Por Mauricio Kartun
El teatro como elemento, como gran entidad –se sabe–, se construye por rachas. Épocas en las que aparecen novedades estéticas sorprendentes y otras a continuación pre-destinadas a agotar el modelo, a ponerlo en crisis. La llegada de lo nuevo es sólo cuestión de paciencia. Como esperar el subte digamos: si no te agarra una huelga inoportuna sólo se trata de pararse en el andén leyendo cartelitos.
La alternancia de ciclos es tan precisa que sin la ingenua impaciencia adolescente de pretender el movimiento continuo sería injusto darle a alguna de estas instancias verdadera supremacía sobre la otra. En una nace, en otra se desarrolla. El teatro es proceso y no resultado. Dice una paradoja que me gusta: La gallina es una estrategia del huevo para reproducirse. El valle de la ola es el único sitio desde el que puede alzarse la cresta, vamos. Si no aparecen demasiadas novedades en la cartelera porteña en los últimos tiempos es muy posible que los modelos reiterados sigan vigentes y que el público aun los acompañe (digamos la verdad aunque lastime: el público suele acompañar más a los modelos tópicos que a los utópicos). No sería demasiado grave entonces esta época de nuestra producción teatral, un cacho abombada es cierto, si la pensamos como humeante incubadora. Pero, claro, sería de un conformismo algo patético no usar la circunstancia para reflexionar al menos en lo que se pueda sobre algunas instancias de la calma chicha (aun sabiendo que por más que soplemos es medio difícil inventar el viento).
Me invita Funámbulos, revista amiga, a reflexionar sobre el tema. No intentaré agotar aquí las razones ni mucho menos, pero sí hablaré de una cosa que me da vuelta en la cabeza desde hace un tiempo.
Creo que no hay forma de acceder a lo nuevo sino a través de lo viejo. La novedad que no es parida desde el conocimiento profundo de lo anterior no es novedad, es ignorancia. La creación que no procede suele ser apenas ocurrencia. Y la ocurrencia, ya lo dijo Picasso, es la colectividad más popular en el cementerio del arte.
No es ninguna novedad que un medio hace el teatro que sus artistas están capacitados para hacer. El soporte hace al discurso. Para entender cierta monotonía estética de estos tiempos no estaría de más dar una mirada, entre otras cosas, a algunas formas que asume hoy la formación teatral en todos sus campos.
Nunca hubo en esta ciudad semejante cantidad de estudiantes de teatro. La legión es desmesurada. El teatro parece estar de moda. Creo que uno de los quilombos visibles del asunto es que a buena parte de esa interminable colonia estudiantil no le interesa tanto formarse en teatro sino sólo aprender aquel teatro que se usa ahora. A diferencia de otras generaciones, cuya formación solía consolidarse alrededor de modelos más clásicos y de eficacia probada en esta ímproba tarea de enfrentar la complejidad de un montaje; hoy buena parte de esos artistas en progreso busca en su impaciencia incorporar exclusivamente los elementos que le permitan hacer aquello que se lleva. Creo que pocas cosas suponen un gasto de energía mayor y más inútil: cuando tras largo tiempo y esfuerzo alguien consigue dominar con destreza esos procedimientos, cagaste, la moda ya es otra. Lejos.
Lo comentaba hace un par de años con Daniel Veronese. Él, un referente de la renovación formal de nuestro teatro, a la hora de armar equipo para intentar sus singulares versiones de Chejov no conseguía encontrar en el propio campo de la renovación formal a los actores preparados para sostener esos textos con el rigor necesario. Requería finalmente de artistas educados en la escuela más tradicional. Estoy convencido: para atacar a las formas primero hay que dominarlas. Si un artista domina exclusivamente la estética de moda está condenado a repetirla. A hacer clones. Y cualquier creador que trabaje sobre las posibilidades expresivas de ese actor, por ejemplo, quedará atrapado además entre sus límites y se verá condenado, a su vez, a confinarse en ellos. En cualquiera del resto de las disciplinas teatrales podríamos encontrar equivalente. No se trata, por supuesto, de negarles aquí su lugar a las formas singulares, Dios me libre y guarde, sino de entenderlas como lo que son: no género sino especie, una especialización. Algo que llega como con-secuencia. Sin esa secuencia anterior no hay soporte. Apoyás el cigarrillo en el humo.
El teatro que se usa ahora no es una mera ocurrencia chicanera. Así lo llamaba un día, hace tiempo, una alumna de la EMAD reclamando su derecho a no atravesar formas clásicas. Me desviví tratando de mostrarle por qué camino de rigor en el conocimiento de esas formas clásicas llegaron, por ejemplo, Müller al Die Hamletmaschine, Picasso a Las muchachas de Avignon. No estoy seguro de haberla convencido: ella no quería llegar al Máquina Hamlet; ella quería simplemente hacer algo parecido.
La experiencia de 24 siglos de teatro está ahí para ser saqueada y luego pisotearla en la creación de lo nuevo. El acto parricida del nuevo creador es un acto mítico, eterno e imprescindible. Pero es inútil matar al chancho si no le usás la sangre para hacer morcilla. En el arte el robo es lícito mientras vaya acompañado de asesinato, suele decirse. Me gusta también pensarlo al revés: en el arte el asesinato es legal sólo si primero saqueás a la víctima. Tirar lo viejo por la ventana al pedo te condena a la vanidad idiota de pavonearte con la novedad de tu obra sin saber que eso mismo se hizo ya hace treinta años, sólo que vos no te habías enterado.
domingo, 4 de abril de 2010
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