Por Ana Durán
O sobre cómo el teatro se nutre de los mitos que construyeron su identidad para devolverlos a la sociedad de manera crítica, gracias a un efecto de boomerang.
Suelo regodearme diciendo que mi pasión por el teatro se debe a que es una forma de entender el mundo. Amplío. Un mundo tan grande como la historia existencial del hombre. Y un mundo tan módico como el porqué del “voto-cuota”, tan complejo como el camino hacia la “declaración de nulidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final”, o tan abominablemente simpático como el circo que los lunes a la noche rodean a “la mano de Dios”.
Es que el teatro, como otras formas de expresión del arte, pone en evidencia las particularidades culturales de la sociedad en la que viven sus creadores. Estar en un bando –de los muchos que nuestras tierras producen a cada rato–, al margen de ellos o, inclusive desconocer que existen es en sí mismo una toma de partido frente al colectivo porteño (no me atrevería a decir argentino) hecho de laberintos y presentado casi siempre de la manera más tajante y menos amable.
Y no me refiero sólo a los temas de las obras. El lenguaje, la estética o el modo de contar son un curioso equilibrio entre mirada colectiva e individual, que vuelve como un boomerang al lugar desde donde partió.
A grandes rasgos, los 90 no fueron tiempos de dejar traslucir claramente rasgos de identidad nacional en el teatro que recién se estaba gestando. Hay excepciones, claro. Pero si los alemanes (ver capítulo Germanos en página 47) dejaron su semilla en las nuevas generaciones de teatristas, seguramente es porque había que buscar el espejo afuera para poder mirarse. Y nuevamente Máquina Hamlet del Periférico de Objetos es un ejemplo de cómo hablando desde otra sociedad se habla de la nuestra.
En algún momento, la saturación de la estética como suele suceder en los procesos vivos del arte, llevó a los artistas a mirar, contar, generar lenguaje redescubriendo la propia identidad. ¿Ejemplos? En 2000, Living, último paisaje, por el Grupo La Fronda con dirección de Ciro Zorzoli recreaba nuestro cine de los años 50 y ponía el dedo en la llaga en el tema de la complicidad civil durante la última dictadura; cobró notoriedad y apogeo el teatro comunitario bajo los paradigmas de Los chicos del cordel con dirección de Ricardo Talento (nada más rotundo acerca de la debacle menemista en el cinturón industrial), y El Fulgor argentino, de Adhemar Bianchi y Ricardo Talento. Con La derrota, Bernardo Cappa mostraba una de las fantasías de más de una clase social: tener un hijo crack de fútbol. Y con Hormiga negra, inspirado en el folletín de Eduardo Gutiérrez, con dramaturgia de Bernardo Carey y Lorenzo Quinteros y textos de Osvaldo Lamborghini, se retomaba a un clásico de la literatura gauchesca.
A partir de allí, la lista es extensa. Digamos rápidamente que se volvió a la estética gauchesca pero el campo dejó de ser un lugar amable; que los proyectos Museos y Biodrama exigieron que la fuente creativa esté en esta ciudad y su gente; que hasta Los Amados puedan ser pensados como la manera en que “vemos” a los artistas latinoamericanos; que volvieron a la palestra Armando Discépolo, Andrés Rivera, Silvina Ocampo, Florencio Sánchez y Copi; que Los Macocos hicieron una pintura ácida del menemismo con Los Albornoz; y que se abrevó en el peronismo, el nazismo en Argentina y un compendio de lugares comunes de nuestra identidad.
A veces, con mirada irónica, crítica o despectiva, otras como una toma rotunda de posición, pero casi siempre a partir de una búsqueda de lenguaje que dé cuenta de una particular manera de formar parte del aquí y ahora, el teatro de esta ciudad, como el cine argentino, no deja de buscar la voz propia como un color más en medio de un coro que no todo el tiempo suena desafinado.
lunes, 18 de mayo de 2009
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