viernes, 15 de mayo de 2009

Sueños y pesadillas

por María Pia López

¿Es posible ingresar a un basural sin ser atravesado por sus olores? ¿Se puede salir de allí ileso? ¿Por qué la TV critica el escote que ella misma le da a Nina Peloso? Historias de resistencias y vaciamientos.

Pocos movimientos políticos, o pocos dirigentes, han auscultado los núcleos vitales de la ciudad mercantil como ha hecho Castells. Cuando sus intervenciones estético-políticas se realizaban en la calle de las galerías de arte o en las modernísimas calles de Puerto Madero, parecía estar recurriendo al modo tradicional de una inversión de sentido de los flujos habituales de esos lugares. Pero era algo más, que quedó revelado cuando la pareja Peloso-Castells arribó a Bailando por un sueño. Se trataba menos de subvertir un tipo de funcionamiento que de recordar al paseante, al consumidor, al espectador, que era necesario constituir, siempre, una alianza con el mal. Una alianza con los piqueteros, o desde la perspectiva inversa, una alianza con Recoleta o Puerto Madero. O con la televisión argentina en su dispendio de cachondez mercantilizada.
Es una instancia de reciclaje: Si las calles no están vedadas a la movilización política pero ésta se ha vuelto inocua, los movimientos deben reorganizar sus iniciativas. Lo extraño es que mientras muchos giraron hacia la forja de alternativas productivas y comunitarias, el MIJD se condujo hacia la escena televisiva alrededor de un estrellato individual -o de pareja-. Lo de Nina Peloso no carece de un bizarro heroísmo: el de revelar tras las capas de un personaje público, comprometido y combatiente, el deseo de seducir y brillar. Necesidad política, entonces, y pulsión personal. ¡No conviene reaccionar airados, como tanto pudor clasemediero ante el devenir del deseo y de sus giros políticos o materializaciones de mercado!
Tampoco, es obvio, se trata de festejar. Apenas: preguntar. ¿Qué resulta de ese cruce ante las cámaras? ¿Sueño o pesadilla? Banalización, seguro. Y eso cuenta entre los desdoros más graves achacables a un dirigente social. Porque no se trata del tamaño de las ropas de la bailarina, ni de las destrezas ausentes en su danza: se trata del cartel reclamando justicia por un maestro asesinado en Neuquén puesto en escena entre el balbuceo y la autolegitimación (estoy aquí por causas nobles), y del uso del lenguaje de los compromisos públicos para defender una parodia de jurado.
Algunos programas de televisión, herederos de Cha-cha-cha, y portadores de las huellas del humor de Olmedo, nos han revelado hasta qué punto basta raspar la seriedad política para que se revele su corazón paródico. En la semana siguiente a que el canal 7 pasara el documental Actualización política y doctrinaria –la larga entrevista que los jóvenes Solanas y Gettino le hicieron a un astuto y escurridizo general–, en la mismísima televisión pública Peter Capusotto regalaba su propia versión de los hechos: las imágenes eran iguales, pero Perón habla de rock. Y Barcelona es el entrenamiento gráfico para advertir el lado imposible de toda seriedad. En todos esos experimentos culturales no hay modos de constituir un discurso político eximido de sacrificar ante el altar de la parodia.
Pero no es lo mismo, sin dudas, la destitución humorística del discurso -y ahí la lengua de defensa de las víctimas puede ser puesta en secuencia con la reivindicación de un Sofovich-, que ese enlace forjado con supuesta seriedad por un dirigente social. Porque si en un caso la parodia funciona como alerta de que nuestros pensamientos están exigidos de una mayor hondura y complejidad para evitar que la risa no deje nada en pie; en el otro hay aplanamiento de esos discursos en su expresividad más banal. Lejos de alertar, vacía. Más que destituir, destruye.
La televisión es espantosa. Lo digo rápido, pero intuyo que algo de verdad revelan sus éxitos. Como si en el fondo todo en ella hubiera estado destinado a los gritos chabacanos de Tinelli, a la estupidez vacua de Gran Hermano, o la indignación moralista de unos jóvenes -¡ya no tanto!- empresarios y burlones. El reino del estrellato masivo: ver televisión para vernos actuar (a nosotros mismos, a otros parecidos). Benjamin -viejas lecturas para nuevas televisiones- pensaba que el fascismo consistía en la multitud devenida espectáculo para sí misma. Como si se mirara a su propio rostro: en los desfiles, en la guerra. ¿No es la TV el sucedáneo técnico de esa disposición a encandilarse con el rostro único? Sólo que ya no se trata del temblor de la representación del colectivo -marchoso, gigante-, sino del estremecimiento del rostro individual que ha llegado a la representación plena. Todo esto ya ha sido dicho. Por nosotros y por otros. Sólo necesitaba volver a decirlo, para pensar si hay salvación.
Es posible encontrar dos tipos de respuestas (excusándome de considerar la del festejo o la del consumo) ante los éxitos mercantiles de fenómenos que en términos estéticos, culturales, políticos, pueden ser vistos como dañosos. Una, es la fuga, ya sea realizada o en estado de pregunta: si el consumo masivo se orienta sistemáticamente hacia lenguas vaciadas, hacia culturas banalizadas, o hacia productos mezquinos, se trata de constituir otras formas culturales, otras lenguas y otros productos artísticos, capaces de objetivar el tesoro que las masas desdeñan. La fuga es el horizonte del arte, pero también del ensayo y del pensamiento en general. Casi diría: se piensa contra la sociedad.
La otra, es la de la comprensión de la novedad y la racionalidad de esos consumos. Es el camino de la antropología: no llorar, no reír, no juzgar, comprender. Pablo Semán, en un libro reciente, cumple ese mandato espinozista respecto de ciertos objetos culturales: el rock chabón y la historia de divulgación. El mayor interés del libro proviene, creo, de cuánto nos alerta sobre los prejuicios de clase que organizan nuestras pautas valorativas. Y las de las ciencias sociales en general. Decir que el rock de los barrios no es música, sostiene, es considerar cómo legítimos a un tipo de música y a un conjunto de creadores, excluyendo de esa posibilidad a las camadas de jóvenes sin saberes musicales a los que la política monetaria de los 90 les permitió el acceso a instrumentos, pero no a conservatorios. O sancionar como no-historia la historia consumida masivamente, es poner en juego -sin revelar su parcialidad- criterios de legitimidad producidos por las academias. Quizá lo que dice Semán sea demasiado sencillo: hacer explícitas esas formas de legitimación que, como tales, suponen formas del poder. Hacer visibles los códigos que organizan y valoran, pero también su núcleo más secreto: la mirada desdeñosa sobre lo popular y su existencia dañada.
Dos caminos. Comprensión y fuga. Es necesario ese engarce entre el poder autocrítico que despliega la pregunta por cómo se constituyen nuestros anteojos valorativos y la voluntad de fuga que anima una alarmada creación. Esta fuga, despojada de la comprensión crítica, es gesto aristocrático. Y, por lo tanto, retirada escandalizada o goce resentido de la soledad. ¿Qué cultura podremos crear capaz de reconocer lo nuevo sin temblorosas reconciliaciones? ¿Qué formas culturales evitarán la pesadilla?

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