lunes, 18 de mayo de 2009

Cuestión de piel

Por Ale Cosín

Danza y tecnología están ligadas desde las zapatillas de punta en el ballet hasta la
“telematic improv”. Para la autora de esta nota el tema no es qué hacer con los avances sino cuál es el lugar de los cuerpos en las obras.

Me pregunto sobre la danza –como arte del movimiento– y su relación con la tecnología en el mismo momento en que Silvina Szperling lanza el siempre excelente Festival de VideoDanza en noviembre de este año, nuevamente en el Rojas. Ésta es la versión séptima, que reafirmará la independencia del arte del VideoDanza con respecto a la performance en vivo con utilización de multimedia, que estuvo presente en otros años.
Este Festival se dedicará a destacar la calidad y variedad creativa de los trabajos argentinos y extranjeros, reafirmando la importancia de concentrar los esfuerzos en apoyar a los creadores de VideoDanza –que son muchos en nuestro país y de muy diversas propuestas estéticas– en vez de dispersar energía en producciones que son de muy difícil concreción, tales como las obras multimediáticas, que hoy no se conforman con una pantalla y un cañón de video, como años atrás, sino que requieren una tecnología de punta costosa y complicada de instalar en el Centro Cultural Rojas, por ejemplo.
Lo que parece encubrir esta declaración, siendo justa la necesidad de independencia del VideoDanza de la escena en vivo, es que aún sigue pensándose a la performance multimediática como arte de elite, cuando ésta es una experiencia escénica practicada hace ya varias décadas en todo el mundo, y que produce otra llegada, otra comunicación con un público contemporáneo al que tenemos acceso hoy los artistas y del que, obviamente, somos parte como sociedad.
Esta reflexión –además de referirme directamente a la falta de política cultural actualizada (sin entrar en detalles sobre la falta de apoyo económico para las artes más experimentales con o sin tecnología, que no parecen tener lugar salvo en las fundaciones privadas)–, me remite a otra muy profunda que hizo Walter Benjamin a comienzos del siglo pasado, con respecto a la mediación tecnológica del arte en su relación con la cultura popular. No quisiera hacer una comparación superflua de su teorización con lo que podemos observar en la danza, sólo recordar que él advertía la utilización positiva de esa mediación para la experiencia masiva del arte y, sobre todo, que esto se tornaba inevitable: el artista utiliza la tecnología que existe en su época para crear su propia poética.
Algunos ejemplos históricos: en 1889, en Nueva York, una bailarina y actriz norteamericana de vaudeville crea el primer efecto lumínico, iluminándose dentro de un gran vestido de seda blanca con luces de colores especiales. Desde ese momento, investigó cómo proyectar sus extremidades con accesorios, en la utilización de vestuarios y luces que produjeran nuevas imágenes irreales, antinaturales. Cuando Isadora Duncan vio a Löie Fuller quedó tan admirada que la siguió en su gira europea, ya a comienzos del siglo XX.
Dentro de esta corriente más tecnológica se inscribió en los años 30 (contemporáneo a Rudolf Laban y su cinetografía) el coreógrafo Oskar Schlemmer de la Bauhaus de Alemania, con su famoso pero inentendido ballet triádico, que transformaba las figuras humanas estereométricas. A partir de los años 50 podemos asociar las invenciones ilusonistas de Löie Fuller con el coreógrafo Alwyn Nikolais en Estados Unidos y sus complejas proyecciones sobre bailarines y fondos panorámicos, además de la influencia de distintos artistas plásticos de la Bauhaus emigrados en el 40, que se vieron en vestuarios que transformaban en esculturas las líneas y volúmenes de la figura humana.
En los mismos años 50, en Estados Unidos, el gran coreógrafo Merce Cunningham confluyó junto a John Cage con el arte visual de vanguardia. Y ya en 1965 se realizó la primera obra interactiva en la que sensores electromagnéticos colocados en el escenario modificaban el sonido y la puesta visual con el paso de los propios bailarines.
Los alemanes, regios y abnegados exploradores de la expresividad del movimiento, no renunciaron –y podemos verlo hoy más que en ninguna parte del mundo– a los progresos tecnológicos. Sin ir más lejos, conocemos las complejidades teatrales de Pina Bausch y una joven Sasha Wlatz –recordemos su Körper, que trajo al Festival Internacional hace cuatro años–. Y es impensable la obra del suizo Gilles Jobin –con su obra The Moebius Strip, que vimos en el festival anterior– sin su cuidadosa puesta de luces y el medido acompañamiento del músico electrónico en un minimalismo formal exquisito.
En nuestro país, a pesar de lo costoso, de lo complicado que resulta –según la misma Szperling advertía–, hay quienes investigan con tecnología para encontrar un lenguaje propio, basado en conceptos estéticos claros: es el caso de Alejandra Ceriani, coreógrafa platense. Ella dice respecto de cuerpo y tecnología en danza: “Toda performance multimedia que implica al cuerpo, comparte el ser físico con el ser medio de expresión estética. El cuerpo se vuelve foco privilegiado para la actividad constante de modificación y adaptación. El carácter mutable del cuerpo en transición continua, entra en sintonía con el flujo de conexiones; extendiéndose, ligándose. Se potencializa y amplía su capacidad expresiva mínima, la transformación de su organización ‘natural’. Un cuerpo que está en la realidad física pero ubicuo al mismo tiempo, produce inquietación. Una mediación entre lo presencial y lo virtual”.
Hemos visto muy brevemente, que la danza ha estado en mayor o menor medida ligada a la tecnología según las distintas épocas y el desarrollo logrado en ellas, y no por eso se alejó de su eje: el uso del cuerpo como medio de expresión. En todas las diferentes etapas de la historia del arte y de la cultura, y paralelamente al desarrollo tecnológico, hubo siempre quienes apostaron a la exploración del movimiento, del puro movimiento, de su origen, de su expresividad, de la transformación del cuerpo orgánico y culturizado.
Es difícil pensar que un artista en sintonía con su tiempo no vaya a sentirse tentado –o forzado– a posicionarse con relación a la mediación tecnológica, como a todo lo que está sucediendo culturalmente. En lo que no hay dudas es que la danza se define como tal por su uso del cuerpo como medio de expresión artística: es imprescindible el intérprete, el bailarín, su cuerpo, para que haya danza. No es sólo un límite, es el poder de llegar a un público que tendrá un contacto primario recíproco, al menos en un primer momento de comunicación, al ser él mismo un cuerpo.
Silvina Szperling contaba también su experiencia en una improvisación con un bailarín ubicado a kilómetros de distancia, en otro país –otra cultura–, a través de la red virtual: en un “telematic improv”, la energía que se puede lograr es como si se estuviera bailando en el mismo espacio. Es un espacio virtual, pero se comparte un deseo, una consigna y un tiempo de comunicación a través del movimiento de los cuerpos.
La enorme capacidad del cuerpo de expresar, de sentir, de comunicar, de decodificar. No es una cuestión de interpretación, de textos que debamos comprender como se comprende una noticia en la radio, un diálogo en el cine, o cuando leemos un libro. El compromiso del artista con el público sigue siendo una cuestión de piel.
Me queda una reflexión, parafraseando a Joan Costa, diseñador español: la belleza o la poética es a menudo el motivo, la motivación, de la obra de arte… “El arte se hace preguntas, no soluciona problemas, el arte se cuestiona sobre la vida, el mundo, sobre la sociedad, sobre la naturaleza humana, sobre el tiempo. Pero su ideología no puede ser la eficacia, porque no son respuestas las que da, son obras de arte, que no resuelven nada, son expresiones de esos cuestionamientos. No es que no sea comunicación; podemos hablar de que todo es comunicación, porque todo lo que nos rodea se vuelve sígnico, pero el tema es para qué. La eficacia es el objetivo del pragmatismo, no del arte”.
Para la danza, como para toda comunicación artística, la exploración de lenguaje es esencial, no es un problema de lo mediático versus lo unplugged. En todo caso: “los extraordinarios aportes de las nuevas tecnologías no deben impedir los tiempos necesarios para la reflexión y la creatividad. De otro modo, se impondrán sólo unas reiteraciones instrumentales”. (Jacques Durand,economista francés).

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