domingo, 17 de mayo de 2009

La otra angustia

Por María Pia López

Una vez más, Argentina es una micro sociedad decadente y amoral, de la mano de La omisión de la familia Coleman: de qué nos reímos cuando vemos la obra, qué nos angustia, a qué país se refiere y cómo acercarse a estos temas sin pre-juicios es el tema de esta nota.

En el provisoriamente último libro, César Aira construye una ficción sobre una molestia: la del escritor a quien sus lectores persiguen con el supuesto elogio “cómo me reí”. Sigue esa frase hasta su condición de amalgama grupal, gesto común de adolescentes pueblerinos, que coronan con las aludidas carcajadas –con su relato, no con su realidad– aquello que narran. La risa es amenaza para el que la causa sin pretenderlo, sin intención, sin deseo. La causa porque se revela a los otros con una comicidad de la cual no es sujeto activo.
Bergson pensó que la risa aparecía cuando un automatismo se revelaba tras lo humano. También aparece, creo, cuando lo cotidiano se exaspera, y se revela lo que habita en el fondo de lo común. Ahí es cuando la risa es el otro nombre de la angustia. “Reír para no llorar”, reza la lengua popular. El humor sirve para no llorar. Para tocar el fondo de lo que se vive como normalidad, sin desmayar en su carácter ominoso. Para omitir el momento de desgarro al que otro tipo de experiencia podría someter. La risa así sería un modo –amable– de la catarsis.
Quizás el humor sea un modo en que las sociedades afrontan sus núcleos dramáticos, para narrarlos a la vez que declararlos irresolubles. Por lo mismo, algunas provocaciones humorísticas transitan el borde entre la risa y el llanto. La risa es frágil, y no hay procedimiento que la pueda dar por sentada. Una obra –en este caso La omisión de la familia Coleman– encuentra espectadores que ríen y otros que son corroídos por la angustia. También hay quienes transitan por la doble afección.
Mi caso se cuenta entre lo que oblaron su cuota risueña. ¿De qué me reí? Más allá de la indudable capacidad expresiva del dramaturgo, de la precisión de las actuaciones, de la exasperación de las situaciones –es decir: lo que la obra es–, hay que interrogar de qué ríos interpretativos proviene la fuerza humorística de La omisión… Porque es claro que todo lo que de un modo excesivamente rápido señalé –los actores, las palabras, las escenas–, funciona interpelando la sensibilidad cultural y afectiva del espectador.
¿De qué me reí? Del esplendor lúdico que podía adquirir una situación de raída familiaridad. Los personajes juegan, todo el tiempo. Mientras les es posible, son niños. Encerrados en una infancia en la que la ley debe ser omitida, salvo como condición del juego. Pero esa anomia –cuyo centro de gravedad parece ser la carencia de regulación de los intercambios sexuales: se desconocen los límites del amor entre familiares directos, así como la inscripción de los embarazos en tramas familiares monogámicas–, esa omisión de la ley constituye el espacio de un encuentro que no deja de ser amenazante y festivo. Tanto que su revés de normalidad –la hija que organiza su vida sobre el respeto de esas normas–, es también corroído por la fluidez del deseo.
Se ha dicho hasta el hartazgo, que el drama de Argentina es la suspensión de las normas, la disolución del tejido que regula las vidas y sus derechos. Se lo ha dicho mucho, pero si hastía no es tanto por su carencia de verdad, como por el tono moral que su enunciación acarrea. Ese tono moralizante es lo que se omite entre la familia Coleman. Los cuerpos toman la escena como cuerpos sin ley, pero no para solicitar una reprimenda o disparar una pedagogía, sino para hacer y decir. Decir que la infancia es juego e infierno. Que la familia es la trama en la que no dejamos de ser niños: o sea, de retornar al juego y al infierno de haber sido y seguir siendo. El infierno de los vínculos que atan a un conjunto de personas en una casa; el juego de tomar allí atributos, cualidades, roles, que todos los jugadores reconocen rápidamente. Porque lo interesante es que esos juegos infernales no suponen sólo roles fijos –esos hechos sociales que Durkheim advertía cuando refería al actuar como “buen padre de familia”–, sino posiciones dadas por la misma trama local, casi acotada a las fronteras del hogar: Memé, que parece eludir el rol social de madre, sin embargo ocupa una posición cuya fijación no se puede obviar, y en esa posición incluye la adhesión y el desvío respecto del modelo social de la maternidad.
Porque es juego e infierno podemos reír o llorar. Sabiendo que el peor camino sería interrogar a la obra en aquello que elude: el de una perspectiva moral, que contraponga esa familia a la Familia. Lo que es a un deber ser.
Tentación que a veces transita la crítica: la de situarse ante una obra –y entiéndase “obra” como producto cultural que la crítica tome por objeto: un libro, una película, una puesta teatral– desde el problema del deber ser. Juzgando, así, la correspondencia entre el producto y la idea –del crítico– de lo que debería haber sido. Ese juicio supone que una obra puede ser inscripta en casilleros de una clasificación que la espera y la califica. Si entra bien, cuán ajustadamente, con cuánto puntaje. La interpretación precede a la obra y lo que ésta merece es una evaluación.
Frente a ese mecanismo –que no deja de amenazarnos como espectadores y como ensayistas–, se puede intentar preservar un momento de suspensión del juicio. Pensar es pensar durante esa suspensión –eso decía Adorno–, porque el juicio es la elusión de lo que de incierto y riesgoso tiene el pensamiento. La omisión de la familia Coleman es especialmente resistente a la interpretación, por lo que tiene de esquiva respecto del juicio: prescindiendo en su propia constitución como cuerpos y palabras, movimientos y encuentros, en un espacio, de la posibilidad de juzgar, amenazan esa capacidad en el espectador. Lo colocan en una situación, también, de omisión.
Reír, en este caso, porque se omite el plano del juicio, porque su posibilidad misma está amenazada por el modo en que la anomia se presenta: ya no como señalamiento de una ausencia –la de la norma que debería ser restaurada–, sino como condición real de la existencia. Festejamos esa omisión, que puede ser acompañada por formas de la crítica que omitan su momento juzgador. De esa posibilidad, da testimonio la decena de años de esta revista.

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