domingo, 4 de abril de 2010

La imposibilidad

El héroe ausente

Por Diego Braude

Decido escribir un artículo sobre la falta de héroe y antihéroe en el teatro local de los últimos años como signo de una sociedad que se deconstruye y que genera individuos que giran en vacío permanentemente, aislados, acuartelados, y la realidad me devuelve la orden de “autoconfinamiento”. Ésta es LA semana de la Gripe A. En el supermercado, una chica estornudó y una mujer que se encontraba cerca corrió, literalmente, en sentido contrario con el rostro desfigurado por el miedo.
Empiezo por preguntar a otros qué piensan ellos qué es un héroe y qué un antihéroe. De las respuestas que obtuve, me quedo con fragmentos de algunas. La primera es de Z. R., actriz, dramaturga y bailarina. La segunda es de J. T., crítica e investigadora:

“HÉROE: El que gana. El que se equivoca, pero no importa. El que siempre está disponible. El guapo. El perfecto. El de doble personalidad: el tímido en la vida real y el luchador de las causas perdidas en la ‘otra’ vida. El que siempre lleva otra vestimenta debajo de la que se ve a primera vista, no puedo evitar pensar en héroe y que me venga a la cabeza... Superman.

ANTIHÉROE: Algo más real... El que, a veces puede ganar, pero casi siempre pierde. El que se equivoca, y la caga, pero acaba encontrando otra posible salida. El que se ‘topa’ con los problemas. El que se pone ‘objetos’ de héroe encima de su propia vestimenta. No puedo evitar pensar en antihéroe y que se me venga a la cabeza... Erdosain”.

“Creo que si tuviéramos que definir los héroes habría que empezar por entender que son el reflejo o la conjunción ideal del imaginario del pueblo. Por otro lado, tenés el heroísmo en su versión colectiva, como lo quisieron los rusos en su momento; o los héroes individuales que se sienten obligados a salvar a su país (sí alguien dijo Estados Unidos). Otra distinción, que tenés que tener en cuenta, es si los héroes son trágicos o modernos, si las desgracias que padecen surgen de la ira de los dioses o si adquieren responsabilidad frente a aquélla (Edipo vs Orestes). [...] El héroe, según mi parecer, es un Narciso que hace todo lo posible por ahogarse en su propia agua, agua que posee. No logra verse de lejos e incluye en su mirada al resto del mundo, sin saber que es su mirada y no la del resto del mundo. El antihéroe es el tipo que intenta una y otra vez ser héroe pero no puede por falta de quórum, entonces se resiente contra el mundo, por lo que le quedan dos caminos: ser un desgraciado o ser un hijo de puta. El antihéroe también es un Narciso, pero caricaturizado, intenta ahogarse pero en dos centímetros cúbicos”.
Creo que toda forma de expresión existe dentro de un contexto. No es, quizá, tanto la obra que resalta, la que logra mayor reconocimiento (sea de la forma que ello ocurra), la que refleja mejor esta relación, sino al contrario: es la repetición la que tiende a ser su más potente expresión.
La década menemista propuso una negativización de la historia como construcción social en favor de un retraimiento extremo sobre lo privado, de lo cual las privatizaciones fueron, quizá, la expresión de una forma de percibir y vivir las responsabilidades y derechos individuales con respecto a los demás y a lo colectivo (escribo esto y recuerdo que comienzo el artículo haciendo mención al término “autoconfinamiento”).
Desde 2003, se reinician los juicios a los militares, anulando en el camino el indulto menemista y las leyes de Punto Final y Obediencia Debida de la década del 80. Hay un retorno de la memoria (al menos de un aspecto de ella sobre un tópico que en los 90 habíase querido borrar en favor de una “reconciliación nacional”).
Sin embargo, se produce una nueva fragmentación. Se multiplica la intolerancia (aunque, si nos remitimos a Pasolini, “tolerancia” es, apenas, la “intolerancia” esperando a la vuelta de la esquina). Comienzan a reaparecer términos como “unitarios”, “federales”, “gorilas”, “golpistas”, “terroristas”, “zurdaje”, entre otros tantos. Cada uno de esos términos apela, conceptualmente, a una interpretación cristalizada de los diferentes mitos que conforman la historia argentina.
El pasado como sueño o pesadilla, donde habita el Monstruo. Paradoja, si nos guiamos por nuestra manera de representarnos, donde el presente es una eterna espera del retorno de un pasado dorado –que para algún otro es el fruto de su temor–, o de un futuro donde “nos salvamos”, donde la salvación milagrosa es individual, a lo sumo grupal, pero no colectiva . Con lo cual, el presente mismo es un lugar de ceguera e inacción.
En 2004, Rubén Szchumacher y un grupo de actores pusieron en escena en ElKafka El Siglo de Oro del Peronismo. La obra combinaba una representación de tipo arqueológica de una obra de Calderón de la Barca en una sala, mientras, en otra contigua, el mismo elenco interpretaba el detrás de bambalinas, que atravesaba tres períodos históricos: el antes de la Revolución Libertadora, el durante y el después. Intrigas, egoísmos, chicanas y traiciones baratas, ambiciones berretas y el deseo de pertenecer a los “ganadores” de turno. Un personaje más, una asistente, hacía su aparición de ese otro lado, y de quien el elenco ficticio se abusaba hasta que, finalmente, el personaje fallecía. En ese momento, en la otra sala finalizaba la obra de Calderón, con lo cual muerte y aplausos coincidían. La síntesis de El Siglo… era negativa. No había nada que uniera de forma duradera.
Tomo obras no con la intención de ubicarlas en un lugar especial, sino porque me sirven de boyas que, a mi entender, condensan formas, caminos.
Poco tiempo después de El Siglo de Oro..., Ricardo Bartís puso en escena De mal en peor (2005-2007), en la que una familia buscaba salvarse de la inmensa cantidad de deudas contraídas con unos títulos que traerían la solución a todos los problemas. Casualmente, antes de eso y en simultáneo con Siglo de Oro, Rafael Spregelburd había montado, durante el remanente de la época del “corralito”, El Pánico (2003-2004), donde una familia buscaba desesperadamente encontrar la llave de una caja fuerte con, oh casualidad, la solución a todos los problemas (este tipo de conflicto habría de retornar en obras posteriores también)...
En la obra de Bartís, no había inocencia posible. Cada personaje trabajaba como una suerte de tema de una música que los englobaba. Todos fallidos, preferían pensarse seres iluminados en desgracia por avatares ajenos a su responsabilidad: las deudas contraídas son siempre culpa del otro y siempre hay alguno que clama poseer la respuesta final a las penurias. Si no eran los títulos míticos, el extremo era la “venta” de la hija al acreedor. Y, si no, el recurso era una felicidad-escape (uno de los personajes era medicado con un “psicolíptico”, generador de estados de euforia).
Familias disfuncionales tenemos desde Florencio Sánchez, con lo cual su presencia no es novedosa. El Siglo de Oro... intentaba preguntarse sobre su estructura, tomando al elenco como “familia”. De mal en peor la muestra como algo dado que se recicla, una suerte de esencia dañina que se representa a través de la risa. Predomina lo coral; todos los personajes son parte de lo mismo.
Fetiche (originalmente, parte de Biodrama), de José María Muscari, que estuvo en cartel durante 2007 y 2008, se planteaba explícitamente como posmoderna. Su protagonista, Cristina Musumeci, fisicoculturista, estaba ausente. Múltiples actrices (incluida Hilda Bernard con sus entonces 86 años) de diversas edades la interpretaban, desdoblándola en una cronología que se mezclaba con la biografía de las propias actrices.
La construcción de esa protagonista dibujaba una suerte de figura heroica y antiheroica a un tiempo: sigue un camino, se juega por él, al tiempo que se acepta contradictoria, “imperfecta”. No obstante, la obra de Muscari, al tiempo que la homenajeaba, se volvía un culto a la personalidad al construirla como espectáculo.

Del Otro Lado del Mar (2005-2007), del Grupo Teatro Libre, dirigida por Omar Pacheco, planteaba, en cambio, una versión más cercana a la del héroe moderno. El protagonista iniciaba la obra contando, desde un texto poético en off, que veía a una fila de hombres que caminaban encadenados los unos a los otros. Su elección consistía en no ser parte de ese grupo, en jugarse la vida por ello, porque eso es lo que implica. Este elegir este camino, en lugar de condensar los mejores aspectos de una sociedad, era un “a pesar de” la sociedad misma. De hecho, el protagonista resistía una y otra vez, estoicamente, la seducción de la “liberación” de ser uno más, de renunciar. Porque claudicar es liberador, pero lo es en tanto el individuo se descarga de la responsabilidad de sus acciones. La libertad del héroe de Del Otro Lado del Mar, en cambio, era aceptar la carga de ser, incluso si al final del camino no lo esperaba una victoria luminosa; ésta, en realidad, estaba en el propio hecho de transformarse.
En Fetiche y en Del Otro Lado... aparece el héroe, pero sobresale la soledad de la no inclusión... Termina mostrándose más inclusiva la dinámica de la familia de De mal en peor.

En Un Impostor (2007), de Guillermo Cacace, los personajes eran explícitamente parte de un círculo vicioso. En esta versión de Tartufo, de Moliere, recurriendo a una mezcla kitsch de estéticas, la obra daba un giro: al caer la máscara, todos aceptaban venerar gustosamente aquello que deseaban y se les ofrecía: el festejo del ego. No había doncellas inmaculadas defendiendo su inocencia, sino el goce de ser penetradas por aquel que sólo se preocupa por sí mismo. No había maridos cornudos, sino ciegos que lo son porque eligen, cínicamente, no ver. Era, quizás, una cara menos amable de la misma familia que en De mal en peor.
Lo mismo ocurría, de alguna manera, en Pornodrama II (2008), de Alejandro Casavalle, donde las relaciones sexuales entre los personajes quedaban deserotizadas, con los cuerpos utilizados como mera moneda de cambio y cualquier lazo emocional real roto o prohibido. El único deseo motor era la obtención de un bien o la supervivencia caníbal.
En estos ejemplos, la coralidad se enrarece aun más. No hay aspectos positivos, no hay superación de ningún tipo y los personajes van perdiendo rasgos de humanidad. ¿A qué aspiran? ¿Qué es lo que anhelan, además de servir a sus propios intereses?
En Lote 77 (2008-todavía en cartel), de Marcelo Mininno, tres personajes se dedican, esencialmente, a deconstruir la construcción de una idea de masculinidad, de una forma de ser. Al final de la representación, la construcción queda en evidencia como máscara inútil, que sostiene algo insostenible, rígido, falso y dañino, con lo que la cuestión pasa a ser: bueno, ¿y ahora qué hacemos?
Se desmiembra, se descuartiza la estructura que cotidianamente se piensa natural. Sin embargo, en el final, no queda otra cosa que un reinicio del mismo proceso...
Los personajes de la cartelera porteña se mueven, en una gran cantidad de casos, en un mundo que se muestra como cerrado (en diferentes niveles). El final de las obras tiende a no elaborar, a dejar la sensación de que lo que se ha visto habrá de volver a repetirse. Es parte del universo de sentido de las obras, y también en la multiplicación de lo que se representa y cómo se lo representa. Los personajes “héroes”, cuando no se funden en una coralidad fagocitadora, se muestran aislados, y los “antihéroes” profundizan el desencanto heredado del grotesco y su sin salida. La reiteración de la presencia de la “familia” como reproducción en pequeño de un cuerpo colectivo mayor, su disfuncionalidad localizada, reflejo de la otra ampliada, donde la distribución histórica de roles está rota y no ha sido reemplazada por otra superadora (la historia misma como rota...). ¿Es necesario que haya héroes y antihéroes? Dejados atrás el héroe trágico y el moderno, ¿qué sigue? ¿Debemos probar construir nuevos?
En Reflejos (2009), de Matías Feldman, todo esto que planteo se me vuelve presente, toma cuerpo. Personajes enroscados en la estructura de una corporación, donde la ambición se apoya en buscar un crecimiento que sólo vale por sí mismo. El área clave es Ventas... Nadie discute ni duda de para qué, a quién... Asegurar el mantenimiento y el funcionamiento de un engranaje que no tiene otro fin que el de su propia reproducción, no importa qué, y hasta sus vidas se ven atravesadas por esta dinámica. ¿Qué es éxito? ¿Qué es fracaso? ¿Qué es justicia? ¿Qué es amor?¿Quién simboliza cada concepto? La idea del héroe suele estar asociada al hecho extraordinario y superador de la individualidad en beneficio de los demás (incluso a expensas de uno mismo, si es necesario), pero en Reflejos no hay posibilidad de atravesar la propia armadura. El elemento trágico aparece en tanto los acontecimientos se disparan ante el fracaso total de la comunicación entre los personajes y la duda permanente frente a las intenciones del otro. De la idea del antihéroe, sólo queda el fracaso, del cual, siguiendo un poco la línea de la cita de J. T. del inicio, el antihéroe extrae como conclusión que es un hijo de puta. El villano queda igualado al héroe, anulándose. La moral heredada carece de valor práctico, pura cáscara. No hay acciones carentes de egoísmo y se vive al borde del sinsentido, el que aparece evidente, a flor de piel, si sólo nos detenemos a mirar alrededor nuestro y a nosotros mismos. Y es a partir de todo esto que los personajes operan y deciden. Cuando todo llega a un punto en que da igual, ¿cómo seguir? (de hecho, ¿qué significa seguir?), ¿cómo quebrar? Terrible soledad la de pensar al mundo como irreparable. Terrible soledad la de sentir que no queda otra que cagar al otro antes de que te caguen a vos... No hay dónde ir... Quizá, pienso, sea por eso que buscamos la risa (¿para descansar?, ¿para quitar peso?, ¿para quitar carga?, ¿para perder el miedo?), en Reflejos, pero también fuera de ella.
Por eso, como mi bajada de línea personal, elijo cerrar esta nota con Open House (2003-2008), de Daniel Veronese. En las primeras versiones, los personajes explicitaban desde el inicio que estarían representándose hasta que no quedara nadie en el escenario. La obra decidía no reemplazar a aquellos actores que decidieran seguir otros rumbos, teniendo que adaptarse para poder continuar. En esos primeros ciclos, los protagonistas eran personajes varados en su momento de pérdida, regodeándose en su dolor. Casualmente, el año pasado, la obra se transformó; con su elenco ya a la mitad y acercándose hacia su final real, la obra dejó de “emparcharse” para asumir su pérdida, su muerte cercana, como una manera de poder seguir adelante. Los personajes, coralmente también, soltaron su dolor para poder verse, contarse, aceptarse, finalmente, fallidos sin que eso los mostrara como fracasados (pareciera, pienso ahora, que todo lo mencionado gira, de una u otra manera, alrededor de la percepción de un fracaso enorme que nos tiñe a todos)... Quizá, como ejemplo de mis respuestas y de mis preguntas irresueltas, esté esa función de 2008 sobre la que escribí en su momento, donde una mujer, habilitada por la obra misma, contó que su marido de más de 30 años había fallecido la semana anterior y que había venido porque le habían dicho que Open House era una obra sobre “cómo seguir adelante”. Esa mujer, que ese día se volvió actriz y personaje de esa obra a la que había asistido como espectadora, terminó aplaudiendo de pie con lágrimas en los ojos... y no creo que Bertolt Brecht se retorciera en su tumba...

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