domingo, 4 de abril de 2010

Lo nuevo no es un valor en sí mismo

Entrevista con Elsa Drucaroff

Por Edith Scher

Elsa Durcaroff es novelista, ensayista, crítica literaria y docente. Es profesora de castellano, literatura y latín, publicó novelas, cuentos y ensayos. Investiga y dicta seminarios en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA), dicta “Periodismo Cultural II” en la Maestría en Periodismo de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Publicó las novelas La patria de las mujeres. Una historia de espías en la Salta de Güemes (1999), Conspiración contra Güemes. Una novela de bandidos, patriotas traidores (2002) y El infierno prometido. Una prostituta en tiempos de la Zwi Migdal (2006, de próxima aparición en Polonia), y el breve tomo de relatos de Leyenda erótica. Fragmentos en la editorial Eloísa Cartonera. Publicó los ensayos Mijail Bajtín. La guerra de las culturas (1996) y Arlt, profeta del miedo (1998). Dirigió La narración gana la partida, volumen XI, de la Historia Crítica de la Literatura Argentina, obra con dirección integral de Noé Jitrik. Trabaja en este momento en un ensayo sobre narrativa argentina de las generaciones de posdictadura. En septiembre aparecerá su nueva novela, La última investigación de Rodolfo Walsh.

Si hablamos de narrativa argentina de las últimas décadas, ¿cómo ves la última generación en relación a la anterior? ¿Aparecieron nuevos modos de mirar el mundo? ¿Hay continuidad? ¿Hay ruptura?
Primero habría que distinguir qué diferencias hay entre la generación de la militancia y las generaciones de posdictadura, para luego decir que no veo una ruptura fuerte entre primera y segunda generación de posdictadura. Pero la verdad es que no estoy muy preocupada por la originalidad. Creo que lo nuevo no es un valor en sí mismo. Un alumno mío, Sebastián Hernaiz, un crítico muy joven que escribe en “El interpretador”, plantea una idea muy interesante y es la siguiente: si uno piensa lo nuevo como valor de marketing, esto se convierte en una nueva mercancía que el circuito del capital necesita para vender, porque ya le vendió a todo el mundo la anterior. En cambio, uno puede pensar “nuevo” en el sentido de “aquello que se hace cargo de alguna significación que realmente es nueva en la sociedad, de algo que ha surgido y no estaba antes, algo de lo cual ese texto, ese nuevo lenguaje, ese procedimiento viene a dar cuenta”. Lo que yo veo es un corte muy fuerte entre lo que podría ser la literatura de la generación de la militancia y la de la generación de posdictadura. Y advierto una continuidad entre las dos generaciones de posdictadura. Cuando digo “militancia” no quiero decir que todos aquellos que la escribían fueran militantes. Y cuando digo “generación” no me refiero a que todos los que la integran hayan nacido en la misma época. Una generación no se define nunca por la edad, sino que se relaciona con una sensación colectiva de conciencia para sí, respecto de haber nacido y haber sido afectado por determinadas cosas y compartir cierto espíritu ideológico. Cuando digo “generación de la militancia” me refiero, entonces, por ejemplo, a Humberto Costantini, a los cuentos de Rodolfo Walsh que, aunque era un tipo más grande, escribía a la moda de esa época, o a los cuentos de Aníbal Ford e incluso a los de Ricardo Piglia, cuentos que son más intelectuales, pero que de todas formas tienen una seriedad constitutiva. En cambio hay un quiebre muy fuerte en la generación de posdictadura. En esa literatura la solemnidad se cae y derrumba. Hablo de aquellos que empezaron a publicar narrativa muy a finales de los ’80 y principios de los ’90. No de los textos que escribe alguna gente de la generación de la militancia después del ’83, muy preocupada por la aprobación de la academia, muy solemne y muy atravesada por el tabú del enfrentamiento que en ese momento atravesaba la sociedad argentina. Me refiero, en cambio, a lo que empieza a surgir a partir de los escritores de la Biblioteca del Sur, que tienen la suerte de publicar. Ahí se produce una ruptura muy interesante, una ruptura que pasa por perder absolutamente la solemnidad, por la conciencia de un vacío muy fuerte que se vive con dolor y con cinismo, pero no como una fiesta. Por ejemplo Historia argentina, de Fresan, un mal libro con un cuento maravilloso como El aprendiz de brujo, es un texto que fundó algo. Tiene todos los recursos jodones, cínicos y provocativos que podían tener un César Aira, pero hace con eso algo desgarrado. Es un libro que no hace otra cosa que hablar de los desparecidos, la historia argentina reciente y la derrota. La gran diferencia entre las generaciones de posdictadura y la de la militancia, es que las primeras reconocen la derrota. Cuando la izquierda sostenía que el país había llegado a la democracia como fruto de la lucha popular, estos pibes sabían que había un páramo y que nadie luchaba por nada.

¿Para llegar a eso es necesario el parricidio? ¿Cómo dialogaron con la generación anterior? ¿Qué pasó con la generación siguiente?
Creo que hay que tener una cierta conciencia de que uno está haciendo algo nuevo. No sé si la palabra tiene que ser tan trágica, pero sin una conciencia generacional para sí, no se puede hacer nada. Si vos tenés encima la bota de la estética buena y creés que lo tuyo no vale nada, ¿cómo lo vas a hacer?

Algunos de los teatristas más jóvenes sostienen que ellos sienten muy vigentes aún y vitales a sus “padres”, es decir a Daniel Veronese, Rafael Spregelburd, etc., y que por ende no es fácil discutir con ellos.
¿Y por qué deberían discutir? Es que ese teatro tiene que ver con el espíritu de las generaciones de posdictadura. Entiendo que los pibes que hacen teatro hace menos tiempo discutan a Gorostiza pero, ¿cómo van a discutir a Spregelburd si es el tipo que habla de la nada? Está completamente vigente. O sea: la discusión y el parricidio son necesarios pero no es un problema etario automático y mecánico. Eso es un error. Un artista tiene que poder enfrentarse a aquello que siente que ya no es lo que hay que decir. No puedo hablar específicamente de lo que pasa en el teatro, porque no lo sé, pero sí puedo decir lo que pasa entre primera y segunda generación de narradores de la posdictadura, aclarando que lo nuevo no es una etiqueta que valga en sí misma. Partiendo de ahí, yo diría qué hay de nuevo en las generaciones de posdictadura y qué hay de nuevo en la segunda respecto de la primera. Tengo algunas hipótesis. Son cosas muy pequeñas, algunas muy significativas: la generación de la militancia daba cuenta de una situación vital con un futuro por construir, las de posdictadura, en cambio, van percibiendo (y de la primera a la segunda es cada vez más fuerte) que no hay futuro, o que el futuro no es de ellos. Si algo queda claro en la Argentina es que la derrota de la generación revolucionaria del ’70 no fue sólo la derrota de una generación, sino de un proyecto de país. Lo nuevo es que ésta es una literatura que expresa eso. Por otra parte, esta literatura representa a los jóvenes. Todavía a comienzos de los ’90 la representación de éstos en el cine, e incluso en la literatura, era la de jóvenes que miraban como sus padres querían que mirasen. Las generaciones de posdictadura, en cambio, traen una representación de pibes con la que éstos se sienten identificados. Si toman drogas no es para encontrar una verdad trascendente, sino porque tiene un vacío en el alma que no toleran más y lo único que quieren es escaparse de cualquier verdad trascendente, anestesiar. La anestesia entonces, la apatía, la lucidez de saber y no poder hacer otra cosa que reírse socarronamente, porque no hay salida. Lo nuevo en los nuevos es la lucidez de entender la derrota.

¿Y las segunda generación?
Eso está en las dos generaciones. Hay pequeñas diferencias que no sé si son generacionales o de época. Me parece que después del 19 y 20 de 2001 apareció algo nuevo, pero no porque lo más jóvenes lo tengan y los más viejos no, sino porque pasó algo en la historia argentina, y tanto los de treinta y pico como los de cuarenta y pico lo percibieron. Se nota en narrativa. Se registra una tendencia (no quiere decir que todo el mundo se ponga a hacerlo) a que el relato otra vez se ponga en movimiento. Había una detención de la peripecia narrativa que estaba siendo muy hegemónica. O se contaban cosas muy detenidas, o cuando había peripecia ésta no tocaba situaciones de verosimilitud contemporánea. Al leer esos textos (con excepción de Las islas, de Carlos Gamerro), te quedaba la sensación de que no se podía volver verosímil y concebir que en una historia bien contemporánea pasara demasiado. Después de 2001 empiezan a aparecer obras donde suceden muchas cosas. Pero no sólo en la gente más joven, sino en toda la generación de posdictadura. Empieza a ser creíble que pase algo. Por otra parte, los narradores de la primera generación de posdictadura eran melancólicos y solitarios, sentían que lo que escribían no le importaba a nadie. No había espíritu ni conciencia de que eran una generación con algo para decir. No se leían entre ellos. La segunda generación ha descubierto la posibilidad de juntarse. Con mucho intercambio de gente y sin la actitud melancólica de “no puedo publicar”.
Otra cosa que se cayó después de 2001 es el tabú del enfrentamiento. La lucha de clases volvió a ser radicalmente representada. Por supuesto que no es la lucha de clases de los ’70, sino una en la que el lumpenaje y la barbarie son protagónicos. Pero eso es la lucha de clases hoy: que un chico de 12 años le clave una navaja a otro porque lo siente pertenecer a una clase social a la que él no puede acceder, para sacarle 20 pesos. Obviamente no es algo que a mí me parezca una salida política interesante, pero es lucha de clases, lucha de clases bárbara. Finalmente, existe una característica en ambas generaciones y es la culpa por estar vivos. Para cerrar: veo una continuidad entre una y la otra generación. La segunda generación tiene más fe en su lenguaje, se siente dueña de una verdad distinta para decir, pero profundiza muchos de los rasgos que aparecen en la primera.

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