismo chatarra que pretendimos ejercer y que, casi sin darnos cuenta, ha llegado a su fin. Por eso, decía, me resultó más que significativa la visita de Guillermo Calderón con su archiviajada Neva, con Clase y con Diciembre. Una especie de trilogía sobre la realidad chilena con una mirada aguda sobre los conflictos ideológicos imperantes en el duelo intergeneracional, debate aún pendiente de este lado de la cordillera.

Conversamos con Calderon, con el interés de entender cómo es el circuito de producción en Chile, y obviamente, dado el perfil de este nuevo número de Funámbulos, cómo él se vinculaba con el público, qué tipo de políticas establecía con relación al espectador, teniendo en cuenta fundamentalmente que su teatro es profundamente político en un contexto en el que, se dice, los jóvenes no participan en política.
Si bien tiene 38 años, se siente parte de la generación que integran Manuela Infante, Alexis Moreno y Luis Barrales, todos directores y autores de las obras que montan. “Tal vez la diferencia más importante con ellos sea que, como yo soy más grande, tengo una relación con la dictadura de Pinochet más cercana puesto que tengo recuerdos muy vivenciales. Ellos al ser más chicos tienen un impacto más distanciado, desde el cuerpo al menos”.
Diferentes creadores, de diferentes edades, por motivos imposibles de desentrañar en este artículo, están desarrollando una mirada crítica sobre el conflicto generacional. El objetivo parece ser tratar de entender cómo ha sido el derrotero que les ha tocado vivir, quiénes han sido sus abuelos, quiénes sus padres y qué está ocurriendo con sus hermanos. Para resumir nuestra mirada sobre el tema, podríamos decir que pareciera que estos artistas están viendo que el problema ya no son los otros, la derecha (que son un problema, claro está), sino que el problema es qué ha pasado con ellos mismos. La mirada acecha a la izquierda, al progresismo, a los intelectuales, a aquellos que supieron producir un discurso por demás interesante, pero que, finalmente y una vez que llegaron a los lugares de poder, se comportan con igual crueldad que sus antiguos enemigos, o son, directamente, cínicos.
Desde este lugar, Clase es por demás reveladora, porque es la representación de una generación, la de Calderón, que dice haber fracasado. “Este profesor explícitamente es mi alter ego, y él -no yo- mira a los jóvenes reclamando al gobierno nacional por una mejora educativa. Pero no puede dejar de sentir que ese reclamo es para conseguir herramientas mejores para insertarse en el sistema tal como está, y no para cambiarlo”. Esta crítica hacia los más jóvenes no exime a los más grandes. Porque en realidad el objetivo que persigue Calderón con esta trilogía, y con Diciembre puntualmente, es plasmar sobre la escena algo que aterra al chileno más progresista: el racismo cada vez es más fuerte en Chile y en otros países. Y esa amenaza ideológica, dice el autor y el director, ha llevado a los gobiernos a incrementar el presupuesto en ejército y en compra de armas. Para una guerra que ojalá nunca exista, pero que ahí está, como amenaza. “Por eso es que sentí que debía poner ese patrioterismo en escena, y cuando lo hice me encontré con que había muchísima gente que tenía ganas de escuchar eso, porque lo comparte, porque se aterra, porque necesita sentirse en comunidad frente a una amenaza que no es externa sino interna”.
Diciembre, obra que puede ser considerada perfectamente como una comedia irreverente, tiene como antecedente a Neva y a Clase. Y es precisamente en esas dos obras donde se encuentra la reflexión más interesante por parte de Calderón sobre la problemática generacional y sobre el cómo crear teniendo en cuenta al espectador, sin que ello implique una renuncia a la libertad creativa, ni una obstinación que acabe por perjudicar al producto.
Neva es sutil, Clase es directa. Neva se va a un pasado y a una geografía ajena, Clase se queda en el presente y en Chile. Neva apuesta a la metáfora, Clase a la declamación. ¿Por qué se produce este cambio? ¿Por qué un artista que hizo un culto a un tipo de discurso suave y contundente, áltamente emocional y profundamente inteligente, con una obra como Neva, de pronto da un giro abismal que lo lanza a poner en escena un discurso tan explícito? ¿Por qué renuncia a una metáfora y a un acerado discurso sobre el arte y el universo de las representaciones para dar pie a un texto que explicita los lineamientos políticos sin pensar en la mediación escénica?
La respuesta de Calderón a todos esos interrogantes fue más que esclarecedora. “Ocurrió con Neva que los jóvenes se conmocionaban, pero no por los motivos por los que yo pensaba que lo hacían. Ellos realizaban una lectura profundamente técnica e inteligente sobre los procedimientos con los que está construido, pero no podían pensarlo en tanto artefacto ideológico. Leían algo que está pero que es una parte de un todo. Desprender uno del otro es fracturar el discurso. Y claro que entiendo que tanto el dispositivo escénico como el trabajo de mis intérpretes puede ser muy intenso para el análisis, pero jamás desprendido de lo que Neva dice. Fue por ese motivo por el que hice Clase. Supe que si quería que los jóvenes pudieran leerme en clave política, necesitaba ser más explícito. Y si bien mis textos iban más hacia la sutileza, necesito llegar a esos jóvenes con los que quiero discutir. Por ello tuve que adecuarme también a su modo de lectura y ofrecerles un espectáculo que con idéntico rigor técnico, no pueda ser leído sino desde lo ideológico. Y con Clase pude establecer finalmente ese diálogo. Diciembre es, en ese sentido, el resultado de ese aprendizaje que fue el proceso con todo lo que me ocurrió como artista entre la creación de Neva y de Clase”.

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