domingo, 4 de abril de 2010

Cuesta salir de casa

Para entender el teatro de hoy

Por Ana Durán, Natalia Laube y Edith Scher

Cuando empezamos a pensar en los contenidos de esta nota, lo primero que apareció fue una experiencia personal. Alguien del equipo tiene un hijo en edad de emanciparse y, como signo de esta época, esa emancipación no es más que un deseo de sus padres. Como suele suceder en estos casos (mal de muchos, consuelo de tontos) lo primero es averiguar de forma casera cómo funciona esta situación en el “mercado” y luego se echa mano a cuanto artículo científico –o no– aparezca al respecto. “Las explicaciones van de las dificultades económicas actuales a no querer resignar la mayor de las comodidades. En el medio, hay que decirlo, tampoco faltan las resistencias inconcientes de los propios padres”, dice Clarín en una nota del 14 de junio de este año. ¿Cómo es esto que aun estando preparados para salir del núcleo familiar, los jóvenes no se quieren ir de sus casas? ¿Cómo es esto de aferrarse a un lugar seguro y cómodo? ¿Por qué los padres no se resisten? ¿Tendrá eso que ver con el paralelo estiramiento de la juventud de esos padres?, ¿será que mientras los chicos estén en casa (los no tan chicos), los padres pueden mentirse jóvenes?
En un acto por demás temerario, trasladamos esta experiencia vital al funcionamiento del teatro de nuestra ciudad, habida cuenta del desgano y las quejas que tanto artistas como críticos tienen frente a la cartelera, cada vez más vasta y menos atractiva. Porque, a fuerza de ser sinceros, si un muchachote en edad apropiada no se va de su casa, como máximo se perjudican él y sus padres, pero si ese fenómeno se extiende al teatro (al arte, en general), el que se perjudica es el público, ¿o no?

Salir a romper
Hasta que irrumpen las vanguardias, los procesos históricos artísticos se producen casi como la marea, que no se sabe cuánto arrastró y cuánto dejó en pie hasta que se retira. Hablando del manierismo, Arnold Hauser se refiere a los términos “disolución”, primero, cuando dentro del neoclasicismo se vacían los principios y preceptos artísticos, y “distanciamiento”, después, cuando se buscan nuevos horizontes estéticos. Cualquier movimiento hacia nuevas estéticas implica por lo menos el desgaste en la mirada del espectador, pero sobre todo en la mirada del artista que se cansa de repetirse a sí mismo y su inquietud lo lleva a convertirse en alquimista.
Con las vanguardias históricas, la ruptura implica una clara actitud parricida. No es que anteriormente no se haya matado a los padres, sólo que el arte no era visto desde esta perspectiva (no se pensaba al arte de esa manera). Pero a partir de ahora, el artista es también su gesto y no sólo su obra. El manifiesto es el arma que le permite dejar sentados sus principios, pero también qué está viejo, en desuso: la crítica al materialismo (no en términos marxistas, claro) y a la razón que hace André Breton en el primer manifiesto surrealista, es un ejemplo claro.
No se trata de que a partir de ese momento sólo tengan valor los movimientos de ruptura pero, y eso es lo que nos preguntamos, ¿qué hacemos con nuestra mirada de espectadores saturada de ver una y otra vez lo mismo?

Algunas preguntas
Para armar esta nota/investigación, tomamos varias iniciativas. Una fue encuestar a una importante cantidad de artistas; algunos tienen nota aparte porque son los considerados “maestros” de las jóvenes generaciones; también consultamos por fuera del teatro y por último, pero no menos importante, le pedimos a nuestro psicoanalista de cabecera que definiera parricidio. En esta maroma de estrategias, las preguntas se fueron sucediendo. ¿Matar al padre implica originalidad? Es decir, ¿lo que esperamos es ruptura o que aparezca una estética personal? ¿Para que esto suceda hay que salir de la órbita de nuestro maestro? ¿Por qué algunas estéticas se repiten veinte años después de creadas? ¿El mundo/país/sociedad no cambió? ¿El teatro no se deja atravesar por el mundo/sociedad/país o los alumnos no se atreven a buscar su propio lugar en el mundo del teatro? ¿Van a lo seguro o no se animan a matar a sus padres? ¿O sus padres no se dejan matar? ¿Qué lugar ocupan las condiciones de producción? En este sentido pensamos en que todos quieren estar en las mismas salas (Camarín de las musas, Teatro del Abasto, Portón de Sánchez, Ciudad Konex, etc.), tener los mismos agentes de prensa para estar en el mismo festival internacional, valorados por los mismos críticos y viajar a los mismos circuitos de festivales… entonces, ¿no habrá que hacer la misma obra?
Pero, por supuesto, sería difícil pensar en estas problemáticas sin ubicar a los creadores en relación a la época que atraviesan y que los atraviesa. Veamos: si es cierto que el mercado de hoy “apuesta a lo joven” (tal como opina Rubén Szuchmacher), podría comprenderse que la nueva generación de dramaturgos y directores no pueda esperar el surgimiento de un lenguaje más o menos propio o, incluso, una necesidad real de romper con los lenguajes de sus padres para salir al ruedo. Cuanto antes puedan hacerse visibles, cuanto más rápido puedan mostrar sus obras, mejor. Aun a riesgo de perder en esa ansiedad la posibilidad de experimentar o, incluso, algo de identidad.
Esta suerte de juventucracia –que se manifiesta en los medios, apurados por dar a conocer “los nuevos nombres de la escena”, pero que también aparece de la mano de las instituciones legitimadoras, que organizan, por ejemplo, ciclos de creadores jóvenes, concursos para creadores jóvenes– podría explicar el fenómeno: ser joven es una virtud en sí misma y hay que producir antes de dejar de serlo. ¿Y cuál es la manera más rápida de acceder a los medios y a las instituciones? Posiblemente, darles lo que ya conocen. ¿Podría surgir, en este contexto, un nuevo Periférico de los Objetos? ¿Existe, todavía, la capacidad de generar un público propio? Es cierto: por cada atisbo de respuesta, surgen más y nuevas preguntas.
Puede haber otros motivos, a su vez, para que los jóvenes no encuentren una manera y un lenguaje propios para hablar de su tiempo. Tal vez esta misma exigencia de producir cosas nuevas los limite y los ahogue. Algunas de esas razones sugiere Matías Umpierrez, curador del Centro Cultural Ricardo Rojas, creador del ciclo Decálogos, entre otros emprendimientos: “Si a uno le exigen todo el tiempo originalidad, pierde creatividad. Hoy a mí me interesa más descubrir, desde mi función de coordinación y curaduría del Rojas, directores o dramaturgos que construyan muy bien los espectáculos, que gente que genere rupturas en los lenguajes. Si aparece, está buenísimo, pero yo no estoy buscando todo el tiempo quién es el nuevo Federico León”. De todas maneras Umpierrez no acuerda con la idea de que hoy no hay búsquedas particulares en los jóvenes: “La era de la fotocopia ya pasó –sostiene–. Si miro los directores a los que llamé para el ciclo Óperas Primas, no los veo muy relacionados, en su mayoría, con otros directores, ni tomando ciertos formatos para repetirlos”. Sin embargo, y a pesar de estas búsquedas, Matías considera hay algo que sí se repite y que es muy condicionante. Se trata de la matriz de producción. “Creo que hoy el teatro está yendo hacia un lugar que necesita más posibilidades de producción. Cada vez se notan más esas marcas. Me prefiero al dinero y a todo lo que apareja. Aparecen todos lo problemas de construcción de un espectáculo debido a los problemas de dinero y producción porque nos vemos obligados a seguir construyendo una teatralidad dentro de demasiados límites prefijados. Las escenografías son todas iguales porque todas las salas tienen las mismas políticas de no guardar escenografías, porque no hay lugar para guardarlas. Hoy uno tiene que construir de una manera muy particular. Son muy pocos los que pueden decir ‘tengo 30.000 pesos de subsidio (que tampoco es demasiado) y trato de construir un espectáculo distinto’”.
En relación a los condicionamientos de producción, un aspecto interesante es el análisis que hace Daniel Rubisztejn sobre el parricidio cuando hace hincapié en dos temas: el maestro y la exogamia. Si un director tiene que producir de la misma manera todos sus espectáculos, rápidamente, con escasos recursos, tal vez no esté en condiciones de trabajar con actores, escenógrafos o músicos de “otro palo” que del estudio en el que se está formando. Uno de los grandes hallazgos de los últimos espectáculos de Daniel Veronese es cómo trabaja las materialidades de los cuerpos de actores con diferentes formaciones, estilos y funcionamiento. Para explicarlo sencillamente: A + A da como resultado A. Pero A + B + X + H, puede dar cualquier cosa pero seguro que no va volver a dar A. Y para decirlo con humor negro, tanto teatro producido en el mismo lugar y con la misma gente (de manera endogámica) produce obras minusválidas.
También en relación con la endogamia y la exogamia, Matías Umpiérrez apunta: “En el Caraja-ji había una idea más de trabajo colectivo. Ahora los artistas trabajan más individualmente, cada uno construyendo sus espectáculos con sus grupos, sus actores, su equipo. Si bien el Caraja-ji surgió en los 90, una década de mucho individualismo, me parece que esa dispersión hace un poco más difíciles las cosas, porque si hubiese otra vez un grupo de dramaturgos que se juntaran a pensar, por ejemplo, cómo dialogan sus teatralidades, las cosas serían distintas. Si se quiere producir un quiebre es necesario generar un diálogo entre artistas, algo que potencie más un movimiento. Pero no existe esa posibilidad. A mí me pasa que llamo a un director para que trabaje con un dramaturgo y a veces funciona bien. Pero otras se produce una situación de mucho tironeo. A veces se llega a buen puerto y a veces no, porque no pueden dialogar. A mí me interesó proponer desde el Rojas esa situación un tanto incómoda, con todas las consecuencias que me trajo”.

El tema de lo orgánico
Para Ciro Zorzoli, director a la antigua (en el sentido de que todavía se toma dos años entre cada producción y cree en el margen y el bajo perfil), la cuestión de padres e hijos artísticos debería ser encarada a partir de una pregunta anterior: por qué hacer teatro. “En realidad, si un espectador se da cuenta de que algo está visto es porque no está en presencia de buen teatro. Si lo que ves es tan orgánico que te sobrepasa y se apodera de vos como espectador ni te ponés a pensar si es nuevo o viejo o visto: simplemente es buen teatro. Creo que el tema de si algo es de ruptura o vanguardista o lo que sea implica escapar del verdadero dilema que es crear algo que realmente esté vivo, entonces lo atractivo tiene que ser la nueva forma o el lenguaje o lo que sea. Cuando uno ve algo y siente que eso está sucediendo por primera vez, no se plantean esas cuestiones. Pero hacer eso es muy difícil. La pregunta es por dónde pasa el encuentro entre lo que se hace en el escenario y quien nos viene a ver. Creo que lo que está pasando es que no aparece la pregunta por el sentido de ese encuentro. Y no es que no lo tenga, siempre lo tuvo, sino que ya no se formula la pregunta. En general, creo que caemos más en la exhibición que el encuentro. Ese otro que es quien me viene a ver, debe ser una vía válida para poder develarme a mí mismo en aspectos en los que solo no puedo. El teatro se ha convertido en una generación de dilemas casi exclusivos del actor, me refiero en términos de ‘qué me pasa o cómo me afecta’ y el otro es alguien que está ahí y con el cual interactúo pero no hay riesgo con el otro. Los riesgos pueden pasar por el lado estético o dramatúrgico pero no humano. Cada vez hay más tendencia a trabajar con no actores porque también se les pide a los actores que no actúen, justamente. Hay algo que está fallando, entonces, porque es ridículo ese pedido, y eso tiene que ver con un problema con el teatro en sí mismo y con la actuación”.
En algún punto, esta conclusión de Ciro Zorzoli se vincula a lo que opina Mauricio Kartun: tal vez se repiten los modelos (estéticos o de producción) porque las herramientas técnicas de los artistas de las jóvenes generaciones no son lo suficientemente potentes como para generar un teatro vivo, y esto tiene que ver con cuestiones de liviandad en la formación artística e intelectual. Zorzoli continúa: “También tiene que ver con que ciertos modelos como el de la bohemia del teatro que funcionaba hasta la década pasada, están puestos en crisis en medio de una enorme pauperización cultural, y el sálvese quien pueda social también afecta al laburante actor. Entonces surgen preguntas acerca de cómo hago para definirme, recortarme del resto y definir el propio espacio. Y no creo que haya especulación consciente cuando se elige seguir a los modelos ya consagrados. Sucede, entonces, que al no ser conscientes de esta situación, tampoco hay una reflexión acerca de los modelos que se siguen y de cómo se los va a abordar.”

Cuestión de edad
A partir de las preguntas que ya se formularon quedan algunos amplios aspectos sobre los que nos vamos a extender. Por un lado, de las encuestas surgió la inquietud acerca de cuál fue la última generación parricida. Para Rubén Szuchmacher fue la del Parakultural porque terminó de un plumazo con el autor y el director. Los artistas post Parakultural, dice, vienen a reinstaurar una forma estética y de producción similar a la generación de Tito Cossa: vuelven el autor y el director y la forma casi convencional de hacer teatro. Sin embargo, todos sabemos que la de los 90 fue la década de los procedimientos y de las múltiples maneras de llegar a una obra terminada sin pasar por la fórmula: tengo una obra, llamo a un director, el director convoca al equipo, ensayo y estreno.
Con la mirada puesta en la actuación (“es la única capaz de generar lenguaje”), Ricardo Bartis también reconoce cierta voluntad de ruptura en la generación del Parakultural, pero prefiere no otorgarle al Caraja-ji la categoría de grupo fundacional: “Ellos ayudaron a fortalecer la creencia de que lo poético está en aquello que se dice. Y eso da como resultado un teatro siempre débil”. La excesiva atención puesta en los textos y no en la actuación, opina Bartis, fortaleció la generación de obras-facsímil que seguimos viendo.
Si salimos un poco del ámbito estrictamente teatral, en el campo de la narrativa, Elsa Drucaroff considera que hay dos generaciones de posdictadura. La segunda establece una continuidad respecto de la primera, aunque la historia de los últimos años haya modificado un poco los modos de representación y en los jóvenes de treinta y pico se adviertan rasgos particulares. Sí. Una continuidad de ciertas características de los que venían escribiendo desde los 90. Drucaroff sostiene que es lógico que los nuevos escritores no tengan una necesidad parricida respecto de los que los preceden en diez o quince años, en tanto persiste un modo de concebir y mirar el mundo que les es común, que tiene que ver con el vacío, la nada, la ausencia de futuro, la conciencia de la derrota. Quizás, entonces, los de 40 y pico no sean los padres de estos jóvenes. Tal vez los padres sigan siendo los mismos, todavía. ¿Y por qué no?

Padres que no quieren morir
Pero retomemos la analogía con los hijos que no se animan a dejar el nido, para ampliar una pregunta que ya fue planteada: ¿y si son los padres los que impiden, de alguna manera, la independencia de los hijos? En la nota sobre emancipación tardía, Clarín menciona como una causa de la permanencia eterna las “resistencias inconscientes de los propios padres”. ¿Se podría pensar que algo parecido a esto sucede en teatro? Szuchmacher se arriesga a pensar que sí: “No sólo tiene que haber parricidas, sino también gente que se deje matar y mi generación etaria no permite el traspaso” (sigue en el recuadro). Mariano Pensotti –más cercano a la “nueva generación” por edad, aun cuando cuenta con varios trabajos en su haber– también encuentra una explicación por ese camino: “Estoy de acuerdo con que existe cierta homogeneización de los lenguajes en el último tiempo, pero creo que no son los ‘hijos’ los que se están repitiendo, sino que son los padres los que han empezado a encerrarse. Veo que hay una reiteración mucho más pronunciada en personas que hace diez años eran más interesantes y ahora están excesivamente encasilladas en sus formas. Pero si uno va a ver sus obras, se encuentra con que las salas están llenas, con que tienen buenas críticas, con que ganan premios. ¿Por qué ellos van a cambiar si no se les está fomentando que modifiquen algo? La transformación ocurre no sólo por voluntad propia, creo que también puede impulsarla una demanda de público: si el público demandara algo diferente, nuevas estéticas también tendrían posibilidades de surgir”.
En esta línea, Pensotti encuentra una posible salida al estancamiento en el compromiso individual de cada creador: “Me parece más importante que cada uno logre matar al padre interno. No tanto a los referentes externos, que podrán estar más o menos de moda dentro del teatro. Es mucho más importante, me parece, que cada uno pueda ir en contra de la tendencia que lo lleva a volverse reiterativo y conservador. No me interesa para nada decir ‘voy a romper con Veronese o con Spregelburd’. Sí me interesa estar atento a no repetir fórmulas que ya funcionaron, porque entonces me voy a sentir muy mal conmigo mismo como creador. Si yo, para todas mis obras de acá a veinte años, me junto con cuatro actores y voy improvisando y sobre eso armo una especie de creación colectiva, inevitablemente mis obras van a empezar a ser parecidas. Creo que si uno se corre de las formas de producción que ya ha transitado –pensando en uno mismo, no en el mundo teatral– comienza a tener chances de crear lenguaje propio. Y eso, inevitablemente, hará que en algo varíe”.

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