lunes, 18 de mayo de 2009

Derecho de admisión

Por Alejandra Correa

Una vez más, el arte se pregunta sobre el corrimiento de los límites frente a la tecnología. Pero ¿qué pasa si lo que queda afuera es nada menos que el hombre y su cuerpo?

Buenos Aires, abril 2005. Oliver Grau se detiene en la ilusión y las posibilidades del arte inmersivo.
Anima mi entrevista la búsqueda de respuestas a dos preguntas centrales: si la tecnología, al mismo tiempo que aporta herramientas al arte, también lo condiciona, y cómo logra el arte tecnológico involucrarnos en su práctica sin apartarnos de temas centrales sobre nuestra mortalidad. Las respuestas de Oliver Grau que se reproducen en estas páginas dan cuenta de algo que apenas tomamos los primeros sorbos de café él puso sobre la mesa: un prolijo itinerario donde se señalan los hitos sobre los cuales hablará y sobre los cuales eludirá cualquier respuesta posible. Quienes fueron al seminario de Grau me confirmaron esta impresión ya que ni siquiera allí, con cuatro horas por delante, se desvió un milímetro de tres tópicos: 1. Su política: la difusión de las nuevas tecnologías de las que el arte se vale como herramienta o lenguaje, sin poner en ningún momento en cuestión los aspectos filosóficos que este pase implica. 2. Su misión: la construcción de un archivo virtual sobre arte virtual. 3. Su ficción: hacernos comprender que la “virtualidad” del arte tiene tantos años como la gran Historia del hombre sobre el mundo.
Grau vino a explicarnos, por ejemplo, que la tecnología actual en comunión con el arte nos permite atravesar virtuales espacios líquidos, sólidos, gaseosos, y desmaterializarnos durante un breve lapso de tiempo (¿una experiencia lisérgica en el espacio público y con una gran inversión detrás?). Y un ejemplo en que el arte cibernético utiliza dispositivos informáticos para sumergir a los espectadores en nuevas experiencias es una obra sobre la guerra, dice: entre paredes vidriadas, se proyectan las imágenes de una batalla; el espectador entra en ella provisto de una cámara; puede fotografiar las imágenes que ve; cada clic es una bomba que detona en el paisaje y lo detiene. Este trabajo del que Grau se vale para graficar una experiencia de arte inmersivo pertenece a Maurice Benayoun y su título es “World Skin” (http://virtualart.hu-berlin.de/common). Me pregunto si finalmente Grau propone experimentar en carne propia aquello de lo que se vale el poder (y me refiero al gran Poder económico-tecnológico-imperial, que precisamente detenta el poder de la gran industria bélica): el discurso que señala que la tecnología no tiene límites. Ni para un tecnólogo, ni para un “artista” que trabaja con ella, ni para mí como espectadora. Vino a explicarnos que la Humanidad está en un momento de inflexión porque ahora se pueden correr todos los límites. Entonces se trata de la remake de una viejísima cuestión sobre el arte y los límites: experimentar con las formas y correrlos, escribir cadáveres exquisitos y correrlos, descomponer el color y correrlos, pintar los techos de una capilla y correrlos. Sin embargo, por detrás de sus palabras escucho la gran carcajada que se ríe de nosotros, los mismos pobres mortales de siempre, intentando correr –ahora con la artillería pesada de sofisticados circuitos integrados y memorias– el límite final. El límite que nos hace idénticos en esta carnalidad de la que soñamos desprendernos, mientras creamos máquinas cada vez más alejadas de nuestra capacidad de comprensión. Las mismas máquinas que ahora nos conmueven confesándonos tímidamente que tienen una imperiosa necesidad de expresarse y ser creativas.
Sentada ante Grau, en el luminoso lobby del hotel, mientras él habla en su alemán y yo sigo lo que dicen sus manos, tengo un acto reflejo: me aferro. Me aferro a mi lapicera y a mi cuaderno, a esas pocas palabras que me hablan y pelean denodadamente por nombrar ese límite que reconozco claramente porque me habita. Me aferro como quien se defiende de algo que se eleva para aplastarlo. Porque siento que Grau es sólo un ventrílocuo a través de quien habla un Frankenstein que me pedirá prestado el maquillaje y los tacos para ir a mi fiesta de boda, con el secreto plan de alzarse con mi amado y transformarlo en su plato del día.
Le digo a Grau –sincerándome– que pertenezco a otra época, pero que tengo la buena voluntad de querer entender cuál es la verdadera posibilidad de la tecnología en el arte y qué lleva a que alguna gente la utilice como posible lenguaje de expresión.
Y recuerdo que Federico Irazábal contó que en su último viaje a Europa fue testigo de un “nuevo” teatro que ya no tiene actores porque han devenido en reality-actors: fingen que actúan para una pantalla que finge que los muestra en espontánea cotidianidad, para espectadores que fingen creer que ven la tele en sus hogares. Y todo se parece al living de casa. Y ya nadie nos respira a diez metros y nos muestra cómo tiembla su carne cuando dice o piensa. Nadie abre su herida y no sabemos cómo ni cuándo la escena se nos quedó sin cuerpo. Sin cuerpo del amor y del delito. Y aplaudimos como si esto nos tranquilizara: ya no hay dolor ni espanto, qué gran alivio.
La que en mí se aferra es quien en mí resiste. Porque aunque tengo miedo de confirmar que tal vez yo sea parte de una arqueología, de una era que está muriendo ante nuestros ojos, temo llegar a conclusiones categóricas y compartir los discursos de la reacción. Intento explicarle que para mí el arte es una forma de verdad y por eso es sagrado. Y que no entiendo un arte sin cuerpo ni sangre. Es decir, un arte que me finja inmortal. Que nada dirán de nosotros las máquinas el último día del mundo, cuando descansen de su sueño de conquista sobre una tierra podada y sin enchufes a la vista.
Oliver Grau sonríe como quien sonríe frente a la sombra del esqueleto de un dinosaurio rescatado de las entrañas de la tierra. Sabe que en algún sitio de este inabarcable territorio donde la ciencia y la tecnología brindan sin nosotros pero en nuestro nombre, algo realmente novedoso se está gestando. Sonríe porque él ha sido invitado a la fiesta y porque en el dorso de su tarjeta se lee:“La casa se reserva el derecho de admisión y permanencia”.

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