Por Cecilio Raimondi
La figura del dramaturgo va y viene, como las olas, movida por diferentes polémicas. Hoy por hoy, aunque el foco está puesto en discutir su lugar en internet, el problema de fondo es una cuestión de mercado: copyright y piratería.
De malos presagios y obituarios prematuros está asfaltado el camino del Señor. El oficio de autor es uno de los más ricos en este tipo de pronósticos. Ya en 1969, Michel Foucault celebró por adelantado sus exequias en una famosa sesión del Collège de France. En aquella oportunidad, el filósofo francés –más cauto que Roland Barthes, que en un conocido artículo de la época dio por muerto sin más trámite al autor– dijo que había llegado la hora de borrarlo en beneficio de las categorías propias del discurso. La idea no era declarar su inexistencia sino considerarlo una función variable y compleja del dispositivo enunciativo. En esa reunión, otro pensador francés, Lucien Goldmann, responsabilizó a Jacques Derrida –y a algunos estructuralistas– de intentar fundar una filosofía de la escritura negadora del sujeto. Afirmaba que si bien la obra de un autor se desarrolla en la pulpa histórica de una discursividad colectiva –todos nacemos en un mundo poblado de símbolos y significaciones que son previos a nuestra vida y que usamos para formarnos–, eso no autorizaba a pensar que el sujeto individual no aporta huellas propias en su tarea de creación y se disuelve en las aguas de una transcursividad neutra y sin rasgos personales.
Con la inusitada expansión de las artes audiovisuales, el desarrollo de la tecnología informática y, sobre todo, de la aparición de internet, aquellos vaticinios del estructuralismo tomaron otros caminos y dieron lugar en estos años a profecías no menos apocalípticas para la suerte del autor. Una de ellas, vinculada a las más modernas teorías comunicacionales, es la que concede al lector una nueva y privilegiada situación frente a la obra. La aspiración de contar con un lector activo, dotado de un deseable y alto grado de participación (en teatro hablaríamos de espectador), ha llevado a los impulsores más radicales de esa posición a suponer que el lector se convierte en una especie de coautor por el solo hecho de interpretar un libro. No es una novedad que la interpretación ha sido siempre una actividad ligada en mayor o menor medida a la práctica intelectual. Y que adquiere una dimensión de primer orden en la decodificación de las piezas artísticas que, por el influjo de una deliberada ambigüedad, plantean sentidos abiertos. Umberto Eco sostiene que esa ambigüedad es propia de todas las obras de arte, que una y otra vez se niegan a cerrarse por completo. Pero aun llevando su opinión a este punto no se atreve a igualar al lector con el creador haciendo de la interpretación una coautoría. El planteo de esta corriente, que idealiza el acto de interpretación del receptor, es que el autor constituye en la mayor parte de los casos un simple pretexto para disparar la imaginación creativa del lector, se encuentre frente a un libro impreso o en una computadora.
Este panorama se complejizó bastante con el advenimiento de las obras multimedia, aquellas que, volcadas al lenguaje digital, circulan por la red bajo el gobierno de un programa de ordenador que permite su utilización interactiva y están construidas por elementos de distintos géneros: textos, sonidos, imágenes. Creaciones más o menos recientes –su auge podría ubicarse en los últimos diez o quince años–, estas obras son un fenómeno que viene generando diversas reflexiones, por lo común muy contrapuestas. Algunos teóricos sostienen que las obras multimedia propinan un golpe mortal al autor porque tornan su función virtualmente anónima. Otros, sin ir tan lejos, afirman que lesionan sólo la imagen del autor como figura omnipotente e indivisible, aquella que se cobijó bajo el aura del romanticismo. Esto porque otorgan una enorme facilidad para modificar, completar o vulnerar la propuesta original de una obra. Según esta concepción, la red tendería poco a poco a diluir el ámbito del autor tal como se lo concebía más tradicionalmente –la de un taumaturgo capaz de hacer en soledad grandes prodigios que perduren a través del tiempo– y a fortalecer las expresiones colectivas donde la demarcación de cada trabajo autoral se hace arduo y resbaladizo.
En teatro, los pronósticos sobre la muerte del autor tuvieron su origen en otro fenómeno: la aparición de espectáculos que tenían como fundamento casi exclusivo de su estética la imagen. En ese caso, de lo que se hablaba era de la desaparición del dramaturgo, del hacedor de textos en su modelo más tradicional. Obviamente, sobrevivía la calidad de autor del que creaba las imágenes. A nadie se le hubiera ocurrido ni se le ocurriría hoy negarle la autoría de sus trabajos a Bob Wilson –uno de los artistas más exquisitos del llamado teatro de la imagen– por el hecho de no haber incluido textos en sus montajes. Se trataba de otra cosa: de un puja dentro del ámbito dramático por ver si la palabra escrita seguía hegemonizando la construcción del hecho artístico teatral, como ocurrió durante siglos, o si cedía –total o parcialmente– espacio a las tendencias influenciadas por aquellas disciplinas (el cine, la televisión) donde el peso de lo visual era lo dominante. En la actualidad, esa puja dejó lugar a una convivencia más civilizada donde el desarrollo de la significación visual de los espectáculos no trata de realizarse –salvo excepciones– a expensas del autor, a costa de su expulsión de los escenarios. Es más, el surgimiento de una camada de nuevos dramaturgos que le asignan una fuerte incidencia al texto en sus espectáculos –porque además de escribir, por lo general dirigen y actúan– podría tal vez interpretarse como un período de reposicionamiento del autor teatral.
Desde luego, el autor teatral no está libre de asechanzas, pero sus problemas –como dice Roberto Tito Cossa en “El autor es una especie en vías de extinción”, un artículo publicado en Clarín el 25 de abril de 2005– no se pueden comparar con los padecimientos de quienes escriben para la televisión, la radio o el cine, donde la desvalorización del autor tiene ya proporciones alarmantes. Y, desde luego, si ese proceso de devaluación se afianza en esos lugares o sigue avanzando, tarde o temprano la guadaña caerá también sobre aquellos que como el autor de teatro tienen hoy una situación menos débil. Y lo más seguro es que ese proceso continúe, porque hay razones económicas –y eso estimula mucho a los poderosos– para que suceda así. Detrás de la ofensiva contra los autores, como afirma Cossa, lo que en rigor se esconde es la pretensión de las grandes corporaciones y los empresarios de la industria cultural de pagarles menos a los autores.
O para decirlo en términos más directos: se intenta sacarles a los autores la mayor plusvalía posible. La globalización capitalista es en ese sentido salvaje y no se detiene ante nada, ni diferencia entre trabajadores manuales o culturales. Es más, la alta rentabilidad que en el mundo actual produce el trabajo intelectual lo ha transformado en un blanco predilecto del afán desbocado de lucro de las grandes corporaciones o empresarios que deben emplear al autor. Porque, de verdad, si todas estas cavilaciones y pulseadas verbales realizadas para saber si el autor sigue vivo o no tuvieran más que un valor teórico o de prestigio simbólico, no convocarían a tal despliegue de energías. Convocan a ese despliegue porque son alentadas por quienes, defensores de intereses concretos, sueñan con menoscabar al autor –no matarlo, porque autor muerto no produce– y embolsarse la tajada del león. La lucha es por el vellocino de oro, para ver si son sus auténticos dueños, sus creadores, los que, sin perder su propiedad, fijan el quántum y las condiciones de su circulación, o los que, a la hora de su comercialización, se lo apropian por chaucha y palitos para después enriquecerse con un producto cuya paternidad no les pertenece.
De ahí que el peligro más grande que se cierne sobre los autores proviene hoy de lo que se denomina leyes del mercado, ese eufemismo con el que se intenta disfrazar el carácter cruel de un sistema dominado por la ley del más fuerte y de la máxima rentabilidad. A comienzos del siglo XXl, esas llamadas leyes de mercado tienen su encarnación más concreta en el copyright, un conjunto de normas originadas en el derecho anglosajón que regula especialmente la faz de comercialización o explotación de las obras. En este sistema –a diferencia del latino, que es el que rige en Argentina– el reconocimiento de los derechos subjetivos de autor es más limitado y más extensa la cantidad de excepciones que permite respecto de ellos. En la ley estadounidense, el copyright le confiere al productor en los casos de trabajo por encargo o alquiler (works made for hire) –y salvo que las partes hayan convenido por escrito otra cosa– la categoría de autor respecto de las obras audiovisuales y cinematográficas. Allí el realizador y el guionista, aunque muy bien pagos en general, no son más que asalariados del productor. Es decir que el copyright es un régimen que admite un amplio conjunto de presunciones de cesión de derechos patrimoniales. En los países de América Latina y en algunos ámbitos de la industria audiovisual argentina se asiste a un intento cada vez mayor por aplicar esas normas del copyright –sobre todo las que intentan derogar los derechos de los autores– sin imitar, sin embargo, los gestos con que se trata de compensar la cesión de esos derechos en los países del sistema anglosajón, como por ejemplo las altas remuneraciones. Aquí la regla es apropiarse del derecho y hacerlo por el menor monto posible.
En Argentina la defensa de los derechos de autor tiene rango constitucional y cuenta además con el respaldo de dos leyes, la 11.723 (de la propiedad intelectual) y la 20.115, por la que se consagra a Argentores como la entidad protectora y recaudadora de estipendios a que esos derechos dan lugar. Después de un período convulsionado, Argentores está desde hace más de un año dirigida por una nueva junta directiva a cuyo frente está el conocido autor Alberto Migré y que se ha fijado como uno de sus objetivos estratégicos prioritarios llevar adelante una sistemática denuncia de las amenazas y borrascas que se ciernen sobre los derechos de autor, con el fin de concientizar y convencer, en primer lugar a los creadores, de la necesidad de defender sus derechos en todos los campos en que sean desconocidos.
Uno de esos campos es internet, donde en la última década se ha puesto de manifiesto una amplia gama de transgresiones al derecho de autor. Consultada sobre este tema, la doctora Delia Lipszyc –titular de la cátedra de la UNESCO sobre derecho de autor de la Facultad de Derecho de la UBA– comenta en una entrevista publicada en el libro Elogio del autor, de Salvador Pocho Ottobre, que también en el área de la multimedia el derecho de autor cuenta con el amparo de la ley. “Efectivamente, los derechos de reproducción y de comunicación pública, consagrados por todas las leyes de derecho de autor del mundo como los derechos fundamentales y exclusivos de los autores de obras literarias, científicas, artísticas, musicales, dramáticas, cinematográficas y otras obras audiovisuales, etcétera, incluyendo nuestra vetusta ley 11.723, cubren las operaciones de utilización en internet, porque los derechos le son reconocidos al autor con carácter genérico, aunque en algunas leyes recientes, la puesta a disposición del público en redes digitales de obras protegidas por el derecho de autor es objeto de mención expresa. Pero aun cuando las leyes no contengan tal mención –como, de momento sucede con la ley argentina– esto no es óbice para que el autor disponga igualmente del derecho exclusivo sobre toda forma de utilizar la obra; los derechos de explotación de que dispone el autor son tantos como formas de utilización de la obra sean factibles no sólo en el momento de la creación de la obra, sino durante todo el tiempo en que ella permanezca en el dominio privado. Sin embargo, con intención pedagógica y para aventar problemas de interpretación de un principio básico en una materia relativamente nueva y poco difundida, las leyes mencionan, detalladamente, los distintos derechos patrimoniales, los cuales se corresponden con las diversas formas en que el autor puede ejercitarlos.”
El embate en la red mundial afecta por igual a autores y a empresas industriales, las mismas que en otros ámbitos tratan de menoscabar –como queda dicho en esta nota– los derechos de los creadores. Y debido a ese hecho, productores, distribuidores y autores se han unido en una alianza formada hace poco tiempo con el fin de proteger a los derechos audiovisuales de la piratería. Son las paradojas de la vida. Está bien, dicen algunos autores: muchas otras guerras han presenciado alianzas no menos dispares. Lo importante, agregan, es estar atentos a que mientras esta acción se realiza nadie desembarque en las playas de la alianza un caballo de Troya.
lunes, 18 de mayo de 2009
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1 comentario:
para ahondar (y se ahonda eh, si le dedican un tiempo) en el tema desde una campana divergente.
http://www.bea.org.ar
http://www.bea.org.ar/2011/05/raffo-presento-su-libro-en-la-feria/
http://www.derechoaleer.org/2011/06/derecho-de-autor-e-industrias-cu.html
http://www.lavanguardia.com/opinion/articulos/20110709/54183271636/sin-decencia.html
http://www.bea.org.ar/2011/03/sabias-que-2/
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