domingo, 4 de abril de 2010

Huele a parricidio

Confesiones del maestro

Entrevista con Ricardo Bartis, por Natalia Laube

La nueva generación coincide: todos te citan a vos, a Szuchmacher y a Veronese como sus padres artísticos. ¿Sentís que se quedaron muy pegados a ustedes o que están encontrando un camino propio?
No, no creo de que se hayan quedado pegados, al contrario: tengo la sensación de que eso pasaba más hace veinte o treinta años. Las relaciones se han vuelto mucho más golondrina, con todo lo malo y lo bueno que eso tiene. Y además está todo muy hibridizado: la gente toma referencias de un lugar, después de otro y al final hace un pastiche. Las obras de hoy en día son eso. Y bastante tontas, por cierto: la ciudad está cada vez más violenta, en cambio los espectáculos vienen cada vez más ingenuos. Permanentemente se toman referencias de la cultura familiar como único lugar posible de exploración -como si hubiéramos retrocedido cuarenta o sesenta años-. Quizá los personajes consumen cocaína, quizá alguno se pincha, pero básicamente les pasa lo mismo. Es un teatro tranquilizante, al que la gente va, y quizá sale diciendo ‘pobre, mirá lo que le pasa a ese personaje’, quizá se ríe. No mucho más. Un teatro decadente. De todas maneras, y volviendo a los jóvenes: yo veo que sí hacen cosas. No es que piense que son maravillosas, pero algunas están buenas. Muchas tienen que ver con relatos ingenuos y simples, pero son procedimientos para producir actuación y poéticas de lenguaje. Lo que se le opone es un teatro conservador, representativo, limitante, que subordina la lógica del sentido a toda la escena. Ese es un teatro que a mí me puede atraer un rato, pero no me va a conmover ni me va a hacer pensar en mi trabajo: todo lo contrario.

Entonces, comienza a haber parricidio en las nuevas generaciones…
Claro, acá hay mucho de eso: yo he sido un punching-ball de mucha gente. Algunos me mataron con derecho y muchos otros, porque sí. Mucha gente te emboca porque parece que hay que proponer pelea para ocupar un lugar. Tenemos muy incorporado eso: avanzo en la medida en que anulo al otro. Ocurre en la política, en todos los ámbitos. Y en una actividad tan poco rentable, con tan poco espacio y con tan poco nivel de legitimización como el teatro, darle a los padres es una manera de aparecer. No los culpo: yo me he peleado con los maestros de mi generación y eso me fue útil para poder pensarme. Pero uno tiene que saber diferenciar, también: yo siento que Alezzo es una persona que le ha hecho muy bien al teatro, pese a que considero que no tengo nada que ver con él y a que estoy en contra de su lenguaje. Y tampoco tengo nada que ver con el teatro de Pavlovsky, pero sí siento que es alguien de quien se puede aprender y aprendo de él cuando lo veo actuar.

Quizá se trate de un parricidio de la boca para afuera, entonces. Porque la sensación de muchos es que hoy las obras parecen fotocopias…
Claro, la gente no hace un parricidio en el sentido de generar nuevos lenguajes, pero sí hay una tendencia a desprenderse muy rápidamente a cualquier reconocimiento que tenga que ver con otro. En el sentido de reconocer al otro, de poder decir ‘esto lo aprendí con Pavlovsky, esto lo aprendí de ver actuar a Inda Ledesma, a Federico Luppi, o a Ulises Dumont’. Nadie hace eso. La gente necesita decir todo el tiempo “yo no tengo nada que ver”. Sobre todo en el off, en donde cada uno se quiere recortar por lo propio. Y como está hipervalorizada la hipótesis de la originalidad, por más que yo plagie y haga bastante parecido -pero mal- algo que, se nota, es parecido a un modelo, no hablo del modelo que me inspiró: prefiero ser original.

¿Con qué cosas deberían romper las nuevas generaciones para empezar a generar, entonces, mirada propia?
No creo que haya que romper con nada para que vuelvan a suceder cosas: tardará más o menos, pero va a pasar porque la gente quiere actuar. Y la voluntad de actuación va a generar lenguaje. Porque la actuación, si es sensible y poética, no quiere componer, no quiere hacer personajes psicológicamente reconocibles: quiere excederse, tiene ansia de exceso. La actuación se ríe de todas estas disquisiciones tan intelectuales. Se ríe, porque es más atorranta. Y va a generar nuevos espacios, nuevas agrupaciones, nuevas formas de agruparse. Pero se debe recuperar cierto apasionamiento y el espíritu amateur, el juntarse por necesidad; ser lo suficientemente resentido como para decir “juntémonos nosotros, que somos los del grupito del fondo, y hagamos lo nuestro”. Para no repetir lo que pasó en los ’90: nos la creímos mucho. Creímos que jugábamos muy bien y que la escena de Buenos Aires era una cosa antológica y que habíamos descubierto procedimientos que habíamos instalado una novedad, y que esa novedad hacía que todos los festivales del mundo vinieran a buscar y ver qué pasaba acá. Eso nos hizo mal. Nos hizo mal tanto festival, tanta expectativa, porque todo el mundo empezó a organizar sus carpetas, empezó a pensar en la prensa y todo el mundo empezó a decir más de lo que hacía. En la medida en que sigamos así, el teatro se va a configurar cada vez más como una especie de pasatiempo cultural, de entretenimiento culto. Hoy es muy poco probable ver espectáculos que te produzcan una conmoción religiosa, en el sentido de gran creencia que amplíe la cabeza, el corazón, el sexo. Es eso, sí: veo cada vez menos espectáculos que calienten.

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