Por Federico Irazábal
Los críticos somos una parte fundamental, por más que nos pese, de la mercantilización del arte. Somos los que acercamos al consumidor al producto deseado al ser convertidos en intérpretes y en publicitarios. Por lo tanto, ¿qué rol jugamos en la creación en sí?
Sería injusto, si no imposible, pensar materialmente al teatro y al arte dejando de lado cierto tipo de manifestaciones discursivas que sin ser constitutivamente parte de la institución artística están permanentemente sobrevolando el terreno, a veces como buitres a la espera de la presa moribunda, y otras como cóndores protectores de un nido del que se sienten parte.
Por más que les pese a muchos, la crítica artística no está fuera de la institución artística, puesto que ella ha devenido en el mundo contemporáneo en una suerte de agente legislador que afirma lo que está bien y lo que está mal, que instaura en el seno de una sociedad aquello que será considerado artístico y aquello que no. Y no hablamos únicamente de la crítica periodística, sino también, y lógicamente, de la académica. Cada una de ellas tiene un rol diferente que le es dado por la institución a la que pertenece y desde la que es sostenida.
La crítica periodística trabaja y opera desde la coyuntura, legitimando las manifestaciones actuales (las que son noticia) que según sus propios criterios y lógicas merecen ser incluidas dentro de los discursos posibles. Es, tal vez, la que cumple una serie de roles de suma importancia para la creación en sí. Por un lado - y es su función explícita -, la crítica que se produce en los medios masivos de comunicación es la que acaba convirtiéndose en vocera de los creadores al tener un contacto directo y cotidiano con los espectadores potenciales. Y una mirada rápida por los discursos que producimos en tanto críticos nos permitirá observar que muchas veces utilizamos categorías muy ajenas al circuito “del arte” para catalogar, adjetivar y promover los discursos que consideramos que hay que tener en cuenta. Con nuestros discursos cotidianos y efímeros colaboramos con la instalación en la palestra de determinados nombres y la omisión de otros. Y no necesitamos ejemplificar con el afuera. Una mirada a la historia de Funámbulos permitirá observar a quiénes - queriéndolo o no - esta revista ha legitimado y a quiénes ha omitido. Rubén Szuchmacher, Daniel Veronese, Ricardo Bartís, Emilio García Wehbi, Alejandro Tantanian, Rafael Spregelburd, Luis Cano, Javier Daulte, Lautaro Vilo, Federico León, Pompeyo Audivert, Mauricio Kartun, Gustavo Tarrío, Moro Anghileri, José María Muscari, Beatriz Catani, entre tantos otros, aparecen en muchos números con sus producciones, entrevistados, opinando o encuestados. Pero si hay algo en demasía en nuestro país es creadores teatrales. Y sin embargo, sólo algunos participaron de esta publicación. ¿Por qué? Indudablemente porque quienes hacemos Funámbulos nos identificamos con determinados discursos y no con otros, y desde esa empatía operamos no sólo artísticamente sino también políticamente. Y en algún punto - y con todos los matices del caso - los convertimos en estrellas de venta del mismo modo en que el periodismo del espectáculo se aferra a Iliana Calabró o a Nazarena Vélez como mercancías de venta de sí mismas. El acto de legitimación es una manera de lograr la autolegitimación. De esta forma se produce un vínculo de mutua dependencia en la que el artista depende de la crítica y la crítica depende del artista. Ambos nos retroalimentamos en un juego que teniendo al arte en la profundidad del vínculo - la empatía - tiene al mercado en la superficie. Por más que nos pongamos los harapos de la seriedad, en un punto la superficialidad y el pragmatismo es lo que nos liga. Imaginemos lo que ocurrirá con un medio masivo que tiene el poder de mandar centenares de espectadores a una sala, o de alejarlos de ella. La crítica, por su condición de masividad, se ve ligada obligatoriamente al mercado, puesto que quien claramente la sostiene es la “industria de la información”.
La crítica académica, por su lado, tiene otros moldes y restricciones, y también trabaja con un objetivo diferente. Aquí no está el propósito de legitimar en el presente a un determinado creador o grupo de creadores sino que, por el contrario, el objetivo de esta crítica está más ligada con la historia: con hacer entrar en la historia de la cultura un determinado producto y no otro. La crítica académica es la que va a colaborar con la denominada “canonización”, puesto que está regida por la “industria del conocimiento”, y al servirse de materiales durables (el libro) se inscribe en la historia, cosa que le cuesta hacer al crítico periodístico que habitualmente terminará como baño de alguna mascota o como encendedor del fuego para el asado del próximo domingo.
Dicho en términos más profundos, uno trabaja para la memoria inmediata, y el otro para la memoria histórica, pero ambos tienen como rol instalar en la memoria un hecho tan efímero como el teatro. Tenemos el poder que la sociedad nos da, no a nosotros en tanto individuos sino en tanto hombres de la industria de la información o del conocimiento, de los medios o de la universidad. Y ejercemos ese poder en función de nuestros propios goces orgásmicos enmascarados de intelecto y reflexión. Pero en un punto, y por más que nos pese, no dejamos de ser mercaderes, vendedores de fantasías, vendedores de bienes simbólicos.
sábado, 16 de mayo de 2009
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