domingo, 4 de abril de 2010

Papá querido

Por Ana Durán y Federico Irazábal

Cansados de escucharnos en el lugar de la queja, decidimos en este número apuntar casi todos los cañones a un mismo y único tema para atravesar los últimos meses de este año y obtener, como resultado, un dossier dedicado exclusivamente a aquello que nos está pasando y que, en charlas con otros, vemos que es una emoción compartida. La sensación de aburrimiento, el tedio, la percepción de que nada interesante está pasando fue el motor. Pero no el camino. Porque, en vez de seguir quejándonos, decidimos investigar los potenciales motivos por los que eso ocurre, para ver si nuestra percepción está vinculada a lo generacional (algunos pasamos largamente los 40 años y otros sentimos que nuestros ojos están así de saturados de ver teatro) o si realmente se corresponde con una práctica concreta.
Durante el número pasado coqueteamos con algo de eso cuando pusimos el acento en la ideología de producción que rige y vehiculiza al teatro, para ver qué había allí. Y en éste tratamos de pensar en conjunto con gran cantidad de artistas pertenecientes a diferentes generaciones: con aquellos que fueron alumnos y devinieron en maestros, con aquellos que están haciendo sus primeras armas en el universo pedagógico, con aquellos que todavía se asumen como alumnos, con maestros y discípulos. Y obtuvimos así algunas ideas que nos permitieron trabajar ciertos lineamientos.
En términos generales nos encontramos con un consenso más o menos difundido que consiste en pensar que “los” maestros son Ricardo Bartis, cuando se trata de actuación, Mauricio Kartun en la dramaturgia y Rubén Szuchmacher en lo que hace a la dirección. Por eso hablamos con ellos para que nos ayudaran a entender la cuestión con perspectiva histórica, para saber si esta lógica del “recambio generacional” es importante y cómo fue en otras épocas. Por eso el marco teórico con el que trabajamos fue la noción de “parricidio” y la muerte simbólica del padre como instancia constitutiva de la propia subjetividad, del propio deseo.
La sensación que tenemos es que en nuestra ciudad no se produjo la instancia de ruptura que debió producirse para pensar en la creación de un nuevo “espacio” (definido como sistemas de producción, temas, procedimientos y, por qué no, soportes ideológicos). Por algún motivo el teatro argentino que fue faro para el mundo del teatro latinoamericano, de pronto encuentra que un país como Chile donde se continúa con el rito del parricidio artístico, disputa su podio con otra teatralidad. Hoy nuestro vecino tiene como principales representantes a creadores nacidos en los años 70 y hasta 80: Guillermo Calderón, Manuela Infante, Alexis Moreno, entre otros, constituyen el Nuevo Teatro de los jóvenes chilenos. Y claro que lo son. Están viviendo a pleno su segunda o tercera década. No la cuarta ni la quinta. Pero es cierto, estos jóvenes pueden pelearse con sus padres para revisitar las estéticas de sus abuelos, a diferencia de nuestras últimas generaciones, cuyos padres forman parte de la generación perdida durante la última dictadura militar.

También quisimos continuar con algunas líneas esbozadas en el número pasado, que tuvieron sabor a poco porque necesitaban algún tipo de continuidad para poder profundizarlas, y no están desconectadas del tema principal de este número. La investigación acerca de cómo viven los estudiantes de las instituciones de educación pública que hay en la ciudad de Buenos Aires, es una continuidad de la nota de Karina Mauro que publicáramos en el número anterior (una adaptación periodística de parte de su tesis de doctorado). En este caso, el IUNA y la EAD (más conocida como EMAD) son dos de los objetos que miramos de cerca para conocer algo de sus currículas y modos de formación. El objetivo era ver qué es lo que hace el Estado en cuanto a la formación de nuestros actores, y cuáles son las tendencias de los jóvenes estudiantes frente a la educación pública y los cursos privados.
Pero claro, también se nos volvía imperante seguir preguntando sobre una modalidad productiva que se produce muy fuertemente en los años 90, como es la presencia de los distintos subsidios que han impactado y de manera muy fuerte sobre el sistema productivo versus la noción misma de “teatro independiente”. El número pasado preguntamos mucho y encontramos pocas respuestas, y en este pudimos saber cómo se organiza ese dinero paupérrimo pero imprescindible en relación con la multiplicidad de gastos que necesita una producción teatral.
Finalmente, decidimos pensar una línea de trabajo que habitualmente Funámbulos ignora: el circo de calle y plazas. No muchos saben que estos últimos años los artistas de circo locales fueron tentados con una doble vida: pasan la mitad del año en los circos de Europa y el resto en Argentina. El cerramiento de las plazas es, seguramente, uno de los puntos claves para ir pensando esta estética atacada por todos los flancos, ya que como sabemos la vía pública se ha transformado en “el espacio de la inseguridad”, al tiempo que la crisis económica y el desempleo fue multiplicando el trabajo informal. Hoy por hoy las plazas y calles dejaron de ser el espacio del artista callejero y se convirtieron en el lugar de venta y reventa de mercancías, gracias a las que sobreviven muchas familias.
Formación, producción, circulación, representación, son todos temas sobre los que este número da vueltas de manera no lineal, con el claro objetivo de pensarnos. Sin hacer una historia del teatro de los años 90, en buena medida estos temas están siendo pensados en relación con aquellos años y estos, comparativamente. O no. Todo depende de la mirada.

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