Por Karina Mauro
El análisis de la enseñanza de la actuación en Buenos Aires es un tema que la crítica y la academia aún se deben. El actor argentino es dúctil, profesional, instruido en sus menesteres y posee una asombrosa capacidad para despegar su nombre del destino adverso de muchas de las producciones en las que participa. Cabría preguntarnos de dónde surge la cultura del actor vernáculo, cómo se forman estos profesionales de la escena, capaces de trabajar en las condiciones más adversas y transitando con solvencia por diversos circuitos, medios y estilos.
Curiosamente, para estudiar las condiciones de formación del actor, es necesario recurrir a dos figuras que lo flanquean, una como su antecedente, otra acaso como su destino. Estas figuras son las del alumno y el profesor. Junto con ellas debe considerarse el ámbito que las reúne: la clase. La estructura de la clase de actuación se basa en la interrelación personal entre alumno y profesor. Más allá de los ejercicios y las técnicas que se aprenden, toda clase de actuación implica compartir un espacio común durante cierto tiempo, acceder a la palabra del otro de manera directa y accionar y reaccionar según las circunstancias del momento. Es fundamental en el período de formación el entrenamiento de la mirada, tanto la ajena que se posa sobre el actor, como la del alumno respecto del docente y de sus compañeros. El manejo de estas miradas es una herramienta profesional que el actor utilizará durante toda su carrera y que se adquiere en ese espacio, sea cual fuere la metodología a la que se adscriba. El trabajo consciente o inconsciente sobre ella, los vicios y deformaciones que pueden llegar a acompañarla (hay quienes confunden estos vicios con rasgos esenciales de la actuación, y habría que investigar hasta que punto no lo son realmente) y su doble vertiente cruel –sostén de la actuación– son algunos de los temas que se abren en esta perspectiva.
Históricamente, la actuación ha sido un oficio: el aprendiz ingresaba a una compañía en el escalafón más bajo y aprendía mirando, aceptando los desafíos cuando se los planteaban, cometiendo errores y saliendo victorioso en igual o desigual proporción. El actor más talentoso o más hábil, reunía a un grupo de actores, transformándose en “cabeza de compañía” y haciendo las veces de “profesor” y/o “director” del resto. Aunque en realidad, todos los mayores funcionaban como modelo para los más jóvenes.
La Modernidad, con su idea del conocimiento, consideró aberrante esta forma de traspaso del saber. La escuela de actuación como institución oficial fue la solución a dicho problema. Inicialmente mezclada con la declamación y la danza, la escuela de actuación se fue independizando poco a poco. El concepto de “carrera de Actuación” supone un plan diseñado (y supuestamente, racional) de estudio, con muchos años de duración, con varias disciplinas o materias, pero fundamentalmente la creación de un espacio de aprendizaje “sanitariamente” separado del de la producción. La premisa es que el alumno de actuación no debe actuar, lo cual difiere drásticamente de la necesaria salida al ruedo que suponía el aprendizaje dentro de una compañía.
El caso porteño reviste características particulares debido al surgimiento del teatro independiente como especie de “tercera vía” entre el teatro oficial y el comercial. Si bien las primeras agrupaciones no se interesaron por la formación del actor (exceptuando a Oscar Ferrigno en Fray Mocho), la siguiente generación de independientes pugnó por una instrucción especializada. Es célebre la anécdota de los jóvenes de La Máscara cerrando el teatro para estudiar a Stanislavski de la mano de Hedi Crilla. La repetición de esta historia no debería invisibilizar el hecho de que fueron los alumnos los que acudieron en la búsqueda de una Maestra que les ayudara a desentrañar una pedagogía novedosa para el medio local, de la que acaso no se hicieran eco otros espacios de enseñanza.
Durante los 60, la interpretación y aplicación de ejercicios de un Stanislavski desordenado y asistemático (tal como surge de sus propios textos) se montó sobre la estructura de las ya avejentadas formaciones independientes. La sistematicidad en la enseñanza de la actuación realista llegaría de la mano de sendos viajes a Buenos Aires: el de Strasberg en 1971 y el de Raúl Serrano procedente de Rumania, luego de diez años de permanencia en ese país. El primero trajo su afamado “Método” (del cual pueden decirse muchas cosas, pero no puede negarse que posee una estructura), que la mayoría de los pedagogos locales comenzaron a aplicar. El segundo comenzó a difundir su Método de las Acciones Físicas.
A pesar de la frecuente oposición de sus docentes, los alumnos formados en el realismo se convirtieron paulatinamente en actores reconocidos que pasaron al teatro comercial y oficial, al cine y la televisión. Muchos de ellos empezaron a dar clases, abriendo sus propios talleres privados y apartándose de la estructura de la agrupación independiente. Quedó conformado así un panorama de la enseñanza de la actuación realista en Buenos Aires, que de los talleres privados fue desbordando hacia las escuelas oficiales, siempre a la retaguardia de lo que sucedía por fuera de ellas.
Sucede que, como mencionamos anteriormente, los aportes de nuevas disciplinas o técnicas de actuación (incluso del mismo realismo) ingresan a Buenos Aires a partir de “viajes personales”: alguien va al extranjero o compra un libro o revaloriza un tipo de actuación de antaño o estudia una metodología novedosa y abre un taller o hace una obra exitosa con una estética novedosa y luego abre el taller. El carácter personalista y privado de dichos emprendimientos tuvo como corolario que estudiar actuación comenzara a requerirle al alumno destinar fondos propios para ello. De ser la iniciación en un oficio para ganarse (mal o bien) la vida, la formación del actor pasó a ser una rara mezcla entre forma militante de vida y bien de consumo.
Durante los 60 y 70 ser alumno de un docente significaba ser su seguidor. Un alumno no se cambiaba de bando. Permanecía muchos años con el mismo profesor (a veces esto se convertía en una situación crónica) hasta que actuaba en alguna de sus obras, aunque cabe reconocer que esto sucedía de forma minoritaria. Las condiciones adversas de la dictadura coadyuvaron a la generación de estos grupos cerrados. Como el aprendizaje de la actuación también era un camino personal, el alumno se convertía en un militante de la metodología que elegía seguir y hasta confrontaba con las metodologías opuestas, muchas veces instigado por las propias escuelas.
Durante los 80 todo se abrió y se armaron las primeras cofradías “disidentes” del realismo. Estudiar clown con la temprana Moreira, pintar las paredes del flamante Sportivo de Bartís, relatar las ocurrencias de Briski se convirtieron en aptitudes ostentadas con orgullo por quienes las poseían. Estudiar actuación con alguien determinado continuaba significando pertenecer a un clan, tejer relaciones, participar de una idea estética y hasta ética del teatro y la cultura. Sin embargo, lo que empezó a hacerse notar fue que los alumnos no realizaban toda su formación con el mismo profesor o en la misma metodología, sino que recorrían varios talleres.
La apoteosis de este sistema llegó en los 90. El aprendizaje de la actuación, o lo que se conoció como “ir a teatro”, se convirtió en una de las “tecnologías del yo” (Foucault: 1990) más al alcance de la mano, incluso para aquellos que no pretendían convertirse en profesionales. La afluencia desmedida de alumnos a los cursos de actuación también se vio incentivada por la aspiración a acceder a la televisión y hacerse famoso. Bien se sabe que no es necesario estudiar para ello, pero la escuela de teatro comenzó a percibirse como un lugar para “entrar en tema”.
Actualmente son tantas las escuelas, talleres y cursos de actuación que resulta imposible para una investigación en solitario su relevamiento. Tampoco hay cifras oficiales al respecto. No obstante, de esta proliferación pueden extraerse algunos datos importantes. En principio, que desde mediados de los 90 no se han incrementado los aranceles (que oscilan entre los 100 y 200 pesos), lo cual es un signo de estancamiento de la actividad. No porque adscribamos a la idea de que es necesario ganar más dinero como señal de éxito de un emprendimiento, sino porque el aumento de la competencia provoca que ni los docentes de mayor renombre puedan aumentar sus cuotas y esto sucede, enigmáticamente, a pesar de la demanda que tienen algunos de ellos. El aumento de los aranceles no se presentaría como una forma viable de selección, debido a que los alumnos no pueden pagar más de lo se paga desde hace más de diez años. Si revisamos los aumentos registrados en la última década en los aranceles de otras instituciones de educación privada (colegios primarios, secundarios, universidades, cursos de idiomas, etc.) la situación de la enseñanza de la actuación se torna aun más inexplicable. Por otra parte, esta enseñanza, al ser interpersonal y práctica, tiene un tope numérico. No se puede abrir más clases porque el profesor es uno (además de que los horarios deben ser vespertinos, porque la formación para la actuación no se considera un estudio y por lo tanto se lleva adelante en el tiempo libre) y no se pueden incluir más alumnos en una clase porque la misma perdería su razón de ser. Una salida posible es la creciente apertura de cursos cortos con aranceles más altos, pero habría que analizar su impacto más profundamente.
Por otro lado, el eclecticismo en la formación se ha profundizado por la práctica de otras disciplinas auxiliares (danza, canto, artes marciales), provocando que hoy más que nunca la formación del actor sea el resultado de una síntesis individual, lo cual dificulta la conformación de grupos o corrientes duraderas. A esto se suma otra característica: si en el pasado la formación para la actuación entraba en diálogo con una formación intelectual externa, fomentada por lecturas, discusiones y asistencia al teatro, hoy es extendida la queja por la falta de lectura y desconocimiento del teatro que se verifica en los alumnos.
En cuanto a la finalización de la formación, el panorama actual reviste características especiales. Desde los 80 varias escuelas comenzaron a propugnar que la mejor forma de aprender a ser actor era producir, por lo que el alumno ha perdido paulatinamente su condición excluyente de alumno, para lanzarse a actuar en obras, generando y alimentando profusamente un circuito denominado alternativo, poseedor de sus propias salas, agentes de prensa, equipos técnicos, etc. Esto ha producido un borramiento de las fronteras entre alumno y profesional, generando legiones de actores nuevos, a la vez que ha prolongado la condición de asistente crónico a talleres, a excepción de quienes acceden al circuito teatral comercial o a la televisión y que por lo mismo sienten que ya no deben (o que no tienen tiempo de) continuar formándose. Como contrapartida, la ausencia de profesionalización vuelca incesantemente a los alumnos a la enseñanza, reproduciendo el estado de cosas, no al infinito, porque seguramente tendrá un límite, pero extendiendo el fenómeno geométricamente.
Consignemos, por último, que en la actualidad una nueva circunstancia aporta un cambio en este estado de cosas aparentemente cristalizado: la concurrencia de alumnos extranjeros atraídos por la amplia oferta de escuelas y talleres de gran diversidad y alta calidad y por la caída de la convertibilidad. Generalmente provenientes de países latinoamericanos, pero también de Europa (aun de los países que no hablan español), la fisonomía de la clase de teatro, tan cara a la formación de un nosotros cerrado, se encuentra ahora con un abanico de sensibilidades, idiosincrasias y hasta idiomas que le plantean nuevos desafíos a la formación para la actuación, no sólo humanos y culturales sino también técnicos. Aún no podemos analizar y ni siquiera determinar las modificaciones generadas o si, por el contrario, los formadores han reaccionado con indiferencia a este nuevo panorama, reproduciendo sus mismas fórmulas. Ni mucho menos podemos afirmar si esta situación permanece en el 2009 que atravesamos o si se ha visto perjudicada por la crisis económica que afecta al mundo actualmente.
Bibliografía
AAVV, Osvaldo Pellettieri (dir.) (2003, 2002) Historia del teatro argentino en Buenos Aires, Tomo II, Tomo IV y Tomo V, Buenos Aires, Galerna.
Foucault, Michel (1990) Tecnologías del Yo y otros textos afines, Barcelona, Paidós.
AAVV (2006) Antroporteño. Intercambio, formación, teatro. Primeras jornadas de estudio e intercambio de la formación actoral en Buenos Aires desde la óptica del estudiante, Buenos Aires, UBA, Centro Cultural Ricardo Rojas.
lunes, 7 de septiembre de 2009
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