domingo, 17 de mayo de 2009

Crónica de un funámbulo

O sobre cómo sostener un sueño en difícil equilibrio sobre una soga a gran altura pero disfrutando del vértigo y del camino.

“Los viudos de la certeza” fue la frase con la que un día de 1996 llegó Daniel Retamar, militante, poeta y amigo entrañable a quien todavía hoy extrañamos. El nombre, “funámbulos”, venía de un texto de Claudio Gotbeter llamado El funámbulo, y de la conmovedora actuación de Lorenzo Quinteros. Se trataba de un personaje que no estaba lo suficientemente sobreadaptado a la realidad como para no salir perdiendo siempre, ni era tan volado como para pasar del otro lado del espejo de una vez por todas. “Saltimbanqui. Equilibrista que juega a caer, pero no se cae”, decía el programa de mano. Por esos años, todos sabíamos qué era el off y la dificultad que había para difundir aquello que a los funámbulos nos fascinaba. Hecho por otros funámbulos, claro está. Por esos años, también, éramos un tabloide número cero de cuatro páginas y había quienes nos apoyaban y, por supuesto, quienes se burlaban de este intento de arrimarnos a hacer desde cero un medio.
Teníamos diez años menos, todo estaba por descubrirse, el mundo era injusto con nuestros artistas preferidos (preferidos porque nos explicaban con arte el mundo que nos rodeaba) y todavía no éramos del todo conscientes de los estragos que el menemismo estaba haciendo. O no podíamos darles forma.
Después fuimos dos mujeres. Al poco tiempo Paola Motto, con 20 años, asumió la codirección junto a Ana Durán. Y allí vinieron las épocas más divertidas y cómplices. Y las más productivas. Empezamos a viajar, a diferenciarnos del “todo” que éramos al principio y a defender nuestros gustos personales. Pero no salíamos del tabloide. Un día –el número 8 da testimonio– pensamos en publicar nuestra primera obra: La moribunda, de Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese. Allí (antes o después, vaya uno a saber) descubrimos que nos interesaban los procesos creativos más que las obras como producto terminado, que nos interesaban más las puestas en escena que los textos dramáticos, y que queríamos dejar registrados esos textos ¿inútiles? nacidos de improvisaciones o a partir de otras dramaturgias que no fueran las escritas. Esto es: los textos que no habían sido escritos como textos de gabinete para luego ser puestos en escena. Algunos de sus “autores” se preguntaban para qué servía publicar esas obras si perdían sentido fuera de la escena. Ahí descubrimos también que no nos angustiaba coquetear con el sinsentido.
Hicimos hasta tres y cuatro revistas por año. Siempre con el apoyo del INT y las publicidades conseguidas por Olivia, nuestro ángel de la guarda.
Cambiamos muchas veces de diseñador e hicimos la revista en las peores condiciones posibles, nunca recibíamos un centavo y nos dábamos por felices si no teníamos que empujar la camioneta de reparto en medio de la calle Corrientes, a la que le fallaba el carburador. Fuimos muy felices y bien visto, nos convertimos en familia.
Un día, Paola Motto creció y parte de su crecimiento fue irse hacia otro camino. Y se fue. Funámbulos se transformó una vez más, y pasó a ser una revista con una directora y un diseñador. Solos atravesamos la salida de la convertibilidad y la directora fue “acosada” telefónicamente durante un año por una deuda que se dolarizaba al triple de su valor. Allí Funámbulos estuvo a punto de desaparecer. Miramos alrededor y aquellos que crecían junto a nosotros, los artistas, no parecían estar mejor. No sabíamos de qué hablar ni teníamos con qué. “Hay una nueva especie de violencia en el aire”, decía Daniel Veronese con su Mujeres soñaron caballos. Nos daba una gran culpa hablar de teatro cuando más del cuarenta por ciento de la población en nuestro país estaba bajo la línea de pobreza y había muerto gente en la Plaza de Mayo, otra vez. Todos (eso vimos) nos preguntamos cómo seguir. Entonces sucedió el milagro. Empezamos a pensar en abandonar el individualismo y abrir/nos a las miradas de los demás y a juntar nuestro deseo con el de otros. Y empezaron a aparecer: Federico Irazábal, Mónica Berman (que escribía desde antes pero de a poco aprendió a apropiarse de la revista), Alejandra Cosín, María Pia López, Andrea Hanna. Algunos, como Berman o Alejandra Correa también habían colaborado, pero ahora Funámbulos era un equipo que se juntaba (se junta) a pensar el mundo y la cultura a través del teatro. Y todos aprendemos. Desde el número 21 de 2004 Federico Irazábal se convirtió en codirector y la familia funámbula se agrandó. Y es rara la situación y muy feliz. Las discusiones nos unen y nos hacen crecer. Hicimos radio, muchas presentaciones y dos números por año. Soñamos con hacer televisión, con una editorial y, aunque parezca mentira, con un centro cultural que, como la revista, nos sirva para seguir creciendo y aprendiendo.
Funámbulos es lo que sucede fuera de la revista y que se plasma en sus páginas, aunque sea imposible de explicar. Son las llamadas que mezclan recetas de cocina y consejos amorosos con estéticas teatrales, cinematográficas, o artes plásticas. Son los mates para que María Pia nos recomiende artículos o libros, las maneras en que Andrea Hanna nos saca del hippismo para hacernos una revista en serio, las charlas en lo de Alejandra Correa para ordenar/nos y acercarnos más a los lectores. Son las fotos de Patricio Pidal, el esfuerzo de Graciela Daleo, el gusto estético y la perseverancia de Mariano Nuñez Freire antes, y Lara Melamet ahora. Es el acercamiento de Daniel Rubinsztejn y Juan José Santillán. De las siempre amigas Edith Scher y Sonia Jaroslavsky.
Este número es para festejar y pensar una vez más la realidad de la mano de La omisión de la familia Coleman, texto que publicamos y analizamos en un extenso dossier. ¿Por qué Coleman? Porque nos cautivó a nosotros y a todos los que la vieron. Y porque todos somos un poco Coleman.

No hay comentarios: