lunes, 18 de mayo de 2009

En el nombre de la tragedia

Por Mónica Berman

Lo familiar fricciona contra los esperados parámetros del género fundante del teatro. Según la autora, en la obra de Cacace los indicios nunca son lo que parecen.

"Un objeto que habla de la pérdida, de la destrucción, de la
desaparición de objetos. No habla de sí. Habla de otros. (...)"
J. Johns

Un texto que habla de la pérdida de otros textos, de su desaparición. Uno que no habla autorreferencialmente de sí mismo pero que pone de manifiesto la existencia de los otros. Un índice que señala el lugar vacío, vaciado, que hace mirar en una dirección y que formula conjeturas que simulan ser verosímiles.
A mamá se construye en el lugar del indicio, un paradigma de inferencias por hacer.
Uno no, dos. Dos paradigmas teatrales, opuestos, contrarios, se enlazan en una puesta que juega con las apariencias, con la construcción falsa, la de lo que no es.
La primera sucesión de elementos indiciales configura realismo. Todo está dispuesto para el desciframiento de lo cotidiano. Una serie de indicios nos orientan hacia las fiestasfamiliares / familiaresfiestas de fin de año y despliegan nuestras estrategias de lectura en función de un texto espectacular realista. Expectativas que son prontamente defraudadas.
Sin embargo la serie indicial no desaparece, se superpone, se acomoda, se inscribe sobre otra serie. La apelación desarticula la primera reconstrucción del recorrido: Electra, Orestes, Clitemnestra (familiar: Clitemn), Crisótemis, Egisto. Los nombres propios nos alejan de lo ordinario, son un signo inflexible de otro universo, son garantes de un nuevo anclaje: los nombres propios de una tragedia. Se postula, inmediatamente, otra hipótesis de lectura y se desencadenan con ella operaciones interpretativas en otro sentido. Que tampoco nos lleva a donde esperábamos...
Si lo que se aguarda es una historia conocida (la tragedia, se sabe, nunca trae novedades en términos argumentales), lo que llega es imprevisible.
Las referencias específicas al texto clásico se entrecruzan con transformaciones que tergiversan de forma significativa el relato original, tanto que lo dejan al borde de su opuesto. Como si fuera una versión no trágica de la Orestíada, se elude de manera sistemática lo que podría precipitar el final trágico.
Pero eso es algo que no se sabe, no hasta el final.
Electra únicamente amenaza. Las palabras son el límite, la frontera que establece lo posible. La expresión de lo que íntimamente se desea pero no se ha de concretar.
En la puesta todo el tiempo funciona el mecanismo constituyente de la expectativa, la tensión persistente de lo que va a pasar pero no pasa. No pasa nada, grave.
Los mosquitos que los persiguen, simbólicos participantes de este espectáculo, se revelan en la última escena como erinias; el movimiento simultáneo, rítmico, acompasado de darles muerte se inscribe como solemne pero es banal.
Hay una especie de trivialización de la tragedia, sin cambios de suerte, sin actos decisivos, con un énfasis insistente en los ritmos, que fluyen, que se detienen, en cuanta materialidad se pone en juego: las palabras, los cuerpos, la música.
La puesta de Guillermo Cacace explicita que las huellas de otros textos, que los huecos donde se lee otro teatro, no tienen por qué llevarnos al origen; por el contrario, pueden constituirse en punto de partida para un universo donde los indicios no pueden configurarse de ningún modo en futuras certezas.

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