Por Ale Cosín
Con la aparición de las compañías multiculturales de danza, lo singular y las mezclas se empezaron a poner en juego. ¿Cómo pensar nuestra identidad? ¿Nativos, europeos o...?
En círculos académicos vinculados con la danza, se habla –con profundidad y correctamente documentado– de un problema de identidad de la danza espectáculo en Argentina, que se resolvería en la negación de todo rasgo distintivo propio debido a un multiculturalismo original en nuestro ambiente. Este problema tiene un comienzo, y es la pregunta que a partir de los 70 se hacen los centros legitimadores de nuestra área, ubicados en Europa y Estados Unidos, quienes ostentan el poder de festivales dentro de los cuales se eligen los parámetros de selección y su consecuente elección y descarte de creadores. ¿Cómo reconocer una danza escénica argentina, fuera de las que aluden al folklore o al tango, reconocidos como propios? Este nuevo cuestionamiento se traduce en una afirmación que sería si lo étnico no se encuentra expresado en el arte local, entonces se desdibujaría la identidad de una obra, o peor: de su creador. O dicho de otro modo: al ser el nuestro –que es lo que nos interesa–, un país de inmigrantes, multiétnico, con áreas culturales tan marcadas, el no reconocimiento de los grupos de origen haría que la influencia de las culturas foráneas vuelva inútil una identidad local dentro de lo global. Vemos acá numerosos problemas; uno nos parece grave: si al artista no le queda otra opción –para ser reconocido– que identificarse con los parámetros eurocéntricos, si no puede más que adaptar su imaginería, su juego de representaciones, su discurso, su creatividad, a ese paradigma, entonces la globalización se convertiría en una invasión totalitaria, una homogeneización cultural. “La globalización es un nuevo tipo de relación entre culturas. Los flujos se mantienen desiguales, y reflejan la dicotomía centro/periferia. Sin embargo la coexistencia de culturas diferentes no conduce necesariamente a la confrontación, existen muestras claras de hibridación cultural sin llegar a la homogeneización. La hibridación abarca tanto formas ‘tradicionales’ de mezcla como el entretejido de modernidad y tradición, de culturas de elite, popular y de masas. Sin embargo, para aprovechar su riqueza, hay que estar prevenidos porque existe un proceso ambivalente de igualación cultural, que es un instrumento de una hibridación ‘pacificadora’ que responde a gustos occidentales, que desgasta los centros de resistencia asociados a otras culturas. Con esto fingimos proximidad bajo la apariencia de reconciliación amigable entre culturas, pero sin hacer ningún esfuerzo real para comprenderse las unas a las otras. En los procesos de hibridación no sólo circula el contenido cultural, también lo hace la naturaleza contingente y arbitraria de cualquier cultura. Sin embargo, el reconocimiento y la aceptación de esta diferencia son vitales en los intercambios democráticos.” (Néstor García Canclini, Claves para el siglo XXI , Coord. Editorial de Jérome Bindé. Ediciones Unesco, Crítica, 2000.)
Es una irresponsabilidad negar la tarea del artista de trabajar desde su propia identidad, de trabajar en la creación de objetos artísticos que valoricen tanto la individualidad como lo humano específico, el lugar del cuerpo y del tiempo culturales, y que puedan –al margen, pero sin negarlas, de las redes globales dominantes– optar por la creación de redes alternativas donde cada encuentro entre artistas y el público –valorizando el poder de las artes escénicas y performáticas del encuentro vivo– sea un intercambio de experiencia que potencie y no borre la identidad de cada uno y la identidad de una comunidad.
Pero además, ¿es esto posible? A pesar de las predicciones escatológicas de Fukuyama sobre el fin del hombre, a pesar de la ilusión de neutralizar las diferencias abismales entre Primer, Tercer y ahora Cuarto Mundo tal como lo desearon los neoliberales tecnológicos –los “ciberlibertarios”, la escuela californiana, etc.–, la lucha por la diversidad cultural continúa fuerte y rica, tomando desde adentro mismo del sistema espacios para dar vuelta la unicidad discursiva disfrazada de multiculturalismo, como nos advertía Canclini. Podríamos afirmar que las identidades locales están más sanas que nunca. Claro que no son las mismas que antes del posmodernismo, antes del advenimiento de la llamada era de la información. Ni podrían serlo porque la identidad se construye sobre interpretaciones de hechos, sobre focos de atención cultural, sobre un sentirse parte de una tendencia cuya naturaleza es móvil –se puede actualizar, incluso puede desaparecer–, de tal forma de percibirla viva y cercana a pesar de su distancia temporal o geográfica, en relación al foco de identidad sobre el que se pone la atención. Los umbrales de distinción, y por lo tanto de inclusión o exclusión cultural, son siempre culturales, por lo tanto móviles y arbitrarios. “El futuro estaría en lo ‘intercultural’ superador de la vieja dicotomía identidad/diferencia y los diálogos entre distintos contextos nacionales a través de una mayor potenciación de las subjetividades, las realidades particulares de cada ser humano más allá del concepto de lo étnico, y de un mayor diálogo entre lo universal y lo local, entendiendo lo local (sinónimo de sitio o lugar) más como relacional y contextual que como escalar o espacial.” La resistencia estaría en “la construcción de lo local, en tanto estructura de sentimientos como respuesta a la erosión, la dispersión y la implosión de la homogeneización global”. (Anna María Guasch, Las distintas fases de la identidad: lo intercultural entre lo global y lo local. Revista La Puerta, FBA, Universidad de La Plata, 2004.)
María Colusi está ya hace algunos años bailando en la compañía de Sasha Waltz, en Alemania, en pleno Berlín. “Lo más sorprendente es cómo todo puede coexistir aquí, siendo todos de nacionalidades y background diferentes cada uno aporta al todo, no es ni mejor ni peor, es necesario; sin duda para mí es un ejemplo de democracia cultural. Si tengo que decir qué aporto como argentina es la facultad de adaptación, el espíritu de riesgo, la humanidad, la sensibilidad y la creatividad, cualidades que cultivé en Argentina pero que lamentablemente no pude hacerlas crecer ni afirmarlas allí. En esta compañía justamente es importante que uno siga llevando su cultura, su historia y sus raíces, porque es lo que te hace diferenciar de los otros aportando un color que es único e irrepetible.”
En la teoría de los académicos que traíamos al comienzo vemos también el problema de la hiperrealidad del artista trabajando una apariencia de la imagen consagrada, la imagen codificada. Y sin embargo nos consta que eso no es todo lo que hay en el panorama de la danza y la performance argentina. Están también los creadores que reinterpretan desde su propia biografía construida en diversos contextos socioculturales. Susana Szperling nos cuenta esta anécdota: “Recuerdo claramente, hace diez años, justo antes de mi vuelta de vivir en Estados Unidos. Estaba en una sala de ensayo del East Village embriagándome con movimientos y ritmos improvisados. Entonces noto que estaba repitiendo uno en especial y llega a mi conciencia descubrir que era el ritmo de un malambo. No sé si lo había aprendido en la escuela primaria o copiado de algún amiguito de colegio. Lo que sí sabía era que me estaba divirtiendo mucho y que para desarrollar ese embrión de sonidos y movimientos y para poder compartir esa sensación de juego con alguien más, cuando llegara a Buenos Aires me iba a juntar con alguien que dominara ese baile folklórico. Previo a La pisada, hice La incomodidad de los cuerpos, una obra multimedia sobre las complicaciones con los “cuerpos” u objetos del hogar, las mudanzas, el orden y el caos. Allí aparecía un sueño que fue el primer dúo de malambo y su aparición era alegórica”.
Alejandra Ceriani, artista plástica y coreógrafa que no estudió en ningún otro lugar que en el país, nunca de chica recibió la influencia del folklore, y sin embargo, en colaboración con Jorge Caballero, llegó al malambo pero ya estetizado con otros recursos: “El malambo (incluyendo aportes de artes marciales que investigó Jorge), se fusiona con el alfabeto español en términos de orden y forma, explorando reglas y límites de la expresión y de ambas técnicas. La coreografía cobra tensión al descontextualizar configuraciones corporales históricamente establecidas. El valor de un movimiento no se determina por su pertenencia a un sistema, sino que recupera significado en sí mismo.”
También recordamos las creaciones de Viviana Iasparra –Baile de campo – o de Andrea Servera –Planicie Banderita–. Esto hablaría de la enorme versatilidad de la danza como expresión de representaciones identitarias mucho más complejas que los modelos establecidos.
Cerramos con una reflexión que hace Carolina De Luca, investigadora y bailarina: “¿Hay danza que no sea antropológica? Si la pregunta antropológica de base es quién es el otro y quién soy yo, el acto creativo, compuesto, lo acepte el artista o no para trascender, ¿puede no ser antropológico?”.
miércoles, 20 de mayo de 2009
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