lunes, 7 de septiembre de 2009

Sendas estrechas

Lucho Bordegaray

Con la pantalla chica infestada de realities, enlatados y personajes mediáticos, el dólar en paridad cambiaria con el peso y la ya iniciada recesión económica que estallará dos años después, en noviembre de 1999 los miembros de la Asociación Argentina de Actores tomaron una medida de fuerza (no presentarse ante cámaras ni hacer siquiera declaración alguna) tendiente a que las empresas que manejaban los canales de televisión aumentaran las producciones de ficción, dando así trabajo a intérpretes locales. El eslogan acuñado ad hoc fue “Somos actores, queremos actuar”.
Dicen que hay que tener cuidado con lo que se desea. Quizá no es como para recelarle tanto al asunto, pero sí vale la pena expresar el deseo con precisión. Hoy, pasada una década, casi todos los actores y las actrices actúan, pero lo que un número muy grande de ellas y ellos no logra es trabajar. Es decir, no han podido encarar esa actividad obteniendo una justa remuneración por ella. De manera que la frase –que tuvo claro sentido en el contexto de su origen– se convirtió en muletilla, referencia y posiblemente en oráculo de desgracia.
Así las cosas, en la ciudad de Buenos Aires el teatro es hoy una actividad a la que sustentan miles de personas pero que les da sustento a no muchas. No hace falta relevar montos para comprender que una temporada como protagonista en una sala comercial genera un ingreso digno, en tanto que ser miembro de una cooperativa teatral que se presenta en una sala del circuito independiente garantiza la participación a la hora de solventar los gastos de producción, no siempre el recupero de esa inversión, y con suerte llevarse un modesto billete cada semana.
Pero el devenir histórico nunca tiene causas únicas (ni tampoco se pretende que aquel eslogan sea causa, sino apenas casual explicación), y entre las muchas que han traído hasta aquí al teatro alternativo, un rol importante ha jugado la Ley 156 de la Ciudad de Buenos Aires que, sancionada el 25 de febrero de 1999 (también hace diez años), creaba “el Régimen de Concertación para la Actividad Teatral no Oficial, con el objeto de proteger, propiciar y fomentar en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el teatro en todas sus formas”. El 8 de junio de 2000, por el decreto 845 se creaba Proteatro, organismo que funcionaría como autoridad de aplicación de ese régimen a partir del siguiente octubre.
La crisis de 2001 –padecida mucho más intensamente en 2002– trajo consigo la explosión del teatro independiente. Si bien algo de cierto hay en la versión romántica que indica que a esa crisis el sector la enfrentó con creatividad y apuesta por la cultura, también hay que reconocer que la ayuda del Estado a través del Fondo Nacional de las Artes y del Instituto Nacional del Teatro se multiplicó para el teatro porteño con Proteatro, que desde entonces ha propiciado anualmente el arribo a escena de cientos de obras del circuito alternativo a través de sus subsidios y que permitió que muchas personas apostasen al “queremos actuar” sin preocuparse en demasía por la generación del ingreso genuino del bordereau.
Pero ese auxilio tampoco agota las explicaciones del fenómeno. Otro dato nada menor fue la colosal devaluación que en cuestión de semanas convirtió en prosperidad lo que era castigo: producir en el país y contratar artistas nacionales pasó a ser un filón inesperado, y Argentina despertó un día siendo un país baratísimo para producir televisión y publicidad, contando además con excelentes profesionales en todos los rubros. Y esto afectó de dos maneras al teatro independiente: plantó la posibilidad de hacer teatro sin fines de lucro porque el dinero se gana gracias al spot de una chocolatada kazajstana (el ejemplo es inventado, pero la globalización hace verosímil hasta el mayor delirio), y favoreció que la actividad fuera entendida como un campo de entrenamiento, semillero y vidriera para acceder a actuar en los ámbitos que sí son fuente de ingresos monetarios: la televisión, el teatro comercial y el cine, atravesados por el denominador común que es un productor que abre la billetera y contrata.
Ahora bien, la calidad de “vidriera” que pueda tener una obra de teatro del circuito alternativo debe ser sostenida con difusión. ¿Será por eso que casi la totalidad del sector asumió tan irreflexivamente la figura del agente de prensa, incluso cuando demanda emolumentos desproporcionados ante la proyección de posibles ingresos de la pieza a difundir? ¿Será por eso que, de proveedor de un servicio pasó a ser considerado parte del equipo artístico-técnico? Y una vez que la lógica se instala, todos la acatamos: así, la mayoría de las personas responsables de la programación de las salas independientes, al recibir la carpeta de un proyecto –incluso antes de conocer el texto a representar– pregunta qué agente de prensa contratará el grupo. Con derivaciones a las que no vale denominar kafkianas para no humillar a Franz, como invitar al estreno a una figurita de alta exposición ante las cámaras, para poder avisar a fotógrafos y camarógrafos dónde estará la susodicha celebridad de medio pelo esa noche, y verla luego en la contratapa de Clarín Espectáculos con el epígrafe “… en el estreno de…”. Esta evidente desproporción entre costos y beneficios sólo se sostiene –guste o no– en la calidad de vidriera dada a la imaginaria obra en cuestión.
El riesgo grupal es asimismo muy alto. Ya es normal que un proyecto se caiga tras meses de ensayo porque a un miembro del elenco lo llamaron de Pol-ka. Y lo más extraño es que quienes quedan varados por la defección del nuevo triunfador se alegran con él.
Por supuesto que hay quienes logran saltar a la televisión o al circuito comercial y triunfan, e incluso hay entre éstos quienes retoman cuando pueden algún compromiso con el teatro independiente. Y no faltan aquellos que le hacen bien a uno y otro ambiente laboral, llevando lo bueno de éste a aquél y viceversa. Quede claro, pues, que la idea no es satanizar personas. Pero los métodos siguen siendo objetables. El costo para todo el sector es inmenso y no se justifica. Sería como creer que es ventajoso nacer en África para ser un gran atleta: los hay, pero por cada nacido ahí que llega a los juegos olímpicos, ¿cuántos miles murieron por enfermedades evitables? Mutatis mutandis, basta con leer programas de mano o entrar a las fichas de Alternativa Teatral de obras estrenadas hace unos años y veremos nombres que la actividad ha perdido para siempre: con suerte hoy son docentes o animan eventos; sin ella, cajeros de Coto o mozas en San Telmo.

Miradas al futuro
Ya hay bastante dicho del pasado y del presente. Y el futuro, ¿qué traerá? O mejor, ¿cómo ven el futuro del teatro independiente las mismas personas que lo hacen? Algunas de ellas, desde distintas áreas, distintas estéticas y distintas generaciones, aceptaron forzar la mirada y llevarla hacia adelante. Digamos, a 2019.
Con mucha claridad, Paulo Ricci, programador de Beckett Teatro, sabiendo que “las preocupaciones estéticas y los lenguajes se relacionan con un contexto de época, y que con la modificación de dicho contexto encontrarán también sus cambios, sus modificaciones y sus nuevas formas”, sospecha que “el teatro independiente deberá despojarse una y otra vez de las estéticas dominantes, de los lenguajes hegemónicos para volver a reconocerse como alternativo o independiente, precisamente, de esas voces unívocas”. Y nos recuerda que “si lo que hoy es alternativo dentro de diez años se ha convertido en hegemónico, quienes se precien para entonces de independientes y rupturistas se descubrirán discutiendo con esos lenguajes para entonces legitimados, digeridos y cristalizados”. (Buena advertencia para incautos que creen que su estética alcanzará la toma del poder, cuando con suerte logran que el poder los tome y los exhiba, en plena avenida Corrientes, domesticados pero salidos de la cuna del under).
Un enfoque más sanguíneo aporta la actriz y docente Mirta Bogdasarian ante el mismo planteo: su fantasma es que la actividad se diluya, “por la necesidad de poder existir, en un sistema que está ideado para producciones comerciales, y que los trabajos se vean en la obligación de cumplir con una serie de requisitos ‘espectaculares’ (agentes de prensa, Argentores, obligaciones desmedidas de habilitación de las salas, etc.) como si fueran producciones comerciales. Tampoco sería que el circuito comercial fuera a absorberlo; sería una falacia, y más bien tendería a desaparecerlo”. “Estas circunstancias –señala– creo que pueden hacer que los trabajos mantengan sospechosamente la denominación de ‘alternativos’ pero que pierdan del todo la de ‘independientes’. La esperanza es que en algunos pocos casos se rebele el apasionamiento por la actividad y se imponga a las obligaciones imperantes, algo así como no casarse y mantenerse de amantes o novios para salvar la pasión”.
Conociendo un poco a Mirta y su obra, no dudo de que cada mañana ella despierta su propia rebeldía para salvar la pasión por sobre la coyuntura que se pretende estructura.
Con un optimismo que no nace de la terquedad sino de la convicción de que lo independiente de este teatro no es una cualidad sino un ideal, la directora Berta Goldenberg propone caminos para los próximos diez años: que los teatros ahonden en sus búsquedas, que los medios de comunicación entiendan la responsabilidad que les cabe en la formación de un público auténticamente ávido, que el Estado llegue a calibrar la diversidad y riqueza, la hondura y la pasión que el teatro puede brindar a un pueblo, y que el futuro actor trabaje arduamente sobre todas sus facultades. Y concluye: “Si todo esto se cumple, no preveo nada decididamente malo para 2019. Si no se cumple, de todos modos se seguirá trabajando, peleando, discrepando, pero habrá teatro”.
El actor y productor Martín Lavini se permite una comparación a la que califica –inmerecidamente– como poco feliz: “Hace diez años observo en Buenos Aires dos fenómenos parecidos: la expansión del barrio Palermo y la explosión del teatro off. En estos diez años los dos han sufrido una serie de conductas parecidas: son el foco de la moda, todos quieren estar ahí (incluso llega gente desde afuera para poder ‘estar ahí’), muchas empresas pusieron su atención en ellos y comenzaron a industrializar lo artesanal, el flujo de público aumentó, aparecieron los oportunistas que haciendo buenas imitaciones logran captar algo de ese flujo, y los que desde siempre habitaron por estos dominios fueron desplazados por los más hábiles a la hora de vender. En Palermo, los locales son cada vez más parecidos entre sí; en el teatro off, rara vez las obras se diferencian unas de otras. Pero en Palermo muchos negocios están cerrando, un poco por culpa de la crisis y otro poco porque el manto de la moda comenzó a abandonar este esnob barrio para posarse en algún otro espacio más virgen. Tal vez, en diez años haya pasado el furor por el ‘minuto de fama’ que hoy no llena las salas de público pero sí los escenarios, y se tranquilicen las alborotadas aguas que conforman hoy al teatro local”, sin que esa previsión de tranquilidad le impida también aseverar que entonces “se verá la subsistencia de los más hábiles a la hora de entender el teatro como un negocio” por la absorción de la actividad dentro de la industria del entretenimiento.
Lavini tiene también una mirada de lo artístico en 2019: “Habrán desaparecido muchos de los artistas que nos conectan con el teatro argentino ‘más argentino’, con autores y estéticas que no hemos sabido conservar ni documentar, y con ellos se habrá ido gran parte de la identidad de un teatro necesario, de una línea estética quebrada por la dictadura y no retomada por casi ningún autor. Ya casi no hay actores que sepan hablar cocoliche sin que suene mentiroso, o que puedan entender a qué se refiere Discépolo con algunas frases rebuscadamente lunfardas.
El director Cristian Drut dice no poder imaginar cómo será el teatro alternativo dentro de diez años, “como tampoco imaginaba esto que pasa ahora diez años atrás”. “No puedo decir que todo tiempo pasado fue mejor –agrega–, pero entiendo que hay algo explotado. Creo que los bordes se han borrado por completo y la falta de trabajo tiene mucho que ver”. Sobre el hoy, afirma: “El teatro alternativo quedó atrapado también por las leyes del mercado y por la velocidad”. Y comparte esto: “Una actriz de las de antes, del viejo teatro independiente, me pregunta: ‘¿Qué hacen corriendo de acá para allá, de esta sala a otra, para hacer tres o cuatro obras por nada? ¿Cuál es la relación ideológica que tienen las salas con sus espectáculos? ¿Cuál es la relación ideológica que tienen ustedes con los espacios?’”. Con semejante artillería pesada que le tiró la actriz, imposible ver de aquí a una década.
“Indudablemente, en un futuro más cercano que el 2019, el teatro alternativo se dividirá en dos partes o tres como ya está pasando”, sostiene Alejandro Casavalle, actor, director, flamante responsable del Complejo Cultural 25 de Mayo: “un teatro más comercial, otro más experimental, y un tercero que no llegará a ningún puerto, como está sucediendo”.

Volviendo a aquel eslogan citado al inicio de este artículo, y teniendo en cuenta estas recientes y atendibles opiniones, en 2019, más respetuosos de la diversidad profesional y de género, el primer término del eslogan se diversificará en actores, actrices, directores, directoras, dramaturgos, dramaturgas, técnicos y técnicas y todos los etcéteras que queramos imaginar. Y el segundo término, acorde al deseo de cada cual: “queremos actuar”, “queremos trabajar” o “queremos triunfar y ganar mucha plata y salir en la revista Caras”.
Encaminadas como están las cosas, parecería que al teatro independiente el año 2019 no lo encontrará unido, sino dominado: a un segmento lo dominará el mercado, a otro los subsidios, y a un tercero la pobreza. Si es que la pobreza domina; quizá sea un motor de liberación y de ahí nazca algo nuevo.
No falta mucho. Y aunque cambie este programa, yo quiero verlo.

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