viernes, 15 de mayo de 2009

Los sueños industriales de la cultura

En los últimos años hemos asistido a la “institucionalización” de un concepto que en su origen fue formulado por Adorno y Horkheimer con espíritu crítico. ¿Por qué se produce este cambio? ¿A qué obedece la aparición en el Estado de una Secretaría de Industrias Culturales? Por Ezequiel Ipar

En los últimos años se ha vuelto corriente la expresión “industrias culturales” para dar cuenta tanto de una nueva perspectiva de estudios culturales como de un sector de la economía que presenta índices de expansión muy promisorios. Nuestro país, cuyas clases medias recelan de la idea de quedar fuera de todo aquello que no pueden comprender, ha dado pasos decisivos en la institucionalización de esta perspectiva al crear subsecretarías y dependencias estatales que llevan su nombre como señal de descubrimiento y promoción. Pero, ¿qué son las industrias culturales? Una de estas dependencias estatales ha dado a conocer una serie de documentos que pueden servir para orientar la discusión. Escrito por planificadores culturales, el texto comienza con una definición somera de sus términos, industria y cultura. La industria es definida como aquel proceso productivo que se caracteriza por la organización racional, la estandarización de sus procedimientos y la serialización de sus productos. Del otro lado, formarían parte de “la cultura” todos aquellos “valores, ideas, creencias, etc.,” que son expresados estética y/o cognitivamente por un individuo o grupo de individuos. Las industrias culturales no serían sino el resultado de la conjunción de estos dos conceptos, vale decir, aquellas expresiones culturales que son producidas masivamente gracias a los criterios de la producción industrial. El mismo trabajo recuerda que esta expresión fue utilizada por primera vez en la década del 40 por Theodor Adorno y Max Horkheimer, pero con un sentido negativo. Hoy, al menos desde la década del 80, el sentido ha cambiado. Y éste es el descubrimiento del que se precian los investigadores y planificadores de las “industrias culturales”: haber descubierto el lado positivo de aquello a lo que se refería negativamente el concepto original. Este informe culmina demostrando su rol estratégico en “el producto bruto interno, la inclusión social y la diversidad cultural (preservando y reproduciendo culturas locales)” de las sociedades contemporáneas.
Lo curioso de esta nueva fase de institucionalización estatal de las industrias culturales es que parece darse más allá del cinismo. Si originalmente el concepto pretendía producir un efecto paradójico a partir del choque de dos términos antagónicos, en su institucionalización reciente los planificadores culturales parecen capaces de asumir esta contradicción más allá del cinismo. Alguien podría pensar que sólo una posición cínica puede reconocer públicamente que en nuestras sociedades las ideas, las creencias y los valores son producidos en serie por los monopolios industriales. Pero no es éste el caso. Una cierta candidez recorre sus fórmulas. Se desprende de sus argumentos que los esfuerzos de esta nueva política de industrias culturales sólo están puestos al servicio de alentar la producción y circulación de aquello que hacen los artistas. Luchan contra la precariedad y la marginación de las prácticas artísticas en nuestra sociedad. Representan para el arte aquello que las políticas sociales representan para los despojados por el sistema económico. Ésa es la nueva alianza entre el Estado y los monopolios de la cultura, prestar un servicio coordinado, en el cual los desperdicios que los segundos crean pueden ser reincorporados al sistema productivamente por el primero.
Para discutir el trabajo de estas múltiples instituciones oficiosas que existen fuera y dentro del Estado tal vez convenga interrogar esa actividad coordinada, sin caer en la trampa del plural. Reponer en este debate el lado negativo del concepto implica, en primer lugar, modificar la pregunta. Habría que preguntar: ¿qué es la industria cultural, allí donde funciona como una actividad coordinada? Frecuentemente se quiere malinterpretar la respuesta de Adorno y Horkheimer a esta pregunta, pretendiendo una equivalencia entre los términos cultura de masas e industria cultural, distinción que ellos se encargaron de producir y cuidar. La industria cultural entendida como un sistema no implica la unión de todas las expresiones culturales producidas por las masas, sino la de todas las instituciones que producen “cultura” para las masas. Lo primero que pretendía señalar el concepto de industria cultural era la causa de este proceso, esto es, la expropiación y concentración de las condiciones de producción artística por parte de novedosos monopolios económico-culturales, proceso que en el sistema económico la industria ya había concluido hacía tiempo subsumiendo y destruyendo las condiciones de producción del artesano. Primera condición entonces para que pueda existir la industria cultural como sistema: expropiación y concentración de los materiales, los instrumentos, los medios de circulación y los espacios de presentación de las obras de arte. Sin embargo, para que el propio negocio resultase rentable, esos monopolios culturales tenían que ampliar constantemente el número de los consumidores, generando su segunda determinación, aparentemente opuesta a la anterior: la masificación del público. Allí donde el arte había circulado entre un público restringido, la industria cultural producía un efecto democratizador al permitir el acceso masivo a los bienes culturales. La condición de esta democratización, se puede ver, es que ella sólo debe darse al nivel del consumo (“todos deben ser expertos consumidores culturales”) y nunca al nivel de la producción (“nadie debe competir con los monopolios culturales”). Como procede en el resto de la economía, la industria cultural implica muy pocas instituciones encargadas de la producción e infinitos espacios para la circulación y el consumo de sus productos. Éste es el sistema al que ahora el Estado quiere asociarse.
Ahora bien, una lógica cultural como ésta no resulta neutral para el contenido de las obras. Dentro de la industria cultural hay muy pocas maneras para realizar un contenido determinado y muy pocas técnicas para resolver los dilemas de la producción artística. Se podría afirmar que el peor golpe que la industria cultural le propina al arte consiste en la adopción de una técnica que destruye los problemas técnicos que se le presentan indefectiblemente a cada producción artística. Lo mismo sucede con la formación de los artistas, el diseño de sus “carreras”, los espacios de exposición, etc. La fórmula del éxito destruye aquello que es intrínseco al arte auténtico, la petición de que exista aquello para lo cual todavía no existen técnicas que puedan hacerlo posible. Del otro lado, los productos así logrados destruyen el componente afectivo del arte: el placer estético. Por tratarse de objetos producidos especialmente para el público, planificados a partir de estudios de mercado y de la capacidad “mágica” que tienen los productores para hacer coincidir los gustos de la gente con lo que ellos fabrican, esos objetos defraudan constantemente. Prometen un goce extraordinario y reducen todo a una satisfacción ordinaria, en la que el placer nunca puede traspasar aquellas necesidades y deseos que el sujeto ya conocía en sí mismo.
Contra lo que podría pensarse, la industria cultural hace de esta destrucción su propia ideología. Se puede distinguir una obra artística de la industria cultural porque lleva impreso en su frente “no se trata de arte, lo que usted tiene delante suyo es simplemente un negocio”. Y esta destrucción del arte puede ser algo muy redituable para la cultura y la economía. Lo que las nuevas agencias estatales y los investigadores/planificadores culturales han descubierto es que no hay que ser cínico para afirmar esto. Ese negocio genera muchos empleos, directos e indirectos (entre los que se encuentran, claro, los de los propios investigadores/planificadores), oportunidades para la obtención de divisas, el desarrollo de una industria ecológicamente sustentable, etc. Así se introduce legítimamente la jerga de la economía, sus procedimientos, sus ritmos, sus objetivos, dentro del campo del arte. La diferencia consiste en que ahora es el propio Estado el que integra al sistema a aquellos que no son integrados por los monopolios culturales. Vuelve a trazar un círculo perfecto, donde todos colaboran en la misma dirección.
Una vez llegados a este punto conviene no caer en esa indignación que se basa en falsas ilusiones sobre el pasado del arte. De hecho, históricamente el arte siempre estuvo integrado al poder, tanto al económico, como al político y religioso. En esta nueva fase sólo se hace más visible aquello que existió siempre como tendencia y como telón de fondo. Donde el arte logró quebrar esta alianza, no lo hizo nunca desde una posición completamente externa en relación al negocio en el que lo habían colocado. No puede esperarse que esas líneas de fuga que constituyen las obras de arte valiosas vengan al mundo como los ángeles que anuncian la palabra de Dios. El secreto estaría en poder criticar esta nueva institucionalización estatal de la industria cultural con la doble convicción que sostiene que se le deben reclamar a un Estado democrático condiciones que permitan democratizar aquello que la industria cultural naturalmente monopoliza, sin esperar que una política cultural pueda resolver los genuinos dilemas de la producción del arte.

No hay comentarios: