miércoles, 20 de mayo de 2009

Castorf: el exceso como arte

Por Silvia Fehrmann

Uno de los países más esperados en el Festival Internacional, este año irrumpe con una particular versión de Un tranvía llamado deseo, bajo el genio creativo de Franz Castorf. Quién es este inclasificable director y cuáles son algunas de las claves de su obra.

Frank Castorf no sería el artista que es sin el socialismo real, la cultura de masas y las vanguardias históricas. Nacido en Berlín Oriental, Castorf se crió bajo la RDA, un régimen opresivo cuyo mayor proyecto era que la vida fuera un permanente plan quinquenal. Castorf hubiera querido ser director de cine, pero la carrera era considerada de alta seguridad por su alcance masivo, por lo cual tuvo que optar por estudiar Ciencias Teatrales en la Universidad Humboldt. De ese viejo deseo quedó una mirada cinematográfica. De ese primer encontronazo con el poder, quedó una obstinada rebeldía contra el canon, el sentido común, la corrección política.
Hijo dilecto del rock de los años sesenta, en pleno socialismo real Castorf iba por la vida como un artista casi underground. Le gustaba el rock y sus ángeles caídos, como Jim Morrison. En sus estudios había abrevado en las vanguardias históricas: el dadaísmo, el surrealismo, el futurismo. Comenzó a trabajar como dramaturgo (asesor dramatúrgico) y apenas puso manos sobre una puesta en escena, el resultado fue escandaloso: los actores se convulsionaban en el piso, en lugar de encarnar el avance de la razón por el mundo. Pronto los censores sospecharon que algo raro había y lo enviaron confinado a un teatro de provincia: Anclam. Incluso allí se dedicó a investigar lo que era posible sobre un escenario. Su puesta de La misión, de Heiner Müller fue prohibida. Castorf se encabritó y con el socorro de Gregor Gysi, además de abogado, político respetado, logró que la justicia comunista le diera la razón. El argumento fue la libertad de trabajo.
Lo que resultaba corrosivo para el régimen era otra forma de teatro para el que seguía vivo el legado de Brecht: “Provocar el pensamiento, mostrar lo paradójico, permitir pensar que las cosas podrían ser diferentes”. Mientras el país se paralizaba en un marasmo de burocracia y miopía, Castorf y su gente trataban de encontrar su lugar en el mundo: “Estábamos lanzados en un determinado espacio político, social, estético y como los personajes de Beckett en Esperando a Godot, era cuestión de cada uno encontrar la manera de lidiar con ese estancamiento de manera efectiva o en lo posible gozosa”.
Tanto experimentó con el teatro y metió el dedo en la llaga que en la primavera de los años ochenta, pudo viajar a Alemania Occidental. Al poco tiempo, el Goethe-Institut lo invitaba a una gira por el Cono Sur. En 1988, en el Teatro San Martín se vio Miss Sara Sampson, de Lessing, una puesta cuya irreverencia acaso no podía intuirse sin el contexto en el que causaba escozor: los actores que moqueaban, babeaban y se masturbaban en una obra que forma parte del canon alemán eran una bofetada contra el teatro pulcro e hiperestetizado de, por ejemplo, Peter Stein.
Al poco tiempo, cayó el Muro. Castorf nunca había dejado de vivir y trabajar en Berlín Oriental; hasta el día de hoy se niega a denostar el proyecto socialista, pero criticando a la vez su implementación en clave pequeño-burguesa. Después de la reunificación, asumió como director de la Volksbühne, el “teatro del pueblo”, una institución octogenaria por la que habían pasado Erwin Piscator, uno de los primeros en experimentar con otros medios en el teatro, o Benno Besson, un discípulo de Brecht que trató de mantener vivo el espíritu de búsqueda que se iba ahogando en el Berliner Ensemble en tiempos de la viuda Helene Weigel.
En los años noventa, no hubo otro artista alemán que articulara con tanta claridad lo que estaba sucediendo en realidad con la colonización de un país por otro. La Volskbühne se transformó en un bastión, mezcla de museo del socialismo real, usina de ideas, molestia para el sistema, una máquina teatral. Y con la misma irreverencia con la que había enfrentado una dictadura, Castorf atacaba el capitalismo triunfante.
En sus puestas, Castorf abomina de todo signo unívoco, se entrega al exceso y a la exasperación. Sobre el escenario, se abisma en un theatrum mundi carnavalesco, cínico, con momentos para la risa y otros para el horror. Los textos, hechos trizas, se transforman en receptáculos de otros discursos (textos teóricos, diálogos improvisados, citas de otras puestas). Este principio de razón dialógica abre las puestas a la actualidad y le permite lanzar diatribas contra el estado del mundo, la pequeña burguesía como clase triunfante en la globalización, otros directores (es legendaria su enemistad con Claus Peymann, director del Berliner Ensemble, una especie de rutina teatral en la que abreva la prensa amarilla) o la angustia vital.
Son los actores los protagonistas del planeta Castorf. Sus biografías aparecen yuxtapuestas al texto de las adaptaciones. Lejos de encarnar papeles, producen actos con palabras, juegan como chicos, bailan, hacen música, se tiran cosas, se divierten ostensiblemente en escena. Sus comentarios a lo que sucede en cada función suelen ser o muy sagaces o muy divertidos. No por nada admira la vitalidad de la commedia dell arte: a través del disparate y del nonsense, la risa libera y se vuelve un corrosivo eficaz.
Puesto a trabajar, Castorf genera obras de estructura proliferante, excesiva, que duran mucho más de lo imaginable en otros ámbitos teatrales: cinco o seis horas en el caso de El idiota, Demonios o Crimen y castigo, ambientadas todas en la estética de containers (invención pre-Big Brother) y arquitectura modular que es la marca de fábrica de su escenógrafo Bert Neumann.
En los últimos años, Castorf exploró a fondo las posibilidades del video en escena para multiplicar casi hasta la obscenidad visual la cantidad de niveles narrativos. Pero a la vez, la yuxtaposición de planos le permite escapar al monolingüismo y a la ilusión de que lo real puede ser conocido. Como en la calle, hay que seleccionar qué percibir, nunca alcanzan los sentidos para todos los estímulos.
En los últimos años, Castorf se ha dedicado una y otra vez a trabajar en un vaivén en torno a dos temáticas, Rusia y Occidente, Oriente y Norteamérica, para hablar de una y otra manera sobre Alemania. En 1999 comenzó la serie de Dostoievskis con Los demonios, a la que siguió Endstation Amerika basado en Tennessee Williams. Le siguieron dos Dostoievskis: Humillados y ofendidos en 2001 y El idiota en 2002. A Mijail Bulgacov (El maestro y Margarita) le volvió a seguir Forever Young, su segundo Tennessee Williams en 2003 (protagonizado por Martin Wuttke, uno de los integrantes del elenco de la Volksbühne).
“Tennessee Williams era un outsider, un hombre que como Dostoievski o Rimbaud, se aventuró hasta los límites del arte. Por eso quise salvar a Tennessee Williams de la obsolecencia del teatro comercial y devolverle su modernidad” (Castorf). En su versión de Un tranvía llamado deseo, América es cifra del capitalismo todo, el capitalismo como estación final. Los personajes están en estado de migración: en la versión de Castorf, Kowalksi es un polaco emigrado de Gdansk que supo participar de Solidarnosc y jugaba al tenis con Lech Walesa.
Para Castorf, la depresión es uno de los temas que se juega en sordina en esta obra de Williams. “En lugar de salir a la calle, la gente se mete en sus livings. Esa impotencia que surge por la imposibilidad de practicar la solidaridad, de cambiar activamente el mundo, se llama depresión: ese fenómeno que el individuo no logra nombrar cuando cree que está solo ante su fracaso y no ve el papel que juega la sociedad en su situación”. Como en Tennessee Williams, la asfixia pequeñoburguesa va cercando a Blanche. En la versión de Castorf, el final es feliz.

No hay comentarios: