Por Christian Ferrer
¿Qué ocurre con el sujeto atravesado por las múltiples formas producto de los avances de la ciencia, internet, los medios de comunicación? ¿Dónde está el cuerpo en estos casos? ¿Cómo es nuestra nueva subjetividad? ¿Cómo éramos antes? Todo esto, más un poco de reality show.
En el año 1820 Arthur Schopenhauer sostenía que el sufrimiento es, en definitiva, la condición inmutable e ineliminable de la existencia. Allí donde haya codicia de objetos, sucesos o personas hay un pasaporte a la frustración, sostenía, porque la lucha por conseguirlos hace padecer, y porque una vez acaparados no redimen el sufrimiento. 60 años después Nietzsche en Genealogía de la moral afirmaba: “en los tiempos antiguos se sufría menos que ahora, aun cuando las condiciones de vida hayan sido más violentas y los castigos físicos más crueles”. ¿Cómo se entienden estas dos afirmaciones desde nuestro mundo contemporáneo? Una posible respuesta: hasta hace no mucho tiempo se disponía de una serie de tecnologías de la subjetividad destinadas a disciplinar el alma a fin de pertrecharla para el inevitable encuentro con el dolor, ya que se entendía al cuerpo como el paragolpes del alma. El síntoma subjetivo actual se revela en la voluntad (imposible) de huir del dolor, y así el cuerpo recibe el impacto sin estar preparado para soportarlo, y por ello recurrimos a asistentes tecnológicos. Hemos cambiado la palabra confortación por confort, que se refiere menos a una actitud espiritual que a una serie de comodidades urbanas domésticas.
La tecnología ofrece confort a este ser asediado y le concede esparcimiento, excitación planificable y narcotización hogareña en un mundo inclemente. Los artefactos tecnológicos, especialmente los domésticos, deben ser considerados menos como aparatos funcionales que como organizadores “psicofísicos” de la existencia amenazada, como superficies somáticas que reorganizan la experiencia sensorial y psíquica.
Técnica
La asunción de que el cuerpo es la última y radical verdad de la existencia, y de que la satisfacción sensorial es un imperativo y no una opción, da forma a la idea actual de la felicidad. En ausencia de un ideal de bienaventuranza eterna, dos modos de conectar subjetividad y felicidad lo sustituyeron. Por un lado, la codicia y consecución de bienes. Como la energía y el movimiento del capitalismo tienden a transformar cada vez mayores cantidades de bienes en mercancías intercambiables, también el cuerpo humano es arrastrado por la pasarela. La mercancía devino tasa de medida de las dosis de felicidad de que se dispone en un momento dado de la vida, y por eso deben ser sustituibles unas por otras, accesibles a cualquiera que disponga del dinero para adquirirlas y, además, presentadas a la mirada ávida de modo que posibilite imaginar experiencias equivalentes a las de un sueño idílico. El otro modelo de felicidad concierne a los placeres sensoriales, siempre sometidos a restricciones específicas. Las reglas de mesa, de urbanidad, de comportamiento “civilizado”, de acercamiento y distancia espacial, de experimentación erótica, establecían fronteras e instrucciones de uso que serían fuente de frustración, y que por su parte colisionaban contradictoriamente con los impulsos hedonistas que el propio capitalismo fomenta. Ahora, la demanda de mayores placeres para el cuerpo es pregnante, generando nuevas necesidades, conflictos psicológicos y políticos, industrias emergentes y un mayor escepticismo con respecto a la ascética “protestante”. Las ansias de felicidad ya no están lanzadas hacia un eventual progreso civilizatorio, hacia las promesas de la política –rueca ovilladora de la comunidad–, o hacia la economía personal planificada y acumulativa. La exigencia de felicidad está cronometrada por el minutero, y entre sus consignas se cuentan la detención del deterioro corporal y de la extenuación cotidiana. Se diría que se intenta invisibilizar a la muerte. Justamente, la tecnología del siglo XX tuvo como misión impedir el desplome físico y emocional de la población. Los artefactos del confort doméstico, la mejora en el instrumental quirúrgico en los hospitales, el establecimiento de derechos laborales y jubilatorios en los estados benefactores, y el desarrollo de la industria del seguro personal son algunos de sus logros.
Como lógica consecuencia de la confianza que desde antes se depositó en la ciencia, ahora las industrias formateadoras del cuerpo absorben la expectativa de anulación del sufrimiento. Las utopías sociales del siglo XIX se propusieron eliminar, en lo posible, el dolor. La ciencia pretendió doblegar el poder de la naturaleza sobre la vida humana, así como también se ambicionó con reducir el sufrimiento causado por el orden laboral y la desatención estatal. Pero el rasgo central que diferencia al siglo XX de su inmediato anterior es el desfasaje abierto entre la técnica y la ética. La evolución de la tecnología es hoy mucho más rápida que las obras y las novedades producidas por el arte, la moral y la política. Se ha invertido la ecuación del siglo XIX. Los saberes científicos y las innovaciones tecnológicas avanzaron a un paso mucho más acelerado, y la política, la ética e incluso el arte apenas pudieron seguir sus huellas. Por eso mismo, la experiencia del confort sigue siendo el ideograma con que se tamiza la comprensión de la tecnología, tanto en el espacio hogareño como en el laboral, tanto en lo que se refiere a nuestra consideración de las comodidades comunicacionales como a la inteligibilidad de los alimentos genéticamente modificados. Recurriendo a una vieja idea de Trotsky, se diría que el mundo experimenta actualmente una agudización del desarrollo desigual y combinado entre moral y técnica.
Una brecha tal promueve mutaciones en la imaginación técnica mundial. En las últimas décadas la imaginación tecnológica desplazó a la vez que fragmentó el vínculo entre colectividad y ciencia. La energía atómica y la conquista del espacio cedieron su privilegio a otra configuración imaginaria organizada en torno a la informática y la biotecnología. Todavía hasta el final de la Guerra Fría la “bomba” atómica y el “cohete” lanzado al cielo eran los símbolos de época. Pero en 1967, por primera vez, el corazón de una mujer fue transplantado a un hombre que sobreviviría por poco tiempo. Veinte años después, las computadoras personales estarían esparcidas por todos los ámbitos de acción humana. En el cruce de épocas se muestra la clausura de un tipo de imaginación motivada por la guerra y el inicio de nuevos vínculos entre cuerpo, ética y tecnología en la imaginación popular. Los transplantes de órganos y las cirugías estéticas, o bien el acceso a internet, a diferencia de emprendimientos tan costosos y dirigidos estatalmente como la fabricación de bombas de hidrógeno o de cápsulas espaciales son experimentados como satisfacciones personales. El viaje a la Luna y la amenaza atómica total fueron los frutos de la Guerra Fría, del gigantismo social y de la competencia ideológica, pero el ansia actual de perfeccionamiento estético-tecnológico resulta ser un sueño banal, aunque el malestar que pretende apaciguar nada tenga de superficial.
La insatisfacción existencial con respecto al cuerpo es el irritador que más estimula la progresión del desfasaje. La pregunta por los valores deseables exige hoy analizar en qué medida se trata al cuerpo como un objeto, como “algo” sobre lo cual es lícito intervenir técnicamente. Desvanecido o deslegitimado el orden sagrado que dio sentido a animaciones y padecimientos durante siglos y, más adelante, perdida la centralidad de que disfrutaron las filosofías de la historia y de la conciencia, el sentido del sufrimiento corporal y de la desdicha subjetiva quedó en suspenso, o mejor dicho, buscó un nuevo sostén, ya no aferrado primordialmente a la construcción o indagación de una “interioridad”. La obsesión por la belleza, el cuerpo saludable, la postergación del envejecimiento, en fin, la aspiración fantasiosa a mantener a raya a la muerte indefinidamente, responde a causas hoy irresolubles. La sensación de futuro incierto, las presiones económicas y culturales y la intensa desprotección se descargan sobre el cuerpo, antes tratado como “fuerza de trabajo” y ahora obligado a dar pruebas continuas de su performatividad emocional. De allí que la metamorfosis de la cirugía reconstructiva de la piel en intervención estética exponga el desvío que va de un saber asociado al accidente laboral o a la herida de guerra hacia la sofisticación cosmética, así como la evolución que llevó del transplante de corazón y el implante de un marcapasos al injerto de siliconas y el recetario de antidepresivos revele la mutación de la necesidad de sobrevivir en ansias de performatividad social. Si, por un lado, la articulación entre afán de belleza y tecnología quirúrgica evidencia los temores actuales a la carne corruptible y resulta un índice analizador del desarrollo desigual de las experiencias colectivas en asuntos de tecnología y moral, por el otro revela la preocupante emergencia de “biomercados” y de incipientes disputas comerciales acerca de la “propiedad” del material genético. El capitalismo ya reclama, en sentido estricto, su “libra de carne”.
Pornografía
Abundan tanto que ya no sorprende el rápido despliegue y exitosa implantación de las industrias del cuerpo. La farmacopea de la felicidad, las sucesivas generaciones de antidepresivos, las mareas de pornografía y los enclaves urbanos en los que se formatea el cuerpo son reveladores de síntomas a la vez que experiencias bienvenidas. Su profusión adquiere sentido en sociedades altamente tecnificadas que promueven el valor de intercambio del cuerpo: cumplen tareas de amortiguación. El origen de estas industrias de la metamorfosis carnal puede ser rastreado en efectos no-previstos nutridos al rescoldo de las rebeliones de la década de 1960. Vietnam, Che Guevara, batallas por los derechos civiles de las minorías, descolonización del África. Pero también época de desobediencias culturales cuya resonancia sería duradera, y que harían lugar al reclamo de experimentación en temas de libertad sexual, uso del cuerpo y placer cotidiano. Una vez que los programas políticos maximalistas de entonces se marchitaron o fueron absorbidos por agencias gubernamentales, quedó en pie, rampante y acuciante, la demanda de cambio de costumbres. El “juvenilismo” licuó a las filosofías de la historia, y huir del dolor se transformó en anhelo urgente.
Una opinión corriente supone que aquellas amplitudes libertarias condujeron al actual “libertinaje” y a una obscenidad pornográfica digna de emperadores romanos. Los voceros de la Iglesia católica y de grupos conservadores peticionan por mayores restricciones al desenfreno. Otro discurso, aparentemente contrastante pero en verdad simétrico, enfatiza que el “libertinaje obsceno” es un efecto desagradable aunque disculpable causado por la ampliación de las libertades de elección, y promueve el uso responsable de la libertad en temas sexuales y equivalentes. Ambos comparten el eje alrededor del cual polemizan. El proceso puede ser invertido: como hace décadas que las costumbres se han vuelto obscenas, entonces se hace necesario un género específico que las represente. Ese género es la pornografía, y su evolución difícilmente sea comprendida si únicamente se presupone una época permisiva. La esencia de la pornografía no se evidencia tanto en el primer plano anatómico como en su promesa de felicidad perfecta. En tanto la demanda de goce se vuelve creciente y pregnante tanto más se hacen imprescindibles las ortopedias y amortiguaciones garantizadoras de placer. Se ha pasado de la relajación selectiva de los umbrales del pudor, que en la década de 1960 estuvo condensada en grupos juveniles, bohemios o de izquierda, a una amplia porosidad que desdibuja los tabúes establecidos sobre el uso del cuerpo.
Tradicionalmente, el diferenciador social por excelencia era el dinero, a su vez reemplazo del honor estamental. Pero en los últimos cuarenta años otra coordenada que recién comienza a desplegarse inserta a las personas en otro diferenciador social, que cruza al anterior: la coordenada que contiene valores definidos por la belleza y el cuerpo joven. Quien dispone de esos atributos y de un mínimo de audacia puede ascender socialmente con inusitada celeridad, posibilidad que antes estaba sometida a variadas restricciones. El mundo de la prostitución de lujo y algunas facetas de subculturas gay podrían ser considerados laboratorios que apuntalan y extienden esta coordenada. Pero quien está ubicado en el otro extremo de esta nueva coordenada, y mucho más si carece de otros recursos, se encuentra sometido a intensas presiones que sólo pueden agravar su malestar existencial. Pero justamente las industrias del cuerpo se dedican a compensar la posición desfavorecida de quienes están ubicados en el extremo débil de la nueva coordenada. Antidepresivo, Viagra, cirugía estética, turismo sexual, diagnóstico de preimplantación seguido de anhelos de remodelación de la dote genética de quien aún no ha nacido: tales son las ofertas actuales de amortiguación del sufrimiento. Flujos de capital se encuentran con flujos libidinales sobre una mesa de disección del cuerpo.
La pornografía es un género, antes literario y ahora audiovisual e informático, que ha recorrido una larga marcha. De la vieja literatura “sicalíptica” destinada a ser leída en retretes a la fotografía y peep-show en blanco y negro a la revista arropada en celofán en kioscos al video alquilado o comprado por correspondencia a los canales codificados de televisión paga a los sitios gratis proliferantes en la red informática. La emancipación de la pornografía no fue obra de sus aficionados sino de la necesidad colectiva de identificar un género que diera cuenta de nuevas experiencias y expectativas sensoriales. Y la esencia de éste género se condensa en un mensaje de felicidad compartida. Habitualmente, y si se dejan de lado algunos extremos criminales, los personajes del género pornográfico son felices, o más bien, a todos se les garantiza el derecho igualitario al orgasmo. Sin distinción de sexos, razas, clases sociales. Más específicamente, la pornografía puede ser englobada en un género mayor, al cual podemos llamar “idílico”. En la tradición del idilio, el vínculo entre los enamorados, o entre un héroe popular y sus seguidores, no podía ser amenazado por ninguna peripecia, por ningún conflicto interno. Curiosamente, la pornografía comparte esta ambición armónica con los programas infantiles, en los cuales el conflicto está prohibido, o bien con las antiguas visiones del jardín del Edén. Sin embargo, la mayor parte de la población mundial carece de acceso a la pornografía, o bien intima con ella en dosis poco significativas. Millones son interpelados de un modo indirecto por ese género antes vituperado y ahora motivo de atracción. La pornografía se presenta en sociedad promoviendo una curvatura, haciendo presión sobre costumbres y expectativas sociales: sobre la dieta alimenticia, el trabajo de gimnasio, el consumo de apliques eróticos, el diseño de moda y sobre otros géneros mediáticos, en cuyos bordes proliferan decenas de industrias para un mercado emergente: del sexshop a la cirugía estética, de la liposucción a la prostitución de lujo, del rastreo biotecnológico de los genes del placer a la selección de promotoras, de la autoproducción de la apariencia para el orden laboral o para animar fiestas de quinceañeras. El etcétera es largo; y las molestias e inconvenientes que estas gimnasias suponen son sobrellevadas porque se las percibe como sufrimientos dotados de sentido. Desde 1960, cuando se lanzó al mercado la píldora anticonceptiva, esas industrias han tomado al cuerpo de la mujer como campo estratégico de experimentación, y quizá como efecto del proceso ahora la curvatura pornográfica intima preferentemente con la imaginación erótica femenina. Pronto llega el momento en que el orden masculino demanda amparo a fin de eludir la calamidad subjetiva. Así como el proyecto “genoma humano” pretende alcanzar la última e infinitesimal célula del cuerpo humano, así la pornografía indaga los confines de las nervaduras del placer. En ambos casos, se promete felicidad garantizada: descubrir y anular el gen de la gordura o la calvicie; actualizar y perfeccionar el kamasutra.
Una serie de acontecimientos brotados en torno a las rebeliones subjetivas de la década de 1960 hacen confluir ahora a la informática y la biotecnología con demandas acuciantes de felicidad. Placer, sufrimiento, políticas de la vida y tecnología se constituyen en las piezas de una máquina social aún no ensamblada del todo. No sólo la “libertad de cátedra”, sino también la “curvatura pornográfica” y la necesidad de “acolchonamiento subjetivo” ante la intemperie del mundo movilizan la investigación y producción de prótesis biotecnológicas. Las consecuencias de esas presiones recaen sobre distintas instituciones y costumbres. A modo de ejemplo: algunas innovaciones jurídicas de los últimos años promovidas por problemas de coexistencia en ciertos espacios se vinculan a esa presión, entre ellas, las figuras jurídicas del acoso sexual en el orden laboral. El crecimiento de la casuística y regulación judicial no sólo lanza amarras hacia la voluntad política y cultural del feminismo por evidenciar ultrajes de vieja data y por resguardar a la víctima; también hacia la promoción de una logística amortiguadora de los estragos subjetivos que la curvatura pornográfica descarga sobre “espacios cerrados”. Próximamente seremos informados de normativas regulatorias del turismo sexual europeo y norteamericano a los países del Tercer Mundo. Por el momento, esa práctica disfruta de los beneficios propios de los períodos de emergencia de una “industria salvaje”.
La voluntad de huir del dolor y la producción seriada de amortiguación tecnológica son clima y símbolo de los tiempos. Sólo cuando la ola se retire, el inventario de la resaca acumulada revelará si se trataba del umbral de un terreno ontológico en el cual se formatea una nueva configuración del ser humano, o si estas prevenciones conceptuales han sido un ejercicio alarmista e inútil. Lo que parece incontestable es el marchitamiento de los proyectos políticos de subjetivación de índole existencialista. La meditación moral sobre la relación entre técnica y sufrimiento sólo puede abrirse espacio en un mundo que considere que la “interioridad”, el cuidado del alma, el cultivo de la curiosidad, la forja de la conciencia, el ideal del “conócete y ayúdate a ti mismo”, sean vigorizadores de la idea colectiva de dignidad. Pero difícilmente en un mundo en donde cada persona prefiere sostenerse a base de píldoras, implantes y emparches. Son formas de apuntalar el laberinto, más que al Minotauro. Y si bien esas fórmulas y apuestas han probado ser eficaces, no dejan de estar amenazadas por el plazo fijo. Que todos soñemos con salir indemnes de nuestro paso por la existencia es comprensible. Pero al despertar de esta ilusión Arthur Schopenhauer lo llamaba “dolor”.
* Publicado en Artefacto, Nº 5. 2003/2004. Versión reducida.
lunes, 18 de mayo de 2009
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