Por Federico Irazábal
Con dos meses en Berlín y más de treinta obras en su haber el autor de esta nota establece algunos lineamientos acerca del teatro berlinés hoy, y sus puntos de contacto con el de Buenos Aires.
Pese a la delicada situación económica en la que se encuentra actualmente, nadie pone en duda hoy que Alemania, más puntualmente Berlín, es el corazón cultural de Europa.
En Argentina, específicamente en Buenos Aires, pudimos ver diversas experiencias que llegaron gracias al Festival Internacional de Teatro. En cada edición, siempre, la propuesta berlinesa fue la que causó mayor interés entre el público y la crítica local. Puestas tales como La resistible ascensión de Arturo Ui, de Bertolt Brecht y con dirección de Heiner Müller; Murx, una velada patriótica, de Christoph Marthaler y dramaturgia de Matthias Lilienthal; y Artaud recuerda a Hitler y al café romántico, con dirección de Paul Plamper, fueron propuestas que por diversas cuestiones procedimentales y de orden netamente estético nos asombraron, y mucho.
Pero indudablemente, y como es lógico, no se trató más que de una apretadísima selección de un gran cuerpo de producción existente en la capital alemana, que no sólo se nutre de la producción local, sino que de forma casi permanente recibe la visita de producciones tanto de la Europa Occidental como de la Oriental. Y quien escribe, luego de haber tenido la oportunidad de permanecer en Berlín durante dos meses, y después de haber visto 30 espectáculos en ese tiempo, planteará algunos lineamientos, no tanto de la “estética alemana” sino de las principales diferencias observadas entre ese teatro y el que se produce en la Ciudad de Buenos Aires. Algunas de las matrices diferenciales son más que obvias, y tienen que ver con la situación económica, que irradia la práctica teatral concreta.
¿Será sólo una cuestión de dinero?
Una mirada externa como la mía podría caer en la ingenuidad de creer que se trata de eso únicamente. Pero si uno se introduce, como turista claro está, en la cartelera berlinesa podrá observar que hay algunas cuestiones que efectivamente tienen que ver con la existencia de una economía más potente que la argentina, pero que en la raíz hay cuestiones que obedecen más a una política cultural que a una determinada coyuntura. Para sostener esto habría tan solo que mirar lo que ocurre en el denominado circuito oficial. En sus salas (Volksbhüne, Prater, Staatsoper) y con un rápido repaso de su cartelera se puede ver que es el teatro oficial el encargado de subvencionar las propuestas experimentales, puesto que consideran que las estéticas ya consagradas tienen un caudal de público lo suficientemente importante como para que subsistan en la soledad de las leyes del mercado.
Si queremos entender las líneas evolutivas del arte desde perspectivas clásicas (Raymond Williams y su tríada: emergencia, dominancia, remanencia), podemos notar que las propuestas estéticas que alguna vez fueron emergentes ahora se encuentran producidas por otras salas, ya que se hallan en su momento de mayor legitimación, que son dominantes. En cambio, en las salas oficiales se busca la emergencia no sólo de nuevos nombres sino de propuestas que en sí mismas involucren algún tipo de riesgo artístico (y por ello económico). Veamos un caso. En la Ópera de Berlín (Staatsoper) se convocó a Sasha Waltz (una mirada gruesa diría que es la continuadora de Pina Bausch) para que monte Didos y Eneas de Henry Purcell. El edificio de la Ópera puede ser tan imponente y majestuoso como el Teatro Colón de Buenos Aires. Con tantos dorados y finas panas como nuestro coliseo. Apenas se diferencian en una cosa. Ya superaron la discusión acerca de si en esas salas tiene sentido actualizar, contemporaneizar, modificar las obras clásicas, tanto de la ópera como del ballet. Nuestra comunidad operística sigue discutiendo estas cuestiones mientras en el escenario del principal coliseo alemán una coreógrafa irreverente pone una gran pecera con bailarines sumergidos, y mientras el coro y los cantantes producen sus interpretaciones los técnicos invaden el escenario para preparar la maquinaria escénica. Y las polémicas que surgen al respecto no tienen que ver con pautas del tipo “eso no es ópera” sino más bien sobre la calidad dentro de lo que es la propuesta en sí. Claro, se trata de un país que tiene políticas culturales y en donde ya no hace falta discutir sobre la legislación que proteja la jubilación del bailarín. Mientras allí los bailarines hacen seminarios para “la voz” aquí se ven obligados a recorrer la Legislatura en búsqueda de una ley que el propio sentido común debería dictar.
El dinero II
Otra de las consecuencias de esa situación económica diferencial con nuestra escena tiene que ver con la presencia de la tecnología. Por supuesto que esto no se da únicamente en lo teatral sino que la tecnología ocupa un lugar central en la vida diaria de aquella sociedad. Y por lo tanto su aparición en el escenario es sólo una más. Ahora bien, partiendo de la base de esta existencia impactante podemos formular preguntas que nos ayuden a pensar un poco más la cuestión.
Desde una perspectiva política, un análisis fugaz de la teatralidad berlinesa vista por mí es profundamente diferente de la que producimos en Argentina. Mientras aquí aún continuamos pensando la década del setenta, los dictadores y los desaparecidos, los secuestros y las torturas (puesto que no pueden pasar a formar parte de la memoria colectiva ya que las instituciones que debían funcionar y operar al respecto –la justicia– aún no lo han hecho o lo están haciendo muy tímidamente), allí las preocupaciones tienen más que ver con el capitalismo y la globalización que con alguna situación coyuntural interna.
Simplifiquemos la afirmación: el teatro piensa críticamente con el dinero sobre el dinero. ¿Es posible algo así? No caigamos en posturas anacrónicas de reflexión. Claro que es posible. Pero lo es tan sólo si lo tenemos en cuenta desde lo paradojal. Y se encuentra allí una paradoja por demás interesante. Mientras los creadores cuestionan al capitalismo salvaje se sirven de las herramientas que este mismo capitalismo ha creado. Pero el problema consiste en la profunda dependencia que han construido. La relación arte-tecnología es tan profunda que me animaría a afirmar que no es posible el primero sin la existencia del segundo. Son muy pocos los casos en los cuales los creadores se despojan de todo, de absolutamente todo, dejando en escena únicamente el cuerpo del actor, que es, según se rumorea, lo imprescindible en el teatro.
Uno de los puntos más sobresalientes desde las diferencias es el de la actuación. El nivel expresivo y formativo de los actores es más que notable. Claro, reciben un salario que les permite vivir dignamente de lo suyo, pero a su vez entienden que la formación de un actor debe atravesar los más diversos lenguajes: la danza, la música; pero también en lo que hace a la formación intelectual (como el manejo fluido de diversas lenguas por ejemplo). Y sin embargo, o gracias a eso mismo, es ésa una de las zonas donde más trabajan los teatristas alemanes: ¿es necesario ser actor para actuar en teatro? Los argentinos hemos disfrutado de algunas producciones que trabajan con lo que se ha denominado no-acting.
El reality teatral
Uno de los creadores más radicales se encuentra actualmente, y desde hace ya varios años, trabajando para un teatro oficial de la ciudad: la Volksbühne (escena del pueblo). René Pollesch es un creador que produce dentro del concepto de “sagas”, esto es, una historia que se desarrolla en diferentes producciones y a lo largo de muchos años, y que tiene como particularidad que cada obra puede ser vista de modo independiente, porque el elemento que define la saga puede ser tan sutil, o ilógico, como un sillón de un determinado color, o un mismo personaje que sin búsquedas de psicologismos baratos vive las más diversas experiencias sin que exista (en su nombre, en su biografía) una línea de coherencia.
Tomemos un único ejemplo dentro del actual trabajo dramatúrgico de Pollesch: In diesem Kiez ist der Teufel eine Goldmine (En este barrio el diablo es una mina de oro), también denominado Prater-Saga 3 (Prater es el nombre de la sala experimental del mencionado teatro). Aquí se dedican los artistas a trabajar sobre la estética del reality, tomando además uno de sus antecedentes estéticos más fuertes y legítimos: The Truman Show. Esta película planteó cuestiones que inmediatamente después la televisión iba a tratar desproblematizadamente: Gran Hermano es el exponente más visible de ello.
Pollesch, con la dirección del grupo Gob Squad, no sólo toma los aportes tecnológicos existentes, sino que además tematiza sobre la relación que uno de los géneros más vitales de la televisión actual ha establecido con ellos, pero no con la finalidad de simplemente trasladarlo a la escena sino de poner en tensión la relación de ambos tipos de representaciones: la teatral y la televisiva. La escenografía con la que se encuentra el espectador que asiste a la Prater es la de un programa de televisión, que tiene como finalidad el encuentro de tres actores que estén dispuestos a interpretar, dentro de una pecera (al estilo de la casa de Gran Hermano, o la academia de Operación Triunfo), diversos personajes y decir textos que les llegan a través de auriculares, así, en vivo y en directo. Expliquemos un poco más en detalle esta dinámica que es central para la propuesta. Tres actores caracterizados (grotescamente) como periodistas están ubicados en la calle Kastanienallee, más precisamente en la puerta del teatro. Todo lo que allí ocurre llega al interior de la sala a través de la cámara que en vivo comunica ambos espacios. Los periodistas tienen como función dramática conseguir tres peatones interesados en actuar, cobrando en el lapso de una hora los mismos honorarios que reciben por una hora de trabajo en su actividad habitual (así cada uno de los que acepten informan su ingreso/hora y el teatro les abona idéntica cantidad). Una vez conseguidos van caracterizándose, también frente a cámaras, y firman con rouge un falso contrato e ingresan al estudio, encerrados, sin poder tomar contacto con el espectador que desde la pantalla gigante los mira desempeñarse. Una vez que la microescena encapsulada se aproxima a su fin, los actores-peatones salen a través de una ventana e ingresan en la escena y se enfrentan por primera vez con su público. Una música, la del final de The Truman Show, los acompaña mientras ellos caminan hacia una pared que, como en el cielo de la película, los conducirá hacia la realidad misma, sin mediación. Esa realidad es precisamente la que se evidencia hacia el final: los actores que componen a los personajes-conductores y colaboradores del reality, y los actores-peatones saludan al público que aplaude, mientras alguien del equipo de producción trae el dinero justo que cada uno pactó por su trabajo, quebrando de esta forma también todo halo místico que pueda rodear a la institución artística en sí, y mostrándola como lo que es, al menos en Alemania: una industria, pequeña, pero industria al fin.
Las consecuencias que de esto se desprenden son dos:
A. ¿Donde quedó el actor? Con una propuesta semejante, lo que queda escindido es precisamente uno de los atributos más positivos con los que cuenta el teatro alemán, la presencia notable del actor con tanta y tan profunda formación, y por supuesto la emergencia de un nuevo concepto de personaje. Ya no se trata aquí de la disputa entre seres psicológicos encarnados por un cuerpo-real versus seres meramente lingüísticos que poseen como único atributo la presencia del lenguaje. Entonces, ¿a qué nos enfrentamos en tanto espectadores? Al mecanismo de producción de la representación, no a la representación en sí (y con este desplazamiento también accedemos a un cambio en la idea de realidad, verdad y verosímil).
B. La performance-teatral. Éste es sin lugar a dudas el elemento sustancial, desde mi óptica, puesto que la obra se desempeña en tiempo real. La duración del espectáculo puede tardar tanto como el tiempo que demande el encuentro de los actores (dos horas es el mínimo, pero el máximo infinito). El concepto de riesgo, ante la presencia permanente del fracaso, es el que marca la temporalidad del espectáculo. Y por otro lado, ¿estamos frente al tradicional concepto de teatralidad? ¿Alcanza a constituirse la idea de “repetición” propia de toda representación teatral, cuando en una función el actor realiza por primera y única vez su papel, sin ensayo previo y sin saber siquiera donde está y hacia donde se dirige?
El tiempo del vivo de la televisión (en apariencia, y sólo apariencia, uno de los más ajenos al universo teatral) es el que llega precisamente al teatro. Ese vértigo que produce el “vivo” como concepto es quizás uno de los más anulados dentro de la representación teatral: el oficio, los ensayos y la repetición misma como procedimiento estructural hacen que el espectador se olvide de esta cuestión (que se vuelve visible sólo desde la falla, a través de un lapsus, un equívoco o un mero problema del actor o de la escena en sí). En el teatro el “error” es un disvalor, en la televisión es, por el contrario, el elemento que evidencia que se trata de “la vida misma”. Por lo tanto no estamos ante una reproducción acrítica de un modelo representacional imperante en este capitalismo avanzado como es el de la televisión (donde ya no caben dudas de que los cuerpos –y la vida en general– son mercancías), sino más bien de una intromisión con profundas resonancias estéticas y, por qué no, filosóficas: dos lenguajes diametralmente diferentes, pero que se nutren mutuamente aunque ambos operen a través de desplazamientos de índole diversa.
Hacia la performance
Me animaría, como puro juego lingüístico, a invertir el esquema del pensamiento y emitir las siguientes preguntas: ¿puede el teatro ser parte de las mal denominadas “estéticas representativas”? ¿No estamos acaso frente a un salvaje acto de pura presentación, con la presencia real de un cuerpo real –si es que algo de todo esto existe–, que encarna su más absoluta presencia en tanto sujeto que simula una representación a la vez que está inevitablemente entrampado en el ser-aquí-ahora?
Hubo algo del “como si”, de la pura técnica, que ha triunfado a tal punto que nos ha llevado a olvidarnos del hecho en vivo, con la excepción de la denominada “performance”. Es aquí donde el “aquí y ahora” se imponen por sobre la idea de la repetición. Pero a la vez podemos sostener sin temor a equivocarnos que la performance como práctica, en nuestro país, no acaba de asumirse como una de las formas teatrales, salvo honradísimas excepciones, como podrían ser algunas experiencias de Vivi Tellas o del más reciente Emilio García Wehbi.
De esta forma hay una coincidencia plena en el uso del tiempo: actores y espectadores conocen al mismo momento el texto de la obra. Por lo tanto podríamos sostener, en algún punto, que no existe técnica actoral que les permita hacer un trabajo de “composición” puesto que deben guiarse por sus intuiciones y por las indicaciones que el director les va dando acerca de lo que tienen que realizar. Este despojar de su técnica al actor profesional nos acerca mucho al trabajo del no-acting (trabajo con no-actores).
A partir de trabajos como éste, lo que se logra es una fusión entre la performance y el teatro, anulando el “como si” propio del teatro para poner en escena el riesgo, el vértigo o el error. Una concepción del tiempo que rechaza el concepto de repetición, que brega por un aquí y ahora fuerte, hace que la presencia del espectador sea correlativa a la escena misma.
miércoles, 20 de mayo de 2009
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