domingo, 17 de mayo de 2009

Mundo germano

René Pollesch por Federico Irazábal

El ciclo 4x4 que organiza el Goethe Institut es para Buenos Aires uno de los más fecundos lazos entre nuestro teatro y el de lengua alemana. Próximo desafío: traer a René Pollesch.

La influencia de la cultura alemana en el mundo occidental tiene una larga data tanto en el campo intelectual como en lo que a las artes se refiere. Pero en lo que respecta a nuestro teatro, la relación con ese país ha sido en los últimos tiempos íntima y productiva. El caso más obvio y de mayor resonancia por la capacidad de modificar el nuestro ha sido el de Bertolt Brecht. Pero creadores posteriores al gran maestro del teatro dialéctico han sabido ser escuchados en estas latitudes. Heiner Müller es tal vez el caso paradigmático con su Máquina Hamlet o Cuarteto. Del mismo modo es indudable la relación que con aquella escena mantienen Emilio García Wehbi, Ricardo Bartís, Federico León, Alejandro Tantanian, y, fundamentalmente, Rafael Spregelburd. Sin olvidarnos tampoco del alto impacto que las propuestas alemanas han tenido en las diferentes ediciones del Festival de Teatro de Buenos Aires.
La lista podría continuar de forma casi interminable, pero tal vez alcance con decir que en ese vínculo, en ese diálogo, en esa circulación tan plena y productiva uno de los ciclos que más se han sabido instalar en la ciudad de Buenos Aires ha sido el “4 x 4”. A través suyo cuatro autores alemanes, en formato de semimontado, llegan a los escenarios porteños de la mano de cuatro directores locales. Recordemos que de nuestros teatristas participaron allí, en algunas de sus cinco ediciones, Cristian Drut, Ciro Zorzoli, Luciano Suardi, Rubén Szuchmacher, Diego Starosta, Daniel Veronese, Ricardo Holcer, Rafael Spregelburd, Emilio García Wehbi, Luis Cano y Lola Arias. Y entre los dramaturgos a los que nos hemos enfrentado están Urs Widmer, Alberto Ostermeier, Roland Schimmelpfennig, Marius von Mayerburg, Elfriede Jelinek y Daniel Mursa. Como puede verse, se trata de un repertorio muy amplio, muy vasto, que en la práctica ha funcionado casi a la perfección, lo cual es ya un indicio de que el diálogo es posible, y lo es, sin dudas, porque compartimos en parte los mismos códigos más allá de que nuestras realidades políticas, económicas, culturales y sociales sean muy diferentes. Como ha sostenido Rafael Spregelburd en alguna oportunidad, ambos países entienden al teatro desde la política, la única diferencia es que ellos lo ven como una forma de opinar sobre ella mientras que en nuestro país el solo hecho de hacer teatro (en las condiciones en las que lo hacemos, dijo) es en sí mismo un hecho político.

Cinco para un peso
De todos los autores que ya han sido representados en Argentina tal vez tengamos una única carencia, una única falta: René Pollesch. ¿Quién es Pollesch y por qué aún no hemos podido verlo representado en nuestro país con la sola excepción de una puesta chilena en el Festival del Mercosur de Córdoba? Pollesch es uno de los creadores más radicales que hay actualmente, y desde hace ya varios años trabaja para uno de los teatros oficiales más importantes de Berlín: la Volksbühne. Protegido por una de las figuras más importantes de la escena alemana, Franz Castorf (director de dicho teatro y responsable de la versión de Un tranvía llamado deseo –Endstation Amerika– de Tennessee Williams, que visitó Argentina en 2005), Pollesch es un creador que produce y provoca. Por sus textos, por sus montajes, por su mirada ácida sobre el capitalismo y sobre Alemania, por el uso permanente de la tecnología, por la construcción descarnada de los personajes. Este creador estrena en la sala “experimental” de la Volksbühne, llamada Prater. El Prater es una suerte de galpón, bastante alejado de la imponente sala oficial cubierta por mármoles provenientes de la época de Hitler. Allí, en “su sala”, este hombre hace y deshace a su antojo, y no se equivoca. Convoca, en su gran mayoría, a un público bastante joven. Con puestas enloquecedoras, gritos por doquier y mucha música y proyecciones audiovisuales Pollesch se ha convertido en una marca registrada del teatro berlinés.
Durante mucho tiempo fue él mismo el director de sus propios textos hasta que finalmente, y luego de muchas críticas, aceptó que sean otros quienes se hagan cargo del montaje, pero siempre bajo su supervisión. Y éste es, seguramente, el motivo por el cual hasta ahora no ha podido ser visto en nuestro país. Pollesch no autoriza el montaje libre e indiscriminado de sus textos. Tiene para ellos una imagen escénica absolutamente determinada y no deja al director construir autónomamente su lenguaje escénico. Esto claramente dificulta su llegada a cualquier país. Pero para este año, finalmente, se prevé su arribo. El Instituto Goethe ha decidido invitarlo para que entrene a algún director en la estética-Pollesch y luego se realice el montaje de alguna de sus obras iniciales. Pero más allá de las complejidades que pueda llegar a tener esta estética escénica, lo verdaderamente complejo, por su riqueza, son sus textos. Construidos a partir de un diálogo permanente con otros textos, la mayoría de ellos provenientes de la filosofía, la obra de Pollesch se ha convertido en un ícono del más novedoso teatro alemán.

RECUADRO
Un ejemplo

In diesem Kiez ist der Teufel eine Goldmine (En este barrio el diablo es una mina de oro) también denominada Prater-Saga 3. Aquí se dedican los artistas a trabajar sobre la estética del reality, tomando además uno de sus antecedentes estéticos más fuertes y legítimos: The Truman Show. Esta película planteó cuestiones que luego, inmediatamente después, la televisión iba a tratar desproblematizadamente: Gran Hermano es el exponente más visible de ello.
Pollesch, con la dirección del grupo Gob Squad, no sólo toma los aportes tecnológicos existentes, sino que además tematiza sobre la relación que uno de los géneros más vitales de la televisión actual ha establecido con ellos, pero no con la finalidad de simplemente trasladarlo a la escena sino de poner en tensión la relación de ambos tipos de representaciones: la teatral y la televisiva. La escenografía con la que el espectador que asiste a la Prater se encuentra es la de un programa de televisión, que tiene como finalidad el encuentro de tres actores que estén dispuestos a interpretar, dentro de una pecera (al estilo de la casa de Gran Hermano, o la academia de Operación Triunfo), diversos personajes y decir textos que les llegan a través de auriculares, así, en vivo y en directo. Expliquemos un poco más en detalle esta dinámica que es central para la propuesta. Actores caracterizados (grotescamente) de periodistas están ubicados en la puerta del teatro. Todo lo que allí ocurre llega al interior de la sala a través de la cámara que en vivo comunica ambos espacios. Los periodistas tienen como función dramática conseguir tres peatones interesados en actuar cobrando, en el lapso de una hora, los mismos honorarios que reciben por una hora de trabajo en su actividad habitual (así cada uno de los que acepten informan su ingreso/hora y el teatro les abona idéntica cantidad). Una vez conseguidos van caracterizándose, también frente a cámaras, y firman con rouge para labios un falso contrato e ingresan al estudio, encerrados, sin posibilidad de tomar contacto con el espectador que desde la pantalla gigante los mira desempeñarse. Una vez que la microescena encapsulada se aproxima a su fin los actores-peatones salen a través de una ventana e ingresan en la escena y se enfrentan por primera vez con su público. Una música, la del final de The Truman Show, los acompaña mientras ellos caminan hacia una pared, la que como en el cielo de la película, los conducirá hacia la realidad misma, sin mediación.

No hay comentarios: