domingo, 17 de mayo de 2009

Mostrar lo que hay

Por Mónica Berman

La obra que publicamos transcurre en un PH. Y este espacio, que se confunde con la vereda y el pasillo hasta borrar los límites, abre algunas preguntas acerca de lo real y lo referencial. La autora piensa aquí la “omisión” como construcción.

“No todo puede decirse; dicho de otra manera, toda lengua contiene una partición (…) que se sostiene por la existencia de un imposible, inscripto en el orden propio de la lengua.” En La lengua de nunca acabar, de Gadet, F. y Pêcheux, M.

Ni todo puede decirse, ni todo puede hacerse. Pero ¿cuáles son los lugares en los que se inscribe el límite de lo indecible o de lo imposible? ¿Hasta dónde se puede dejar de decir o de hacer?
La palabra “omisión” se declina habitualmente en rasgos negativos: callar, ocultar, silenciar, abstenerse. Sin embargo, el planteo de Pêcheux permite reflexionar: la omisión de la lengua es parte de ella misma, es un rasgo constitutivo aquello que no se permite formular. Lo que no puede decirse es tan propio como lo que sí.
En el hecho teatral sucede algo semejante, lo que no puede presentarse o representarse también forma parte del hecho escénico, configura el perímetro que establece lo posible de lo no posible. Toda puesta en escena es también una inscripción difusa de lo impracticable.
Se puede optar, lógicamente, por leer “omisión” como “desentenderse o despreocuparse” (puesto que la familia entra también en el título) pero el resultado de la lectura es temático, y seguramente desde otros ámbitos pueden hacerse aportes más significativos.
La propuesta es, entonces, pensar la omisión como procedimiento, como modo de construcción. Porque también es posible construir con lo que se elude, esa ley de la síntesis a la que se denomina “la virtud de la omisión”.1 Invertir el signo de la omisión, considerarla el punto de partida para subrayar, para poner de relieve. En El arte secreto del actor sostienen que el principio evidente de esta noción se manifiesta cuando se empiezan a eliminar los elementos visuales.
Entonces ¿por qué sostener que La omisión de la familia Coleman juega con este recurso, si en apariencia es una obra cuasi naturalista? Ésa es la primera impresión luego de haber entrado por el pasillo común del PH hacia Timbre 4, leyendo los cartelitos en los que se solicita no hablar en voz demasiado alta para no incomodar a los vecinos, reales, no representados.
Todo parece articular de ahí en más una débil frontera entre lo verdadero y la ficción, la puerta que da al patio es una puerta, no escenografía, el agua es agua, la caja de fósforos, el maquillaje, la máquina de coser, y así sucesivamente.
Es paradójico el juego con lo evidente. Y el que debe abstenerse de leer “lo real” allí es el espectador, la primera omisión es el vínculo referencial. No se eliminan, en el principio, elementos visuales, se elimina la posibilidad de una lectura naturalista de ese entorno presentado, haciendo violencia a la propia percepción.
Esta cuestión se profundiza en la segunda parte, porque la casa deviene clínica, cama metonímica mediante. Ahí es muy interesante el planteo porque incluye hasta una cierta zona de la extraescena, que aparece delineada brevemente (“baño de la casa” podía funcionar pero no “baño de clínica”, en donde no hay ningún dato de modificación). ¿Cómo sostener esa caracterización, que se da sólo a través de lo verbal? Nos dicen que están en un sanatorio carísimo y las paredes siguen siendo las mismas y el piso y el espacio reducido permanecen. No hay rasgos de lujo de ninguna clase. En esta segunda parte la omisión es un principio evidente porque se manifiesta a través de la eliminación de elementos visuales.
La puesta de Claudio Tolcachir nos permite pensar una evocación de la ausencia de lo real, porque por contraste denuncia su entidad de representación, lo que parece ser una especie de reconstrucción de lo real, un efecto de lo real barthesiano, se deshace cuando debe remitir al pacto de lectura en su máxima expresión. Ver allí un hospital es como aceptar “que había una vez un zapallo que se convirtió en carroza”. Sólo que en el ámbito de los cuentos maravillosos, todo se desenvuelve en un marco de ilusión.
La cuestión del espacio es central en la puesta y lleva a formular otras preguntas. Georg Simmel sostiene “que un fragmento de un espacio real es percibido como parte de un infinito, [mientras que] el espacio del cuadro lo es como un mundo encerrado en sí mismo”. ¿A cuál de las dos clases de espacio parece pertenecer la puesta de La omisión de la familia Coleman? ¿Omite el infinito, que no percibimos, pero intuimos alrededor suyo, presentando sólo este sitio acotado del que somos testigos? ¿U omite el universo, planteándose como autónomo, en donde la sala funciona como el marco de un cuadro? Está claro que no es espacio real pero al principio ¿lo aparenta? ¿Y cómo contrasta eso con los discursos? ¿Omite la palabra toda posibilidad de lectura en la misma dirección que el espacio?
El lenguaje en La omisión de la familia Coleman tiene un tratamiento profundamente singular y funciona paradigmáticamente como muestra de la omisión, en este caso no por lo que no se puede o no se debe o de hecho no se dice, sino porque se eluden los enlaces, desaparece la hilación en el discurso formulado por un mismo personaje o en la interacción entre ellos. Sin embargo, se sostiene de manera firme la relación entre las palabras y quien las dice. Los personajes están claramente delineados en función de su discurso.
El “ahora no, me es imposible” es la síntesis verbal de esta puesta que conjuga de modo magistral lo que se puede y lo que no se puede representar, siempre en el límite.

1 Título de un capítulo de El arte secreto del actor, de Eugenio Barba y Nicola Savarese.

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