domingo, 17 de mayo de 2009

La familia a-normal

Por Guillermo Korn

¿Cómo son los lazos que unen a esta “célula básica de la sociedad”? El que sigue es un análisis de la forma que adoptan los vínculos personales como un espejo de los sociales.
Lo ligth como un signo de estos tiempos.

Heridas que no cierran...
El sociólogo polaco Zygmunt Bauman señala que la debilidad de los vínculos es una de las características del fin de siglo. Son vínculos débiles –parece decir– que nos hablan de un resquebrajamiento similar al que se dio en lo social con la pérdida del modelo de producción fordista. Las instituciones que alguna vez fueron sólidas –dicho rápidamente–, el mundo del trabajo, o el marco del Estado característicos de la primera mitad del siglo XX, pero también –y éste es el punto– el tipo de lazos sociales que esos modelos representaban, han perdido eficacia.
Se ha pasado de una fuerte ligazón afectiva y social –un modelo inclusivo y asistencialista– a lazos más flexibles, más light, con otro tipo de independencia. Si la familia había sido el territorio de las más férreas inscripciones sociales en los cuerpos humanos, la nueva condición del mundo contemporáneo no deja de afectar, debilitándolos y transformándolos, esos modos de inscripción.
Los Coleman no entrarían ni en los márgenes de la clásica definición de la familia –memorizada de los manuales de “formación moral y cívica”– como “la célula básica de la sociedad”. Ni Luchenio ni Kechichian los aprobarían. Porque ese modelo de “célula básica” remitía a épocas pasadas –como la descripta un párrafo antes– donde podía componerse una narrativa social cuyo desenlace era más o menos previsible. Por la propia inmovilidad de los roles asignados para cada lugar: en el trabajo, en la sociedad, en la familia.
Si siguiéramos el razonamiento clásico de lo que se define como familia “tipo”, debiera marcarse en esta obra la ausencia (¿la omisión?) de un rol paterno. Los vínculos de los Coleman se articulan alrededor de la figura omnipresente de la abuela. Todo gira a su alrededor. Es ella, que ha criado a sus nietos, quien resuelve las situaciones de tensión, quien le dice a su hija qué debe hacer, pero también a través de la cual se resuelven algunas cuestiones económicas básicas. Cuando la abuela es trasladada a una clínica, el resto de la familia se traslada con ella. La casa no puede ser mantenida. La clínica privada es –ya no la escuela, como otrora– el segundo hogar. Con la presencia de la abuela en el centro de la escena, la casa se mantiene unida aunque casi todos quieran irse. Con su ausencia, la disolución es un hecho.
La familia Coleman, no responde a ese modelo familiar que la televisión nos ofrecía décadas pasadas: ni La familia Falcón en los sesenta; ni aquella dominguera que hace por lo menos tres décadas, se reunía en la mesa de los domingos mientras insistía con que “No hay nada como la familia unida”; pero tampoco responde al prototipo de los Ingalls, ajena al modelo nacional pero idílica, rural, puritana como pocas. Más bien remite –sin demasiados forzamientos– a plantear la debilidad de vínculos, de los lazos que unen a los integrantes de una familia que no se propone como modelo, ni como familia “tipo”.
Se dice en un pasaje de La omisión... que hay otras familias más convencionales, aceptando que la convención es una puesta en escena que transparenta lo que de no natural tiene esa misma forma que se adopta.
En la obra esto se hace explícito de un modo: el ambiente donde transcurre uno de los actos es una casa de familia. No es un teatro convencional –digámoslo con esta palabra–, es una casa adaptada para una obra. El espectador, a modo de vecino indiscreto, de voyeur, puede ver lo que transcurre allí. Hay un comedor en el que confluyen partes de la casa: la escalera que conduce a una piecita, una parte del patio, el baño, con una ventana y puerta vidriadas. Se supone que uno puede ver todo lo que sucede, incluso dentro del baño. Sin embargo, la transparencia –en este caso– es aparente: vemos pero no sabemos. Porque a pesar de estar enfrentados a lo que allí sucede, de que se nos invita a inmiscuirnos, a presenciar qué sucede dentro de esa casa, no podemos saber, por un buen rato, cómo está compuesta la familia, quién es la madre, y quiénes los hijos, qué vínculos unen a esos personajes.
Lo que se sabe es el deseo de todos de abandonar esa casa, a excepción de Marito que, de hecho, se queda en ella, solo, tras la muerte de la abuela. Este personaje es un eje de desequilibrio, diciendo lo que no debe y llamando todo el tiempo la atención. Se podría decir que ocupa el lugar de la locura. Sin embargo, es una locura que en la dinámica de esta familia aparece como la voz de la razón. Su saber es amplio: desde si los medicamentos que la abuela consume son los acertados a qué cosas pasan en la escuela de sus sobrinos. Incluso conoce el diagnóstico que el médico y la familia le ocultan sobre él mismo. Es quien –más veces– usa un modo naturalista del relato. En La omisión… los cuerpos aparecen a través de una descripción fisiológica: descompuestos, embalsamados, limpios, sucios, con órganos por donar, hechos huesos, corroídos por el alcohol, sin sangre, heridos, podridos.
El daño que los cuerpos de los protagonistas sufren –imaginaria o realmente– es el síntoma a la vez que la búsqueda de una solución para sus destinos futuros. La solución será mediante el sacrificio de uno de ellos: quien oficia de mediadora muere para que la familia se haga diáspora. Cuando la casa se hunde, se hace carne una premisa de la época, la que indica que nadie puede cuidar por el otro y que cada uno debe hacerse cargo de sí mismo. Con lo que eso supone de aterrador y también de liberador.

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