sábado, 16 de mayo de 2009

Fabricantes de la cultura

Por María Pia López

La relación que la cultura establece con el mercado ha vuelto imprescindible desarrollar
un pensamiento en torno a cómo los intelectuales y artistas articulan su trabajo, atravesado ahora por complejas relaciones, más vinculadas a nociones tales como “rentabilidad económica”, “ventajas competitivas” y “participación en el PBI”.

Las cosas han cambiado. Eso lo intuyen distintos activistas culturales, intelectuales y artistas. Fronteras antes nítidas se han vuelto difusas y porosas, y las clasificaciones tradicionales no dejan de exhalar olor a encubrimiento o a pereza. La insistencia en sostenerlas, aun cuando se revelan inútiles para dar cuenta de los fenómenos contemporáneos, se resuelve como cuestión moral o nostalgia de la claridad de los viejos tiempos. ¿Cómo pensar esos cambios con palabras, imágenes e ideas que puedan aprehenderlos, tanto en su lógica presente como en lo que suponen de posibilidades y de obstáculos? Al menos: algunos puntos de partida para pensar la escena cultural contemporánea.
En los años noventa - ya vueltos nombres cronológicos del neoliberalismo - en Argentina proliferaron una serie de intervenciones culturales independientes: revistas, grupos de estudio, teatros, cátedras libres, editoriales. A la vera de las instituciones y raleadas de los mercados culturales cada vez más concentrados -el mundo editorial fue ejemplar en sus fusiones y en su captura de mercados- surgió y en algunos casos persistió un activismo cultural con capacidad de organización, difusión y producción que conjuraba la escasez económica con voluntad y creatividad. A esa conjunción de esfuerzos dispares se le deben los momentos más intensos y relevantes de la cultura argentina en esos años. En 2001, ante la conmoción de una crisis que contrapuso entusiasmos políticos y disposiciones callejeras a la catástrofe social, el activismo cultural pareció disponerse a pensar de modos renovados su dimensión política. Es más, esa rebelión decembrina tuvo un tono asambleario y autonomista, desconfiado de las instituciones y expulsado de los mercados. No parecía ajeno a las búsquedas de una cultura capaz de desafiar las coacciones del Estado y el capital. La fiesta callejera fue breve, sueño de noches de verano, y lo que vino no lo esperábamos.
La eficacia del gobierno actual proviene de dos condiciones novedosas - además de reponer formas muy tradicionales de la política, más bien territoriales y distributivas -: la de conocer la profundidad de la crisis política de aquel diciembre y la fuerza de ese mundo que se hacía visible en las calles; y una coyuntura económica muy favorable al fisco, basada en la producción agraria. Esa confluencia entre un saber y una economía afecta, fuertemente, al mundo cultural: las producciones independientes hallan su lugar en el mercado o en el regazo del subsidio estatal. Y no se trata de venir a colocar una clasificación nueva - o una advertencia moralizante - frente a esa transformación, sino de señalar que algo ha cambiado cuando lo que en los noventa era, necesariamente, paralelo, alternativo, autónomo, minoritario, se descubre rentable y financiable.
Es relevante porque afecta, entre otras dimensiones, la del trabajo. Nuestro trabajo. Que se vuelve también objeto de pago. Quizás es una impresión proveniente sólo de experiencias personales, pero puede ser puesta a modo de hipótesis: los activistas culturales, en los años noventa, impulsaban sus producciones mientras hallaban recursos económicos en otras actividades. En la coyuntura de reactivación y cambio político, son esas mismas producciones las que se vuelven valorizables, las que se pueden ligar al mundo salarial o profesional. Y diría más: son especialmente valorizables, más rentables que otros tipos de saberes u oficios. El activista cultural aprendió, en el desierto del financiamiento y de la ausencia estatal, a administrar lo escaso, a expandir y usar todas sus cualidades, afectos y capacidades - es más, todas aquellas que, tradicionalmente, no se asociaban al trabajo ya que lo que se hacía no era “trabajo” -, a autodisciplinarse en relación al tiempo y a los aprendizajes. Ese cambio subjetivo hoy coincide con las necesidades del mercado: con cierto tipo de disposiciones laborales que emergen como centrales en la producción de valor. Por un lado, ese saber es más adecuado que los que provienen de formas tradicionales de la capacitación laboral - incluso el especializado de las universidades -, en el funcionamiento de un tipo de trabajo que no se despliega aislado del ocio, del tiempo libre ni de los afectos. De Adorno a Virno ese camino ha sido descrito y analizado. Por otro lado, la cultura se asocia, cada vez más, a la lógica de valorización mercantil.

Cultura y mercado
“Cultura”, en los últimos años, fue dejando de pensarse como un gasto o un derroche - en el mejor sentido de estas ideas, en lo que refiere a ese dispendio inútil y casi sagrado, como pensaba Bataille - para ser asociada a otra serie de palabras, nociones e intervenciones: la utilidad económica, las ventajas competitivas, su presencia en el PBI, la rentabilidad de su exportación, la gestión. Adorno y Horkheimer, en un texto merecidamente clásico de mediados del siglo XX, llamaron a ese devenir mercancía de la cultura con el nombre sintético de “industria cultural”. Nombre crítico y airado, que luego fue tomado positivamente: como afirmación de que eso es lo que se hace y lo que debe profundizarse. Pero si en aquel siglo XX en paralelo a la industria cultural surgían las experiencias de vanguardia y las producciones alternativas, el XXI nos despierta con una novedad: la producción cultural es concebida como sujeta a la gestión industrial de los recursos, y es vista ya no como gasto sino como usina generadora de ganancias. Las disrupciones no son las peor pagadas. ¿Hasta qué punto pueden aliarse esas búsquedas de formas culturales autónomas con las ideas de gestión, de rentabilidad, de valoración? ¿Hasta qué punto la posibilidad de enlazar financiamiento a búsquedas permitirá condiciones más propicias para el arte, el pensamiento y la cultura? ¿O, lejos de ser promisorio el escenario se revela amenazante, porque inaugura coerciones que aún no sabemos contrapesar?
Y no se trata de que el mercado o el Estado que subsidia pongan límites a aquello que merece sus aportes. Es menos, creo, un problema de coerción exterior y explícita, que de condiciones autoimpuestas: qué se supone que se debe hacer para seguir siendo financiables y rentables, y qué hacer para demostrar que las condiciones de producción no afectan el núcleo responsable del trabajo. El que dice no y el que dice sí a veces comparten la misma imaginación sobre el poder de fuego de su contratante: el primero se retira para preservarse y oponerse; el segundo se pone límites que imagina necesarios.
La situación es, sin dudas, interesante: no sólo porque permitirá - si continúa - un desarrollo de obras, de intervenciones culturales, de ediciones; sino porque obliga a pensar de modos menos esquemáticos las relaciones entre cultura, mercado y Estado. O, al menos, de evitar la santificación provista por las credenciales independientes y la correlativa condena - tan irreflexiva como aquélla - de los cruzamientos entre dinero y cultura, o arte e instituciones.
Hay algo cuya pérdida, sin embargo, puede ser gravoso: la de la persistencia de una dimensión gratuita - dispendiosa, libre, festiva - en la cultura. Quizá se preserve esa dimensión como goce, proliferación inútil, o ausencia elegida respecto de la rentabilidad general. Ése sería un extremo. El otro sería el de decir “sí al sí”, y pensar desde las fuerzas propias del mercado, para revelar lo que niegan, mostrándolas en su paroxismo o en su destrucción. Entre ambos, muchos son los senderos posibles para una cultura aún no agostada.

1 comentario:

Fernando Silva A. dijo...

Interesante y motivador. Este dilema lo estamos viviendo en Cajamarca, Perú. La presencia de la minería y de la construcción de un soporte institucional cultural generan dudas si la necesidad de promover el activismo cultural emergente desligada del mercado y el estado debe ser tomado o no. Esfuerzos paralelos deben converger o diverger? La madurez política y económica determinarán un proceso intercultural y la gestación de un sistema que aproveche los talentos antes que se desperdicien.