Entrevista a Ricardo Bartís por Ana Durán
Siguiendo el estilo de prácticamente todos sus trabajos, en De mal en peor Ricardo Bartís
ironiza acerca del ser nacional, los mitos que construyeron nuestra identidad y el teatro, su fuente primaria. En esta entrevista, a propósito de la edición de su obra en este número de
Funámbulos, reflexiona sobre sus obsesiones, que son los pilares de su estética única y original.
Desde Postales argentinas, pasando por Hamlet o la guerra de los teatros, Muñeca o El pecado que no se puede nombrar, Ricardo Bartís viene poniendo en tela de juicio a los “próceres” admirables o decadentes que son el baluarte del nuevo “medio pelo” argentino. Gardel, Perón, Armando Discépolo, Roberto Arlt, Florencio Sánchez, en manos de Bartis, son los protagonistas o los narradores de las experiencias de vivillos de la alta burguesía venida a menos tanto como de las clases menos favorecidas que quieren su minuto de gloria. Política, mentira teatral, actuación: para el director de De mal en peor existe un mecanismo de retroalimentación entre ellos.
Lo que sigue son sus opiniones sobre diferentes mitos que hacen al vínculo entre teatro y sociedad, y otros acerca del teatro y la actuación.
La mentira política y la actuación
Creo que la actuación perdura en el cuerpo social, se desparrama allí y el cuerpo social repite de manera vaga, confusa y sin darse cuenta, los gestos que vio actuar y las expresiones que vio en sus padres y abuelos. Esos gestos circulan como parte de un reservorio expresivo de la actuación derramada en el cuerpo social. Entonces, la política, en la medida en que el teatro es una ilusión social momentánea, tiene vasos comunicantes directos con el teatro, es decir, la política está presente en la medida en que el teatro se hace cargo de generar de manera momentánea la construcción de una ilusión social, con sus jerarquías, sus intercambios, su mitología, su propia historia, etc.
La producción de sentido expresivo, gestual, rítmico es sintetizada por parte de la actuación como si la actuación fuera una especie de quintaesencia de la memoria social que captura algunos elementos y los retraduce en un campo expresivo artístico y poético. Por lo cual todos nosotros estamos atravesados por las formas imaginarias de comportamiento que nos vienen legadas de las áreas de actuación como los noticieros o todo lo que es imagen o construcción momentánea de comportamiento.
Basta con observar las sesiones de la Legislatura, de la Cámara de Diputados o cualquier otra sesión de los políticos, que son conscientes de los mecanismos de producción imaginaria que la actuación promueve. En esos casos, los políticos apelan a los restos existentes en su memoria, en su campo de afectación como observadores del fenómeno de la actuación (en algunos políticos será la conciencia de haber visto actuar a otros políticos) con la conciencia que tiene la política de estar actuando. En ese sentido la política también hace una especie de brechtismo llevado a su máxima expresión, o de Meyerhold a la décima. Entonces, los políticos son actores tribunos que tienen clara conciencia de adónde quieren conducir la tonalidad del discurso, la reflexión, y entonces hay apelativos emocionales, situaciones vinculadas a contradicciones que hablan de la nobleza del ser que está funcionando como emisor del discurso.
La mentira efectiva
Si pensamos en la interpelación a Ibarra y la intervención de Milcíades Peña, pueden observarse las zonas de actuación que desarrollaba. En ese sentido uno podría decir que Milcíades Peña actuaba mal porque se hacía tan evidente, que corría el riesgo de crear un campo de resistencia. Pero desde otro punto de vista uno podría pensar todo lo contrario: actuaba bien, porque gran parte del placer que tiene el receptor es ver que el otro está mintiendo y sin embargo sostiene una situación que refiere a un campo mítico arquetípico de las expresiones emocionales o de compromiso a cierto tempo, a cierta utilización del discurso, etc. Todas esas cosas están fríamente calculadas. Parecería que uno debe reflexionar acerca de que eso, lejos de incidir negativamente en la gramática social, funciona como elemento de intercambio. Quiero decir que el receptor no espera que el otro sea auténtico sino que ejecute el arte del mentir con la mayor efectividad y con la mayor limpieza posible, donde no quede negado el hecho de que es una circunstancia ficcional. Más allá de que creo que Milcíades Peña era sincero en su creencia respecto del cuestionamiento a la corrupción existente dentro del gobierno de la Ciudad, a los compromisos espurios que señalaba, etc. Pero la situación de la naturaleza sensible del tema de Cromañón nos desplazaba rápidamente a una situación melodramática.
La puesta en escena del crimen
La idea Arlt (un crimen posibilita un instante de trascendencia) podría ser transferida a muchos planos. Bastaría asumir con decisión un orden de fractura para que momentáneamente todo un circuito periodístico, judicial, policial se pusiera en marcha y entonces él piensa en la idea de matar para ser. Ante la inexistencia de certezas o ante la debilidad absoluta existencial que tiene el hombre en relación a su interrogación, ante la inexistencia de Dios, de los valores sociales como forma superadora de la vida, ante los valores en crisis del trabajo, el matrimonio, los valores tradicionalmente burgueses, de una manera juguetona e hiperbólica, desde la literatura Arlt, en el año 26 ó 27, formula la reflexión acerca de existir a través del crimen. Digo esto de la fecha porque después vienen Stalin y Hitler o Mussolini. Es una situación anticipatoria de la literatura esto de percibir al hombre en una encrucijada porque ya no tiene mitos verdaderos sobre los cuales soportar su existencia, y necesita apelar a salvaciones terrenas (juego, robo o asesinato) como una garantía de su ser.
Pero esto podría ser transferido a otros planos. Uno podría decir que la cámara me confiere la categoría de persona respetable independientemente del relato que se pronuncie. Como en los velorios en los que el muerto adquiere una importancia y una solemnidad que muchas veces no ha tenido en vida. El cuerpo frío del muerto en el velorio actúa también una serie de valores que son transferidos por el acto de estar muerto. Y por otro lado la política ha favorecido enormemente eso a tal punto que aquello que no se ve en televisión no tiene valor de existencia. De ahí que actuar y ser visto sean las condiciones de la existencia misma.
Actuar, cómo y para qué
Igual la actuación debería reflexionar sobre eso para seguir pensando en cómo la política logra sentirse con derecho a enunciar algo que es inenunciable: esto es, cómo logra que sus actores se sientan con derecho a enunciar independientemente de la verdad que enuncian. Porque ése es un mecanismo estrictamente de la actuación: no importa tanto el enunciado sino mi derecho, mi calidad y mi grado de contagio en el enunciado. El desafío de la actuación teatral es que logre contagiar al espectador a través de formas y procedimientos rítmicos, gestuales y expresivos. El valor de la actuación estaría entonces en el contacto y en el lugar de la empatía, y no tanto en el discurso.
De todas maneras, esto es a nivel teórico, porque en la práctica no concibo la actuación separada del lenguaje. La actuación es un relato específico pero está en combinación con los relatos espaciales, pictóricos, musicales, literarios, arquitectónicos, etc. La actuación se ha liberado hace tiempo de la presunción de que la verdad tiene que ver con un modelo cercano o imitativo de la vida. Se ha aceptado hace mucho tiempo que el naturalismo o el realismo son recortes de lenguaje dentro del teatro, como hay otros, y que además son variaciones de lo que serían los básicos primigenios de la tragedia, la comedia y la farsa como los tres elementos iniciales de los cuales el teatro parte.
Actores míticos
Ahora parecería una estupidez remitirse a Olmedo, producto de la iconografía que se ha generado sobre él, pero es un actor paradigmático. Su técnica depuradísima permite entender, como pocas veces se ha visto –por lo menos acá, en Argentina–, la combinación de niveles: actuar la multiplicación de niveles, anulando el anterior y generando igual una sensación gozosa de despreocupación por el sentido porque el sentido se va fundando momento a momento. Pensemos en el sketch de Álvarez y Borges, cuando Javier Portales actuaba maravillosamente la función de soporte (más vieja que Matusalén) y Olmedo narraba la existencia del fenómeno mentiroso de la televisión olvidándose la letra y pidiendo que le pusieran bien los carteles, los chivos de las medias que usa Portales, la presunción de una confusión sobre la sexualidad producto de la pobreza que nos arrojaría a cambiar de sexo, la referencia permanente de que “hay efectivo” preanunciando el menemismo y la debacle permanente vinculada al curro y a la corrupción generalizada, las situaciones de los comentarios irónicos acerca del teatro culto, la confusión sobre los nombres verdaderos, acerca de qué se está actuando y qué no, qué es la letra, etc. Eso merecería un estudio teórico singularísimo de observación de combinaciones sobre la situación de simultaneidad de relatos, o lo que dicen los teóricos franceses sobre el engrosamiento de signos, etc.
Porque pensemos que el teatro no se hace con “ideas”. Desde lo que se conoce hasta lo que pasará dentro de 5.000 años necesariamente va a ser bastante parecido. Por lo menos va a ser bastante parecido el fenómeno de que alguna gente se junte en algún lugar a ver a otra que actúa. Pero ése es básicamente el relato primario que tiene el teatro y según parece, al menos dentro del teatro occidental, los temas variarán levemente: en algún momento fue Dios, después el Estado, después el hombre, después serán los formatos específicos. Y los aportes que se van dando no son acerca de los “temas” ni las “ideas” sino los procedimientos técnicos, es decir, el grado de imaginación técnica en el procedimiento de lo específicamente teatral.
No se trata sólo de actuar
Nunca abandoné el relato. Siempre fue un tema de preocupación aceptar que debía relatar, que las búsquedas no estaban en la modificación narrativa (poner lo de atrás adelante, o hacer un cambio de secuencias) sino que consistía en tener un relato claro y mitológicamente resonador en el espectador.
Es contradictorio porque por un lado yo presupongo que me parece que quiero contar algo, pero esa energía y esa afirmación no son el “tema” solamente. Hay una voluntad de que esa potencia aparezca en la forma. Y la potencia no es lo crispado, ni los gritos, ni el terrorismo escénico, ni tirarse arriba de los vidrios ni mostrar las tetas. La potencia es que quede presente el salto que la actuación va a producir. La actuación está afirmando aun en la risa algo enormemente complejo: su existencia y la pertenencia a una cultura. Por ejemplo, ¿por qué la referencia a Florencio Sánchez? No hay una palabra de Sánchez en todo De mal en peor, y sin embargo nos sentimos deudores de él porque escribió, produjo, creó teatro, y murió en este país aunque haya nacido en Uruguay. Y no me refiero –lejos de mí– a cualquier referencia tradicionalista. No voy a armar una peña con pañuelos rojos ni a invitar a Zamba Quipildor a cantar con nosotros. Pero en los últimos veinte años hay un sector del teatro que cree que lo precede el desierto. Y si vos ves las fotos de las puestas de 1910 a 1930 del teatro argentino son infinitamente más poderosas que las puestas de Meyerhold o del Teatro de Arte de Moscú. Son unos bichos rarísimos con unas caras expresionistas. No tienen nada de la idea acartonada y presuntamente aburrida y convencional del teatro. Es muy movilizador. Ya en 1916 ves las fotos de las puestas de El padre, de Strimberg o de Vaccareza, de Laferrere o de Sánchez y son mundos potentes con escorzos torcidos, construcciones visuales tal vez vinculadas o no a las formas circenses o a las formas de las convenciones de la época. Habrá que ver y estudiar algún día y discutir qué pasó en la relación entre el teatro independiente y las formas criollas. Cómo fue que este teatro independiente que afirmaba su identidad, que se reivindicaba en su pasión, que se agrupaba por afuera de los modelos comerciales y estatales, al mismo tiempo atacaba y criticaba las formas nativas de actuación, las más representativas de la actuación criolla: una actuación exaltada, expresiva, atravesada por nuestras influencias europeas, etc. También sería interesante saber qué pasó en la década del 70 con la aparición y la dependencia de los modelos americanos y la introspección: en plena época de la dictadura el teatro se introspecta y mientras el cuerpo social padece, una parte del teatro estudia cómo la interioridad puede producir una especie de verdad, cosa que es una contradicción flagrante en cuanto al campo de la expresión se refiere.
En lo que al Sportivo Teatral y a su formación se refiere, siempre nos sentimos deudores del pasado. Discutíamos más con las formas y la tradición del teatro argentino que sentirnos preocupados por las modas conceptuales europeas. Teníamos más en cuenta las expresiones y las modalidades de actuación de los actores nacionales que los modelos extranjeros. Pensamos en Carlos Carella, Federico Luppi, Osvaldo Terranova, Inda Ledesma o Ulises Dumont como actores de los que habría que aprender. O Cristina Banegas, a quien ves actuar y produce una situación que supera totalmente un texto de representación hasta convertirlo en otra cosa, producto de su potencia de actuación que perfora todo. El Cervantes se convierte momentáneamente en un lugar teatral porque actúa esa mujer.
De vuelta a los (mitos) políticos y actorales
Ahora, ¿por qué hay algunos actores que logran esa empatía de energía con el público y otros no? Sigue siendo un misterio. Algo de eso entiende la política. Por ejemplo, Menem lo ha entendido en su naturaleza –no digo que haya estudiado teatro–; no es que la gente le crea sino que está dispuesta a soportar su calidad de mentira. Y hay algunas formas que son más auténticas que otras, más allá del proyecto político. Chacho Álvarez es tan mentiroso como Menem pero actúa peor. Actúa una socialdemocracia que no entra dentro del campo mitológico de lo que es un líder popular en Buenos Aires. Inclusive la actuación oligoide e idiotizada de De la Rúa podría ser pensada como una forma de identificación de un sector de la clase media que comparte esa impronta de anonimato y catatonia. Nosotros estamos llenos de esas características: López Rega, Isabel, el cuerpo muerto de Perón sin manos circulando por el imaginario de todos los argentinos; nuestros ídolos: Carlos Monzón arrojando a Alicia Muñiz por el balcón, la tiroides de Alicia Muñiz adentro de una bolsita plástica y recorriendo las morgues de Mar del Plata, el gordo Maradona con 240 kilos hablando de sus hijas mientras se parte la nariz con cocaína y abrazándose con Fidel Castro. De repente el grado de teatralidad de la realidad es tan enorme y tan intenso que el teatro debe tener una actitud de retirada, de armarse un espacio recoleto porque si no, da vergüenza actuar. Y no es casual que gran parte de la actuación se haya desrostrizado en el último tiempo, que se haya neutralizado tanto. Lo que ha ganado terreno es una textualidad donde la actuación lo que hace es portar esos textos que ya tienen planteadas sus bromas y sus giros que antes eran del territorio de la actuación. Me refiero no a las “morcillas” sino a lo que el actor podía completar a través de los ojos o las muecas, los ritmos o las energías. El teatro moderno lo que tiene es un acopio de lo que entendió por haber trabajado en los talleres de actuación y no en los talleres de dramaturgia, en cuanto a la necesidad de incorporar a la literatura esos fenómenos que son inherentes al arte de la actuación. Pero ahí vos ves las ideas, la inteligencia y la singularidad de los recursos, la cantidad de enigmas, pero en términos teatrales no se genera ningún lenguaje potente. Porque lo teatral está en lo escénico, no en el recorte literario. Y que se dejen de joder los de Argentores diciendo “recuperemos al autor”. Es una locura, como si se los estuviera atacando. Pero esto es de hace cien años, no de ahora. Hace cien años Meyerhold le cambió toda la textualidad a Chejov, que es más o menos como el Che Guevara de la Unión Soviética. Y lo hizo porque conocía el texto, la época, y toda la correspondencia de Chejov. Y uno piensa qué nivel de amor al texto de Chejov tendrá para sentirse con el derecho a proponer cambios escénicos hasta encontrar un lenguaje autónomo. Insisto con Meyerhold porque creo que todo Brecht y gran parte de Kantor ya estaban en él. Creo que si la obra de Meyerhold se hubiera podido estudiar, el teatro se habría librado de toda una serie de tonterías que todavía sigue discutiendo, y que ya ningún otro arte discute: lo verdadero y lo no verdadero, qué son el texto escénico, la textualidad, etc.
miércoles, 20 de mayo de 2009
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