viernes, 15 de mayo de 2009

Un sujeto para un objeto

Por Ana Durán

Cada vez que hay que pensar en una persona que reflexione sobre el teatro con
una mirada amplia pero que a la vez esté en contacto con todo el entrecruce de generaciones, el primer nombre que aparece es Mauricio Kartun. Tan convencional como experimental (¡si hasta volvió al teatro en verso!), tan elitista como popular, tan estudioso como maestro de todos. Siempre claro e inesquivo a las preguntas y dispuesto a contestar evitando señalar lo que está bien y lo que está mal aunque se lo presione una y otra vez para el mismo lado. Así que esta nota no será, como la entrevistadora esperaba, una versión Revista Pronto del off, en la que se abone la hipótesis de que la nuevas generaciones buscan prestigio y resultado fácil. O que se lanzan a las salas estando en primer año de actuación. Para Kartun, es más interesante pensar al teatro en términos de crisis positivas de la que, según él, algo ya estamos aprendiendo aunque a veces no nos demos cuenta.

¿Se puede aplicar el concepto de industria cultural al teatro?
En principio me parece que sí. Lo primero hay que pensar es en cuál el fenómeno industrial del teatro en este momento que no limitaría al último año. Esta hipótesis que circula en relación a Buenos Aires como Capital Iberoamericana del teatro, este orgullo eufórico de la gente de teatro en relación a la cantidad de producciones que hay y a la cantidad de público que circula en los teatros, crea una corriente económica que tiene distintas variables. Hay quienes lo quieren aprovechar de manera más comercial, y hay quienes lo quieren aprovechar en términos artísticos. De eso depende la duración de un espectáculo en el tiempo, su consolidación o el sostenimiento de una temporada que permita otras alternativas. Todo eso tiene que ver con el objetivo del productor, que puede ser el propio creador, también. Está pasando algo con el teatro y el público y eso en sí mismo es un fenómeno que hay que atender: hay un grupo de espectadores que está interesado en el teatro y es capaz de pagar entradas que están por encima de lo convencional, de lo que tenía como estatus el teatro independiente. Ese público puede sostener con su presencia espectáculos que hasta ahora se los consideraba únicamente posibles dentro del teatro independiente. Te doy un ejemplo: hace tres o cuatro años, con La Madonnita hablamos de salir del San Martín y hacer temporada en una salita común, y por todos lados venía ese lugar común de hace más de treinta años que indica que los espectáculos que son un éxito en el San Martín, afuera son un fracaso. Se consideraba que el San Martín tiene su público propio y que esa misma gente no va necesariamente a otra sala. Creo que eso ocurre con algunos productos que están pensados –lo sepan o no sus creadores– para el Teatro San Martín. Porque ese teatro necesariamente genera una plantilla estética y de pensamiento. Se hacen obras que se ensayan dos meses, con actores que no tienen otra hipótesis que los tres meses que les propone el teatro y ya están pensando qué van a hacer cinco meses después de ser convocados. Esos espectáculos tienen un nivel de resolución en lo escenográfico que carga con la dificultad de presentar seis meses antes de estrenar los planos de la escenografía, por ejemplo. No sabés cómo va ser el trabajo del actor pero ya tenés que saber cómo va a ser el espacio. Eso, desde punto de vista del teatro independiente es un disparate, pero para un teatro oficial son las leyes del juego que le permiten funcionar porque no podría trabajar de otra manera.
Para esos espectáculos, es razonable que esa plantilla de producción no sirva en otros lados. Pero creo que el problema es justamente esa plantilla. Con La Madonnita tanto como con El niño argentino, pensé en trabajar para el público y no para el San Martín, y más allá de la hipótesis que me plantea la sala Cunill Cabanillas durante dos meses y medio de funciones. Ahora hay muchos creadores que trabajan de esa manera: Federico León con El adolescente, los chicos de La Bohemia, Javier Daulte con ¿Estás ahí? y con Nunca estuviste tan adorable o Mariana Chaud con Budín inglés. En estos casos se instala algún nivel de pasión creativa (porque te pagan dos meses de ensayo pero ensayás ocho, por ejemplo) que hace que ese espectáculo tenga un plus por encima de la hipótesis de resultado del San Martín. Si levanto la vista y veo a tres kilómetros, entonces tengo otras expectativas. El San Martín es una circunstancia muy feliz porque me ordena y me paga la producción que me resuelve casi todo, pero eso no me condiciona a que mi creación tenga que ser sólo para esa sala.

¿No creés que dos de los males del teatro que están haciendo las jóvenes generaciones son la superpoblación productores y de agentes de prensa y, justamente, ver al teatro como un producto?
Sí hay conciencia de que no se puede instalar un espectáculo si no tenés un agente de prensa, sencillamente porque no tenés acceso al periodismo, entonces buena parte de los subsisdios van para este rubro. También se instaló el concepto del “productor”. Personalmente nunca trabajé con un productor. Te doy un ejemplo. Cuando estábamos en el Regina nos pidieron hacer un trabajo de investigación sobre El niño argentino, en términos de análisis y diagnóstico de cómo hicimos nuestra producción. Les di todos los números que me pidieron y el poco tiempo nos mandaron las conclusiones. En términos de diagnóstico de una producción, había un montón de cosas que no estábamos haciendo bien en relación al producto: no estábamos aprovechando institucionalmente las posibilidades que nos daban, no estábamos vendiendo a instituciones, no estábamos vendiendo a escuelas, etc. Y la conclusión es que multiplicaríamos por cuatro la entrada económica. El tema es que olvidaron una variable: esto no es un producto para ser vendido, sino que fue hecho por un artista para ser comunicado, y su objetivo está en la comunicación y no en la venta. La venta es un hecho complementario, y por cierto nos dio mucha alegría ganar, por ejemplo, más dinero en el Regina que en el San Martín. Esto nos dio orgullo, además, porque la nuestra era una cooperativa de igualdad de puntos con el asistente y el músico incluidos. Y menos mal que no tuvimos un productor porque los actores estarían en estado de agotamiento y todos peleados porque no queremos más. La conclusión es que El niño argentino fue un éxito porque el objetivo era artístico.

Cuando cumplimos 10 años con la revista hicimos una mesa para evaluar la última década en el teatro. Vivi Tellas decía que la gente está más jugada y se anima a estrenar más sin la necesidad de tener muchos años de formación. Daniel Veronese, veía lo mismo pero desde la perspectiva exactamente opuesta. ¿Por qué hay tantos espectáculos en cartel?
En líneas generales, lo que pasa es que el teatro es barato y es fácil. Hay gente que escribe en un mes una obra de teatro de una hora porque no tiene la complejidad y la exigencia de rigor que tiene una novela. Para montar un espectáculo basta con gente que se junte dos o tres veces por semana y se va armando. Y si además ligaste un subsidio de Proteatro o del INT, conseguís una sala y un agente de prensa. Es tan sencillo que es lógico que alguien que empiece a trabajar en lo artístico quiera probarlo.

¿Y cuál es la motivación?
La misma que cuando empezás a pintar y querés colgar un cuadro en un living. Es humano e inevitable y además, es producto de la existencia de muchas salas, de subsidios de y la energía de este público que circula por todos lados. Hay espectáculos que están los viernes a las 23.30 y funcionaron todo el año. Lo que no sé o depende de cómo le vaya es cuántas veces podrá hacer esa experiencia. ¿Va volver a hacer todo ese esfuerzo para que lo vean 500 personas?

Cuando empezaste en la profesión ¿no tenías la certeza de que había un derecho de piso de años que tenías que pagar antes de figurar en los diarios o que fuera un crítico a verte?
No. Tenía la más absoluta omnipotencia. No te olvides que cuando empecé a trabajar en el marco histórico de esa época nosotros salíamos a buscar al público en circuitos barriales, en clubes o en la calle. Nosotros no necesitábamos una sala y nuestras expectativas eran otras. Sí había maestros muy rigurosos (Juan Carlos Gené, Raúl Serrano, Alejandra Boero o Heddy Crilla) que no nos dejaban actuar para que no nos apropiáramos de los vicios de la actuación. Pero es interesante pensar que en esa época no existía un teatro joven exitoso. Los teatros independientes a los que les iba bien estaban liderados por gente de cierta madurez artística. No existía el creador de 25 años que armaba un grupo con otros de 22, se largaban a una sala y eventualmente les iba bien. Pero lo que hoy ve cualquier pibe que está estudiando es que hay otros pibes que recién dejan de estudiar, se largan con su espectáculo, les va más o menos bien y consiguen alguna crítica (vos sabés lo que eso pesa en el ambiente). No lo pensaría en términos de positivo o negativo, sino como un fenómeno que está sucediendo. Cuando vienen los programadores internacionales, piden ver a los nuevos de los nuevos porque Rafael Spregelburd o Alejandro Tantanian ya son artistas consolidados, y tienen treinta y pico de años.
Ahora, estamos haciendo este análisis sobre espectáculos que vimos y si los vimos es porque hubo un boca a boca y se mantuvieron en cartel, pero por qué no analizamos cuántos son los que se estrenan y a los dos meses bajan porque no fue ni un crítico y se agotaron los amigos y parientes. Son centenares en el año.

Recién hablabas de la época en que iban a buscar público fuera de las salas. ¿Por qué te parece que desapareció hoy ese objetivo en la gente de teatro?
Creo que el objetivo era comunicacional y se buscaba a otro público porque lo que se comunicaba no necesariamente tenía que ver con el público que iba a una sala. Nosotros buscábamos “un sujeto para un objeto”, como decía Marx, pero no sólo con fines estéticos sino más bien políticos. El objetivo no era crear nuevos espectadores sino de nuevos interlocutores a los que llegar con el discurso político. Desaparecida cierta zona de euforia e ingenuidad que nos daba aquella hipótesis de que el mundo podía ser cambiado, uno ser partícipe de ese cambio y que además, si se actuaba con rapidez uno lo vería, también desaparece el objetivo de crear a ese sujeto. Si no le puedo decir lo que le decía hace treinta años porque no creo en eso, por lo tanto desaparece el sentido de ese acto de comunicación.
La crisis de hoy es una crisis saludable porque obliga a pensar la relación de teatro y política desde otro punto de vista, porque permite fluir un teatro político que no necesariamente tenga un objetivo inmediato de convencer a alguien de algo determinado hoy. Creo que ahora fluye un teatro de ideas alejado del valor publicitario, y que el que hacíamos hace treinta años era un teatro publicitario que por momento lo volvía más débil en términos trascendentes. No le permitía hacer foco en las ideas porque en realidad lo que importaba era convencer. Creo que cierta zona de teatro de ideas que aparece a posteriori de eso es interesante.

¿Por qué el teatro barrial es sólo teatro de vecinos y a los teatreros no les interesa ir a esos lugares ni ocupar esos espacios? ¿porque no tiene prestigio o porque directamente está fuera del imaginario de quienes hacen teatro en la zona del Abasto?
Como experiencia personal te cuento que tuve reuniones dos veces con la gente de Catalinas para llevar El niño argentino a La Boca. Creo que lo que remata el objetivo comunicacional de esa obra es hacer temporada allí. Nunca concretamos, por un tema de horarios, pero nosotros como grupo teníamos claro que nuestro espectáculo culminaba en Catalinas con choripán en la vereda. Adhemar Bianchi también me convocó más de una vez a dirigir algo allí, así que te diría que esto está dentro de mi expectativa y mi deseo.
En ese sentido, no tengo ese prejuicio.

Hay unos cuántos espectáculos que son mucho más populares de lo que se piensan a sí mismos. Acasusso, de Rafael Spregelburd, es un espectáculo para Catalinas o para el Circuito Cultural Barracas ¿no lo ves así?
Creo que hay una pequeña zona prestigiosa que es como un lugar de lucha, como una especie de “Tatami”, cerradito donde se hace la ceremonia en el que hay mucha gente peleando por entrar a ese supuesto círculo consagratorio. A mí siempre me ha parecido ingenuo. Es más, mis peores experiencias fueron cuando también concedí a esa hipótesis. Te cuento una anécdota. Escribí en los 80 la obra Pericones soñando con dirigirla yo en un galpón cuando no había galpones y que la gente viniera a comer, a ver una obra, reírse a los gritos y discutir de política. Pero el día en que Jaime Kogan me dijo que él tenía posibilidades de estrenarla en la Martín Coronado del San Martín, me hice pis encima. Y por supuesto esa obra no funcionó porque no estaba pensada para ese lugar, la escenografía no servía para sacarla de ese espacio y no se pudo hacer más. Para mí fue un dolor muy grande porque me llevó muchos años de trabajo pero fue mi propia debilidad frente a la posibilidad de entrar en la zona consagratoria la que me hizo aceptar la concesión. ¿Qué saqué de eso? Una foto en la tapa de la revista del San Martín que mi mamá guardó y a partir de ese momento, cuando entró a una sala repleta de 1.500 personas dejó de decirme que haga teatro pero que trabaje de otra cosa. Cosa que entiendo hoy porque entiendo el peso que tienen cuando las veo en otro. Pero en términos estrictos de la relación años de trabajo sobre una obra y resultado, fue un fracaso estruendoso internamente. Aprendí a los golpes que lo importante es la estética propia en relación con ese público, que ojo, no necesariamente es un público popular porque en Catalinas se mezclan los vecinos con los dueños de autos caros que cuidan los bomberos.
Ahora, somos muchos los que pensamos así y actuamos de manera consecuente. ¿Por qué Ricardo Bartís no hace otras cosas que las que hace en su sala? Porque su objetivo es poético. Eso no significa que eventualmente no puedas trabajar en una película o en la tele, pero el primer objetivo es poético.

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