jueves, 1 de julio de 2004

Pienso, luego extermino

Desde los griegos hasta el fin de la posmodernidad, pasando por Kant, la moral cristiana, los fundamentalismos, Arendt, Marx, Adorno, Sartre y Freud. Y más acá del arte Kafka, Genet y Borges. Las mil y una formas de pensar el origen y el mundo. Entrevista a Eduardgo Grüner por Ana Durán y Federico Irazábal.

¿Cómo puede ser pensado el tema del mal desde un punto de vista filosófico ? ¿Quiénes han trabajado con esta temática o han ofrecido elementos para pensar esta problemática?
En principio aclaro que dejo de lado por el momento la teología cristina, de la cual no soy un profundo conocedor, pese a que allí aparece bastante claramente la oposición entre el bien y el mal. En lo que respecta al pensamiento moderno, sobre todo en cierto pensamiento hoy bastante de moda, no siempre por buenas razones, es casi inevitable referirse, si uno piensa en el campo de la filosofía política en un sentido muy amplio, a la canónica cuestión de la banalidad del mal de Hanna Arendt. Pero como no es un modo de pensar la cuestión que a mí me parezca particularmente interesante, sostendré que hay una manera más dialéctica que sí me resulta sumamente atractiva, que es la que aparece en el libro de Jean-Paul Sartre, San Genet, comediante y mártir. La idea básica que hay ahí es que aquello a lo que habitualmente se llama el Bien, es el pensamiento y la actitud moral, que no es lo mismo que la ética. El pensamiento y la actitud moral de “las buenas gentes”, es esa suerte de opinión bienpensante contra la cual la forma del mal que levanta un artista “maldito”, como puede ser el propio Genet, es una forma de resistencia. Hay allí una dialéctica bien interesante. Siempre recuerdo, en este sentido, una gran novela de Thomas Mann que se llama Doctor Faustus, que tiene que ver con el viejo mito del hombre que hace el pacto con el demonio, es decir, la representación cristiana del mal. Hay un pasaje muy lindo en ese libro, donde Adrian Leverkuhn, personaje que representaría al Dr. y que es un músico, aparentemente inspirado en Adorno, trata de resistirse a la seducción del diablo. Lo hace invocando su convicción de creyente y le dice: “Bueno, lo que usted me está pidiendo es que yo me resigne al castigo eterno”, a lo que el diablo le contesta “No se engañe. Eso de Dios y del bien que éste representa es un invento mío, porque necesito un oponente”. Es decir que por razones dialécticas, el mal, en este caso su representación diabólica, ha tenido necesidad de inventar su oponente. Esto parecería plantear una suerte de “originariedad”, es decir una lógica de origen del mal, en donde el bien aparecería como un mecanismo de defensa para esa cosa constitutiva, el caos, entendiéndolo como lo entendían los griegos. El origen etimológico de la palabra “caos” tendría que ver con un gran bostezo del universo. No es que sea exactamente un desorden incomprensible, sino una suerte de vacío de sentido, sobre el cual parecería que la tarea humana a la que llamamos bien es, justamente, la construcción de alguna clase de sentido para esa “nadificación” metafísica en la que consiste el universo como tal. Y esa es una tarea ciclópea, porque implica otorgar alguna clase de ser, así sea imaginario, a esa gigantesca nada en la que finalmente consistiría el universo. Por esa razón, por la entidad épica que tiene esa tarea, no me conforma esa doctrina de la banalidad del mal de Arendt. Creo que no se trata de ninguna banalidad en el sentido fuerte del término. Entiendo que Hanna Arendt parecería estar diciendo algo parecido a lo que dice George Steiner, hablando del nazismo, y es que no hay, en principio, ninguna incompatibilidad lógica en el hecho de que un señor se levante a la mañana, acaricie la cabeza de sus nietitos, desayune pacíficamente con su mujer escuchando a Beethoven, lea unas páginas de Goethe y luego se vaya a su trabajo en Aushwitz. La teoría afirma que no hay por qué pensar que hay una contradicción insoluble, sino que estas cosas pueden convivir perfectamente en diferentes planos existenciales. Hanna Arendt, parece estar pensando en esto cuando habla de esa especie de burocratización del mal que representa para ella la figura de Adolf Eichman, un burócrata mediocre, que se limita a cumplir lo mejor que puede con su trabajo. Pero temo que adoptar esa posición conduzca a una banalización o trivialización excesiva que tienda a borrar esta diferencia radical entre el vacío absoluto de sentido, esa nada mortífera y esta tarea ciclópea a la que yo aludía, tanto más difícil cuanto estamos obligados a fracasar en ella sistemáticamente al hacerla de manera cotidiana y no simplemente ante las grandes catástrofes de la humanidad. Mucho más interesante, en una cuerda parecida pero más rica, me parece la obra de Franz Kafka. En La colonia penitenciaria, o en El proceso, el mal aparece como un producto necesario para ocultar la tremenda obscenidad que puede haber en el bien. ¿Cómo funciona la ley en Kafka? Como dice Zizek, ese carácter terrorífico que puede tener la ley en La colonia penitenciaria, o en El proceso no funciona por el carácter de universalidad abstracta y vacía de determinaciones concretas, que puede aparecer en la famosa burocracia, aplastando la singularidad del individuo, sino justamente al revés. Todo ese horror de la ley funciona cuando ésta aparece en las cosa más concretas. Hay un famoso pasaje en El proceso, en el que el señor K acude al tribunal que lo ha citado y los jueces están mirando fotografías, un ujier del tribunal está violando a una secretaria en un rincón, el público se burla y escupe al señor K cuando éste trata de hacer su declaración. Es en esos momentos singulares, más carnales y concretos, en los que aparece toda la obscenidad de la ley, aquello en lo cual la ley, como supuesta universalidad abstracta, está apoyada; pero que, a su vez, oculta y sólo emerge en ciertos momentos. Todo el tiempo estamos tironeados en la tensión entre la particularidad y la universalidad de la ley, del bien y del mal. El otro ejemplo obvio, en el que no me voy a meter demasiado porque no tengo un conocimiento acabado de él, es el famoso artículo de Lacan sobre la relación entre Kant y Sade, donde parecería que ese Mal, con mayúsculas, que representa toda la literatura sadiana es como la verdad de la ética universal trascendental kantiana, la que lleva a sus últimas consecuencias esa suerte de racionalidad instrumental, citando una categoría famosa de la Escuela de Frankfurt, de Adorno. La racionalidad instrumental es el cálculo de la relación entre medios y fin. Me parece que tanto en las ideas más generales que se tienen sobre qué significa el bien y el mal se está habitualmente funcionando en esta lógica del cálculo entre medios y fines. Parecería que hay una especie de imposibilidad constitutiva para definir con criterios universales esas dos grandes categorías. La teología no tiene problemas para hacerlo porque lo define con una lógica extraterrenal o “extraterrestre”. Allí la palabra definidora y la decisión vienen de afuera, más allá del libre albedrío. De todas maneras en este rápido recorrido que hemos hecho, y que tan solo puede ser visto como una primera aproximación, no creo que hayamos llegado a ningún lado. Porque no podría haber una definición última acerca de qué significa realmente el bien y el mal, porque si estamos en el terreno de lo que habitualmente se llama ética, o en el de la moral, o en el de la racionalidad instrumental, finalmente esas definiciones terminan siendo decisiones históricas tomadas por alguna clase de poder discursivo y por los discursos que se oponen a esa hegemonía, a ese discurso dominante.
Hay un punto en el que el bien extremo se convierte en el mal. Tal es el caso de los fundamentalismo, por ejemplo. ¿Por qué nosotros, en tanto occidentales, podemos ver con más claridad este tema en relación a Al Qaeda que a Bush, cuando en ambos casos hay fundamentalismo?
Ante todo acuerdo plenamente con esa idea. Los peores males que se han hecho en el mundo siempre han sido en nombre de algún bien absoluto: la inquisición, el terror en la revolución francesa, el stalinismo, y el nazismo. Siempre son la consecuencia de intentar una suerte de bien absoluto, de tratar de limpiar el universo de lo que, el que tiene el poder para hacerlo, califica como males que están estorbando el buen funcionamiento. En nombre de eso se han cometido las peores atrocidades. Otra vez, quien define los males que hay que limpiar y en nombre de qué bien llevar a cabo esa tarea, depende de la conformación de poder histórico que es, en primer lugar, discursivo, porque implica una definición, pero está apoyado en un poder material. Es muy interesante este poder, porque: ¿qué hace?. Siempre vuelve sobre la lógica teológica. Procura definir al mal como algo completamente exterior a la lógica del funcionamiento propio. Es decir: a Estados Unidos le derriban las Torres e inmediatamente hay un mal absoluto externo, con el cual la sociedad norteamericana no tiene nada que ver, que llega de afuera. Por supuesto que es un atentado absolutamente condenable, tanto por razones éticas como políticas, pero independientemente de eso, es algo que llega desde un afuera, como la invasión de los marcianos con la que Hollywood tanto ha trabajado. “Yo no tengo nada que ver con eso. No es una parte mía que retorna de lo reprimido -como diría Freud-, sino que es una exterioridad radical y absoluta, una suerte de alteridad total”. Y esto tiene mucho que ver con la historia de Occidente en varios sentidos. Hay un texto muy inquietante de Sartre que se llama Reflexiones sobre la cuestión judía, donde se plantea la cuestión del racismo. Allí dice algo muy inquietante, y es que desde un punto de vista lógico, ético, político, es imposible no ser racista. En el mejor de los casos, el de alguien políticamente correcto, bienpensante, progresista, de izquierda, éste diría frente al racismo “Eso es una cosa que está muy mal y yo declaro mi posición, que es la de que me propongo, kantianamente, ser absolutamente tolerante con el diferente”. Sartre dice que allí ya está planteado un primer problema, que es que en la medida en que uno tiene que proponerse eso, está contemplando la posibilidad más originaria de no ser tolerante. Pero aún eso sería trivial. El problema lógico más profundo es que en cuanto uno dice eso, se está arrogando el lugar de definir quién es el diferente, se está poniendo en el lugar de poder omnisciente, casi divino. Uno es una totalidad a partir de la cual define partes que son otra cosa. Es un problema constitutivo y, por otra parte, casi inevitable como usar el pronombre de primera personal singular. Cuando uno habla usa el yo, sabiendo que éste no le pertenece a nadie porque es una persona gramatical. Cuando habla uno, yo es uno, pero si habla otro, yo es otro. El problema surge cuando nos apropiamos de eso, que es una suerte de propiedad colectiva, como propiedad privada. De ahí toda la confusión del yo imaginario y del otro, que es otro. Sartre dice que eso es una banalidad, porque supongamos que yo le digo a alguien que lo voy a tolerar, porque creo que hay que tolerar al diferente. Con todo derecho esa persona me puede decir que estoy equivocado, que el diferente soy yo. Sartre considera que éste es el problema para pensar el racismo. Parecería que se arma sobre la base de una suerte de proyección de una diferencia que no es tal. Uno podría pensarlo bajo la lógica de lo que Freud llama el narcisismo de la pequeña diferencia. Muchas veces sucede que los que más se odian son los que más se parecen. ¿No será que el racismo, lejos de ser la intolerancia de la diferencia lo que estaría revelando es que lo que es insoportable es la semejanza, y que entonces uno inventa una diferencia para explicarlo?. Es como la frase de Borges que dice “ No es que sentimos horror porque soñamos con un monstruo, sino que soñamos con un monstruo para explicar el horror que sentimos”. Hay que dar vuelta la lógica. Todas las sociedades en mayor o menor medida son etnocéntricas. Incluso hay un artículo muy curioso de Levi Strauss que defiende la necesidad de un cierto grado de etnocentrismo. Pero él dice que esto no se puede pensar de igual manera en las potencias coloniales o en las colonizadas. Para las sociedades oprimidas, cierto grado de etnocentrismo representa objetivamente, cierto grado de defensa imaginaria, de la identidad cultural. En todas las sociedades, entonces, esto funciona en mayor o menor medida. El problema de la sociedad occidental es que, por complejas circunstancias históricas, se ha erigido como la sociedad dominante y el paradigma de la cultura como tal. Hay muchas tribus africanas que piensan que son el todo. En la mayoría de las lenguas de esas sociedades llamadas primitivas, la palabra que designa el nombre de la cultura, significa, al mismo tiempo, humanidad. Es decir: “los humanos somos nosotros. Los demás son otra cosa rara que podemos respetar más o menos, pero que no son exactamente lo mismo”, como los bárbaros para los griegos. En principio eso no tiene por qué tener un significado peyorativo, sino simplemente marcar una diferencia imaginaria. La lógica bajo la cual actúa Occidente cuando se vuelve una cultura dominante, es la de que esas culturas que domina son la alteridad radical. ¿Por qué se transforma Europa en el siglo XVI en una cultura dominante?. Entre otras cosas, desde un punto de vista económico y político, porque, tal como explica Karl Marx, los metales preciosos que Europa extrae de América, de África o de dónde sea, son una contribución decisiva a la acumulación originaria de capital. Gracias a la conquista de América, Europa levanta la sociedad capitalista, que a su vez, retroactivamente, la transforma en dominante sobre las otras. Pero esta parte de la historia se saca para afuera al afirmar que esas otras culturas están más atrasadas y se conforma sobre ellas este imaginario de alteridad radical, de diferencia absoluta. Edward Said afirma que el orientalismo es una forma de definir esta proyección al exterior, que pierde el carácter borroso del límite entre lo propio y lo ajeno, entre lo mismo y lo otro, lo semejante y lo diferente, que señala Sartre. En la lógica del racismo de la que habla Sarte, en esa pequeña diferencia con el otro se levanta al estatuto de identidad ontológica. El otro tiene un color de piel diferente, entonces yo digo “ es negro”, tiene una elección sexual diferente y yo digo “ es homosexual”, o bien, si pertenece a otra religión digo “es judío”. Por lo demás, el tipo es igual a mí. Ese es un detalle insignificante. Lo que hago ahí es borrar las semejanzas en nombre de esta diferencia absoluta. Es una operación fetichista. Occidente sistemáticamente ha hecho esto con las otras culturas. Pero además lo ha hecho desde el principio. Toda la inmensa parte de las mitologías originarias de la Grecia del siglo V antes de Cristo, que fueron la temática de las grandes tragedias, en las que está el origen de la cultura y del arte occidental, les llegaba a los griegos a través de los egipcios y a estos a través de los bantúes africanos subsaharianos. Edipo está ahí. Hay un antropólogo extraordinario belga que ya publicó tres volúmenes importantes sobre estas cuestiones, donde al revisar todas estas mitologías encuentra que toda la estructura del Edipo, de La Orestíada, están allí, en las mitologías bantúes. El ejemplo es anecdótico en sí mismo. Pero lo cierto es que todo esto se borra del propio origen. Todas las sociedades lo hacen en alguna medida, pero ninguna tuvo la oportunidad, como la occidental, de transformar esta operación en hegemónica y en el sinónimo de lo que podríamos llamar el mito de autoengendramiento, algo así como que la sociedad occidental se hizo nacer a sí misma de la nada. Cuando se tiene ese gigantesco poder de definir a la cultura propia como el sinónimo de la racionalidad, del logos, por lo tanto de todo lo que puede haber de Bien, con mayúsculas, más allá de que se admitan contradicciones internas o debilidades, el otro no puede más que terminar siendo el Mal absoluto. Me parece que el secreto está en esta imposibilidad que sí, curiosamente, tiene la estructura interna de la tragedia, de ver esta tensión permanente, esta suerte de conflicto irresoluble entre dos polos que no son completamente ajenos el uno al otro, pero entre los cuales tampoco es fácil encontrar un terreno común para dirimir ese conflicto, que es casi existencial, filosófico, además de político, social, con todas las historicidades que uno le quiera poner. En este sentido me parece, para no alejarnos del terreno de lo teatral, que un ejemplo como el del discurso trágico es inmejorable, no tanto para solucionar el problema del eterno conflicto entre el mal y el bien, sino para estar un poco más atentos a la posibilidad de que la frontera entre esas dos entidades no sea tan fácil de delimitar y de que todo el tiempo una cosa pueda provenir de la otra como proyección imaginaria. No es que pretenda, es más, estoy absolutamente en contra de caer en cualquier tipo de relativismo; creo que históricamente y en cada ocasión, frente a conflictos de esta naturaleza, uno está obligado a tomar posición.
En Las formas de la espada proponés, con relación al poder, una diferenciación o un movimiento de transformación de la vergüenza en culpa, cristianismo mediante por supuesto. ¿Se produce ahí una forma de introspección del mal desde tu perspectiva?
Ahí lo que yo hago es señalar un proceso de subjetivación del poder, en el sentido de ese proceso que permite que cierta exterioridad del poder, que por supuesto existe, sea asumida plenamente por los individuos que se identifican con ese funcionamiento, para los cuales eso aparece como deseable y no ya solamente como algo que no se puede soportar porque no se tiene fuerza para hacer otra cosa. Es algo deseable en sí mismo. La introyección del poder bajo la forma de la elección por el bien. Esa sería, de manera muy esquemática, la fórmula, que va a culminar en la base individualista del poder moderno. Todo el criterio de legitimidad del poder político en la modernidad está basado en la premisa de la libertad individual. El origen contractualista de los estados modernos actúa sobre el presupuesto de que como el individuo es libre, libremente elige delegar una parte de sus derechos naturales en una entidad que convenimos en llamar Estado, para que lo proteja, así como también a sus bienes. Esto significa un gran progreso en cuanto a la existencia de derechos individuales, respecto de cuando no existía un criterio de ciudadanía, pero a su vez esta configuración está ocultando un funcionamiento del poder que se legitima a sí mismo sobre este imaginario de la libertad individual.
En Buenos Aires, en la APA, desde el 2001 se está tratando de pensar el tema del mal.¿En qué época se vuelve a pensar este tema?. ¿Qué se revisó en el mundo académico, específicamente en el ámbito filosófico, a partir del 11 de septiembre en el 2001?
No sabría responder con exactitud si hay un momento en la historia de la filosofía en que el tema del mal aparece de manera fuerte. No me cabe duda de que está plenamente instalado en la reflexión filosófica durante casi todo el siglo XX y con mucha más fuerza después de la Segunda Guerra mundial, el nazismo y los fenómenos totalitarios. Ese mismo concepto de totalitarismo es totalmente subjetivo. Otra vez aparece la idea del mal como una totalidad cerrada sobre sí misma que entrampa a todos los hombres. En cuanto al 11 de septiembre a mí no me da la impresión de que haya habido un cambio radical. La mayoría de las reflexiones que he leído parecerían seguir funcionando en esta lógica del mal absoluto. Aún aquellas que se oponen a las consecuencias, también en muchos sentidos totalitarias, a partir de las cuales el estado norteamericano ha actuado. Da la impresión de que fuera un enfrentamiento entre absolutos lo que se está produciendo. Hay algunas tesis en este momento circulando sobre “choques de civilización”, que me resultan completamente absurdas. Porque siempre ha existido una metáfora tan extensa como esa. La historia consiste en eso y al mismo tiempo en tratar de ocultarlo lo más posible. Pero esta tendencia a la absolutización se equivoca no sólo filosóficamente, sino también desde el punto de vista político y del análisis cultural. Se suele decir que el fundamentalismo islámico es algo completamente ajeno a la sociedad occidental, como si en la historia de Occidente no hubiéramos tenido la Inquisición, por ejemplo. No es necesario ni siquiera discutir si Bush es fundamentalista. Si revisamos la historia veremos que no son los árabes ni los chinos los que inventaron la Inquisición. Si hablamos del choque de civilizaciones, cuando nos referimos al fundamentalismo, estamos pensando en una suerte de regresión a alguna clase de arcaísmo premoderno de estas otras culturas. Sin embargo, eso a lo que se llama fundamentalismo es un fenómeno estrictamente posmoderno. No tiene que ver con la historia y mucho menos con la ontología de ninguna cultura en particular, sino con los efectos perversos de la globalización. Por supuesto que es una consecuencia también perversa e indeseable, que debería ser, en lo posible, eliminada. Pero no actuando con la lógica de comerse al caníbal. Es un error muy grave no darse cuenta de que se trata de un fenómeno relativamente nuevo. Por supuesto que siempre hubo núcleos fundamentalistas en todas las culturas y hasta uno podría decir que el fundamentalismo es el núcleo más verdadero de cualquier religión. Quiero decir: si uno va a practicar cualquier religión debe ser, por lo menos, si no un fundamentalista, un fundacionalista. Tiene que encontrarle fundamentos duros y ser consecuente con sus preceptos, lo cual no necesariamente implica practicar la violencia con nadie. En síntesis, me parece que el fundamentalismo es un efecto perverso, de causas que no son ajenas a la propia conformación de la cultura occidental. Esto no lo justifica, ni lo hace más perdonable, sólo intenta reponer con un poco más de sobriedad las fronteras entre lo mismo y lo otro y combatir la idea teológica de que el mal siempre llega de afuera y nosotros no tenemos nada que ver.
A lo largo de toda la filosofía posmoderna uno se encuentra con una concepción que marcaría el fin de la “concepción binaria del mundo”, puntualizando esto en la caída del Muro de Berlín, para ejemplificar el fin de la Izquierda y la Derecha. Sin embargo aparentemente nunca pudimos creer en el fin de esa otra concepción binaria consistente en dividir las personas y los actos en Bien y Mal. ¿Estás de acuerdo con esto último?
Es una pregunta muy compleja. Para poder contestar algo, habría que empezar al revés. La premisa con la que pienso esto es la que dice que si algún valor emblemático le podemos dar al 11 de septiembre, éste es el haber marcado a fuego el fin de la posmodernidad. El 11 de septiembre desnuda la verdad que había por detrás de esta ideología, en el mal sentido del término (Adorno la llamaría falsa totalidad). Revela que todas las ideas del multiculturalismo eran un efecto completamente superficial, ya que en el fondo seguían operando las dicotomías básicas, sean cuales fueren de acuerdo a la perspectiva con que se mire, es decir, la de la lucha de clases, el choque de civilizaciones, etc. En la medida en que el mundo que tenemos no es multicultural, porque no es una simple yuxtaposición de fragmentos de la realidad sin jerarquías, como quisiera el discurso posmoderno más vulgarizado, sino que entre esos fragmentos hay relaciones de poder, no hay solamente diferencias, sino desigualdades, que tienen razones históricas, económicas y sociales. Me parece que este retorno de un pensamiento dicotómico es un síntoma. Si bien es muy discutible que la dicotomía sea Occidente Vs. el Islam, como en la época de las Cruzadas, el hecho de que exista de manera tan tajante, está diciendo una verdad que estaba oculta por detrás del discurso posmoderno.
Pensábamos también en dos películas que tocan el mismo tema: Bowling for Columbine y Elephant. A partir de ellas nos preguntábamos qué conceptos filosóficos y artísticos hay detrás de las dos. En la primera aparece un discurso conocido: el de la tolerancia cero de la sociedad norteamericana, la belicosidad, el armamentismo, etc. En la otra la idea de devenir del mal, de que cualquiera de nosotros puede encarnarlo. Me parece que eso está mucho más instalado en la literatura y en el cine que en el teatro. ¿Cómo pensás filosóficamente estas dos formas de ver el mismo tema, ejemplificado a partir de esa masacre en una escuela?
No vi Bowling for Columbine, pero en el caso de Elephant está claro que no sólo son adolescentes sino que además son prósperos, de clase media alta, etc. Y lo interesante que puede tener esa película es que no intenta reducir el mal a una cuestión psicologista, tampoco da una explicación sociológica mecánica: algo así como que la pobreza produce violencia, sino que expresa un valor de síntoma. Eso que está tan instalado en una cierta lógica intrínseca de funcionamiento de la sociedad norteamericana, que puede salir por cualquier lado y que no tenga necesariamente una explicación inmediata. Es un pasaje al acto de algo que pertenece a la propia historia, al funcionamiento de lo social, aquello en lo cual lo social está apoyado. Uno podría citar varias teorías más o menos metafóricas para las cuales el origen mismo de cualquier lazo social está fundamentado en la violencia originaria, tal como podría sostener Freud o la teoría de René Girard sobre el sacrificio. Todas estas teorías más o menos verosímiles coinciden en señalar que efectivamente lo que hay en el origen de la Asamblea Humana es una suerte de violencia fundadora. Sin eso no podría haber ley. La ley aparece por la subjetivación de la culpa de los que han asesinado al padre originario. Claro que este fundamento casi ontológico tiene sus variantes históricas y no se verifica de la misma manera en todas las sociedades. Ciertamente, una sociedad como la norteamericana tiene una historia sumamente violenta desde sus orígenes. Ha estado permanentemente en guerra.
¿Es muy simplista pensar, dada la forma de ubicar la cámara en Elephant que todos somos potencialmente criminales?
Freud te diría que eso es obvio. El problema es qué se juega en el pasaje al acto, Qué límite ciertas sociedades parecen estar más dispuestas a franquear que otras. Evidentemente la sociedad norteamericana es una de las que históricamente más dispuesta ha estado. Podemos afirmar generalidades como que siempre hubo guerras, injusticia, poder, opresión y esclavitud. Sin embargo hay pocas sociedades como la norteamericana que con una historia tan corta, doscientos años de existencia, hayan condensado de tal manera todo eso.PUBLICADA EN EL NÚMERO 22

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