lunes, 18 de mayo de 2009

Para volver a narrar

Por María Pia López

Como una de las posibles explicaciones del nacionalismo creciente, aparecen los mitos ritualizados que se ofrecen como una válvula de escape ante un presente que no da respuestas.

“…junto a ello un apátrida andar vagando, un ávido agolparse a las mesas extranjeras, un frívolo endiosamiento del presente, o un apartarse obtuso y aturdido, todo sub specie saeculi, del ‘tiempo de ahora’: síntomas idénticos que permiten adivinar en el corazón de esa cultura un fallo idéntico, la aniquilación del mito.”
El nacimiento de la tragedia, Friedrich Nietzsche

En La corrosión del carácter, Richard Sennett plantea que los nuevos modos del trabajo afectan la posibilidad de constituir una narrativa. Comparando distintas generaciones de trabajadores encuentra que los más viejos podían organizar su historia de vida alrededor de un trabajo fijo, el saber de un oficio, de una carrera en una empresa y de una previsión económica. Los más jóvenes, por el contrario, se mostraban desprendidos de esos saberes, pero también de un marco de contención y previsibilidad. Amenazados por su obsolescencia laboral, no pueden articular una narración sobre sí mismos.
El viejo mundo era, sin embargo, el mundo de las disciplinas fordistas al que, Sennett se cuida de decirlo, no sería deseable imaginar idílico. El nuevo despoja a los sujetos de la capacidad de organizar sus vidas, pero también de narrarlas. Narrar es una actividad fundamental de lo humano: potencia estética, comunicativa y reflexiva. Requiere un mundo simbólico compartido, una escucha y una capacidad. El nuevo mundo, en el que la corrosión laboral es sólo un aspecto, sustituyó la narración por otros modos del intercambio, más espectaculares y mercantiles. Más veloces y efímeros. John Berger, en un artículo reciente, dice que se destruyen lugares para crear zonas: el lugar es lugar para habitar, la zona es área rentable. El lugar es, también, la narración: lo que posibilita la circulación de la voz común. La zona es la comunicación abstraída de otro compromiso que el de la ganancia.
El nuevo mundo no parece un mundo feliz. La corrosión y el vaciamiento son tatuados sobre las almas y los cuerpos, y sería inútil listar las huellas y los poco eficaces remedios. Pero sí querría señalar, aludir a una de las respuestas: la apelación ritualizada al pasado. Cada año, en Buenos Aires, las fiestas patrias son rememoradas por los habitantes con más profusión de banderas celestes y blancas. Cada vez las pantallas repiten la imagen de los ritos consagratorios: el entierro del papa anterior y la asunción del actual fueron la culminación del ritual espectacular. En paralelo, la tradición y la emoción nacionales se convierten en factor de ventas.
Se vuelven los ojos al viejo mundo. Buscando en él –en esas persistencias que lo hacían seguro y habitable– las certezas que el nuevo ha evaporado. Ya pasó más de un siglo desde que Marx dijo que ninguna solidez resistiría al movimiento del capital. Todo, pensaba, se desvanece en el aire, cuando el mercado es el motor principal. Recién en las últimas décadas la profecía parece, finalmente, cumplida. ¿Qué encuentran los ojos cuando miran hacia atrás? No sólo un mundo de certezas proveídas por las disciplinas no poco opresivas, no sólo un mundo común de posibilidades, sino también la imposibilidad de retornar a él.
El retorno simbólico a ese mundo, al menos cuando es operado por los poderes mediáticos, significa constituir el pasado como una serie de artilugios para adornar el presente. Las certezas ya no provendrían de una experiencia práctica –la del trabajo, la del lugar que se habita, la de la lengua común, la de la narración que ella permite–, sino de marcas que se colocan a disposición del consumidor: “argentino”, “gaucho”, “latinoamericano”, “católico”, “occidental”. La marca, en el nuevo mundo, es más mercantil que clasificatoria: no engloba, distingue.
Portar la marca de un lugar no significa habitar un lugar, como portar la marca de una lengua no significa poder hablarla; portar la marca de una empresa no significa prever en ella una carrera laboral, como portar un apellido matrimonial no significa desplegar una compartida experiencia amorosa. Ni la disolución del mundo tradicional ni la primacía del mercado marcando las vidas con símbolos de ese antiguo mundo, son patrimonio argentino. Pero hay modos singulares en que aquí se procesan esos dilemas. Desde Radio 10 repartiendo banderitas y solicitando la unidad nacional contra delincuentes y extranjeros –pobres, en ambos casos–, hasta los modos sutiles de revisar la tradición o de volver a convocar a sus símbolos.
Ernesto de Martino muestra que el ritual tiene un carácter religioso: vuelve a ligar a unos con otros, señalando en su reiteración el gesto fundacional –refundacional siempre– de lo social. El rito es, de ese modo, puesta en acción de un horizonte mítico que permite la acción humana, permite la historia, en tanto imagina sustraer ciertos momentos y colocarlos en la eternidad. La idea es bien sugerente, porque indicaría que esa disolución que señalábamos al principio, esa condición efímera de las condiciones y la debilidad de las certezas, serían ahora más visibles y no recién nacidas; pero también indicaría que, precisamente cuando se hace más visible el riesgo o la incertidumbre, más se apela al momento ritual o a la evocación mítica.
Lejos estamos de retroceder temerosos ante esas convocaciones colectivas. Lo que impresiona, más bien, es la sensación de que ciertos modos de apelar al rito o al mito –lo decíamos al principio– son sólo su reclamo espectacular o su apoteosis fetichista.
El mito, en definitiva, es aquello que no cesa de abrirse para ser interrogado y dislocado; llamando permanentemente a la acción su contenido debe ser sacrificado en ella. Mito es, creo, la posibilidad de la narración, de la apertura de un símbolo que permite hablar en él, volver a narrar en, por y contra él. El fetiche, por el contrario, es el significado cerrado, dispuesto sólo al paso de unas manos a otras. Fetiche, espectáculo y mercancía, como lo supo Guy Debord, no pueden separarse. Los ritos en que nuestra sociedad pretende volver a encontrarse con su savia vital, han sido tomados por esa hegemónica santísima trinidad.

No hay comentarios: