domingo, 17 de mayo de 2009

Hacia la derrota

Por Juan José Santillán

¿Cuántas historias de familias decadentes se contaron en nuestros escenarios? Para el autor de esta nota, el balbuceo de la decadencia es no un eje temático sino la base creativa y estética de gran parte del teatro porteño.

uno
Hablar de una estética de la reconstrucción es una línea para pensar una serie de obras producidas en los últimos años. Un ring side con criaturas, nombres y lugares que se redefinen, a través de diferentes prismas, en una topografía de época astillada y a la intemperie. Con esta hipótesis, la memoria encuentra su forma en un constante balbuceo por palabras que reinventan un relato, que tal vez nunca estuvo pero dejó como herencia en el imaginario la estela de una totalidad posible. Obras que hablan de familias, que reconstruyen y alteran el entramado de secuencias familiares en escena, desde lugares y posturas claramente disímiles, pero que comparten una poética balbuceante en la disgregación. La carencia de otra matriz discursiva da lugar al recogimiento en la esfera familiar: la vuelta a casa para hurgar en la instancia básica de identidad. Lo conocido y familiar, con sus horrores, martillea las barreras de un sentido diáfano de certezas.
Hay un cúmulo de experiencias teatrales en ese camino, donde la linealidad discursiva, junto a la postura estética y política, es inherente sólo para el espacio y tiempo que se la convoca. Luego surgen fragmentos, individualidades minimizadas en los límites del lenguaje y el intento cíclico de una volátil reversión. Reversiones, entonces, que en esta dinámica nombran subjetividades en un oleaje que amansa tanto como distorsiona. Allí, el balbuceo es un gesto surgido de la necesidad, el error o el nerviosismo; es una manera generacional de situarse. No se sabe con precisión dónde ni cuándo. Es la insistencia por decir y presentarse ante el páramo de cada situación. Un atragantado –muchas veces elusivo, cobarde o espasmódico– método que busca intervenir. O todo lo contrario. En todo caso, es un gesto que habla más de lo que define. Balbucear es abrir la ambigua grieta de un discurso desgastado. Pero en su huérfana insistencia avala la trampa e imposibilidad de un mismo lenguaje. Sin embargo, hay una continuidad. Se dice en el contexto de un derrumbe que no concluye su tarea y da paso a la reconstrucción; no se termina de respirar la derrota pero se la huele. Lo trágico de la herencia es esa insinuación inevitable. Porque el balbuceo identifica el movimiento de la caída pero desconoce el límite real de la gravedad. Mientras tanto, el efecto del derrumbe permea la estética de una época convulsa o en permanente estado de composición errante.
Mínimas y constantes implosiones coyunturales dentro de una aparente implosión de género. Ésa, tal vez, sea la linealidad de lo teatral dentro de la actual disgregación: una seriada de puntos suspendidos sobre un espacio en constante flotación. De algún modo, el teatro es un género en delay que da cuenta de una reconstrucción en falsa escuadra. No se terminan de producir ruinas ni tampoco hay atisbos de aquello que se mantiene entero y de pie. Y algo de ese movimiento es puesto en escena.

dos
Dos puntas. Por un lado La omisión de la familia Coleman, de Claudio Tolcachir; por el otro Los hijos de los hijos, de Inés Saavedra y Damián Dreizik. La diferencia entre estas obras es lo que dista del cuadro a la estampa. Ambas, a su modo, transitan historias de linajes. Contrahechos y pactados en silencio, en el caso de la primera; de una positiva, pero a la vez paródica, visión del entramado mítico de las colectividades inmigrantes en la segunda. Las obras parten de dos temporalidades distintas pero se ligan en un modo de utilización del espacio. Ambas reconstruyen sus preguntas, sobre pasado y ausencias familiares, dentro de casas devenidas salas teatrales. Timbre 4 de Tolcachir, en Boedo; Casa-Estudio La Maravillosa de Saavedra, en Palermo. Es decir que el espacio condiciona tanto la propuesta, y sus códigos, como la mirada del espectador en torno al dispositivo de la ritualidad teatral. Como ejemplo sirve pensar los límites entre lo interior-exterior en la obra de Tolcachir. En ella, el texto no tiene un solo e inequívoco lugar para su expansión. Una didascalia, mencionada al final por una acomodadora, indica que el espectador debe salir en absoluto silencio por el pasillo porque a uno de los vecinos le irritan los ruidos a la noche. La molestia del vecino también es parte de la obra.
Los hijos… produce estampas en el transcurso de una espera. Abre con la fugacidad de un recuerdo paterno de Alfonso, uno de los tres personajes, y de ahí despliega elipsis narrativas en un viaje que liga pasado y presente en un sutil pero desgarrador oleaje de imágenes. Los protagonistas se desdoblan entre el tiempo muerto de una banda de músicos gallegos que aguarda, en el sótano de un club, el momento para salir a tocar y la interpretación de una serie de flashbacks con postales de sus abuelos en la Guerra Civil Española, en los pogroms rusos. En todo momento, el desarraigo como satélite de una idea de familia que, esa tercera generación, configura y evoca en un tiempo de espera. En La omisión… en cambio, ese viaje en el tiempo, la pregunta por el lugar, es otra. No hay permanencia sino dispersión. El piso del PH donde conviven los Coleman se vuelve ceniza con cada pisada. No hay posibilidad de pensar otro tiempo porque la combustión de los cuerpos se produce instante por instante. Allí es donde la obra produce su multiplicidad de sentidos y utiliza todo tipo de recursos en su agilidad narrativa. Lleva al extremo las posibilidades espaciales y actorales, desde la disposición y la cercanía del público con los intérpretes hasta los diálogos en jerigonza entre Gabi y su abuela. La obra de Tolcachir es la densa superposición de pinceladas que conforman un cuadro con múltiples puntos de fuga.
En ambas obras no podría hablarse de un nuevo código. Lo que surge es el intento por la aprehensión de un lenguaje. Un balbuceo, como búsqueda contemporánea, que liga la representación a un virtuosismo intempestivo. Traza una acción dramaturgia que nunca será lineal, ni siquiera consciente y mucho menos programática. El referente no es biográfico ni real; es un esquivo, a veces casual, mecanismo de reconstrucción cuya argamasa es la dinámica que oculta, en un juego refractario de imágenes, la improvisación. En apariencia existe un referente familiar, cotidiano, biográfico al que se ataca en un movimiento centrífugo donde el objeto queda deglutido, derrumbado. La forma real es un modo de insistencia sobre un referente difuso.
En tiempos donde instancias del horror se han naturalizado, y mengua la capacidad de asombro, el teatro disloca lo referencial y el espacio en canales no habituales de representación. Para hablar, habrá que correrse de lugar. Esquivar convenciones de teatralidad heredadas. Entonces la sala no será sala sino una adaptación espacial, y lo biográfico, una masa significante, vampirizada por un balbuceo que tantea y abre formas en la urgencia.

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