jueves, 1 de enero de 2004

Olvidos

Los 90 tuvieron su política para mirar los años de plomo. Pero no sólo eso. El menemismo -y su política económica- trajo consecuencias en las organizaciones barriales, la identidad de los trabajadores y los vínculos sociales: banderas rotas de los 70. Por María Pía López.

Los actos humanos no están despojados de su propio recuerdo. No sólo porque lo ya sucedido habita en nosotros sino porque cada acción, gesto, palabra, es al mismo tiempo percibida y recordada. Esto pasa con los actos más simples, los hábitos en los que aflora un saber corporal que se ejecuta, y también sucede en los procesos reflexivos más delicados. Hay algo profundamente individual en la memoria: lo que nos liga a nuestro pasado y el de los otros que resonaron en él, lo que da a las rememoraciones -placenteras o dolorosas- un carácter inefable. La condición incomunicable del yo recuerdo.
Paul Auster, en La invención de la soledad, escribe sus Libros de la memoria. Anotaciones, ideas, de un momento, dice, en el cual el pasado era vivido con tanta fuerza que sentía "nostalgia del presente". No puede comunicar su vivencia del recuerdo, pero sí enlazarla con el recuerdo del lector que de ese modo reconstruye un camino hacia la experiencia narrada. Lo incomunicable pasa a ser, de ese modo, comprensible. Se comprende por la capacidad compartida de la memoria: el escritor hace de esa memoria la materia de una narración, el lector la convierte en instrumento interpretativo. Un subsuelo de experiencias vividas está allí para posibilitar esa otra experiencia, la de la literatura.
Pero ni los actos ni su rememoración pueden ser pensados sustraídos de la trama social. Más allá de las memorias personales, de la selección que hacemos -no necesariamente intencional ni racional- de lo que ha pasado, de lo que emerge o lo que narramos de nuestras vidas, existe una dimensión compartida de la memoria. Se ha dicho, hasta el hartazgo, que en la Argentina no había un cultivo de esa capacidad. Qué había negación, olvido, obliteración.
Se ha dicho eso respecto del trato con el pasado histórico, sobre el modo de registrar, colectivamente, sus momentos más dramáticos. En la dimensión, entonces, de las políticas de la memoria. Que pueden ser impulsadas desde el Estado o reclamados por grupos y activistas desde el territorio de la sociedad civil. Las políticas de la memoria son estrategias del recuerdo y del olvido, selecciones, atribuciones de relevancia. Modos de construir representaciones sobre el pasado.
Después de los años del terrorismo estatal, en Argentina estas políticas estuvieron centradas en el dilema de cómo recordar el horror y su pulso lo marcó el debate sobre si ese horror era complementario a una violencia inicial que también debía ser colocada en los recordatorios colectivos. La discusión se prolonga, todavía, cuando el Estado toma la decisión de convertir a la ESMA en un Museo. Desde un diario más que tradicional, arcaico, se solicita que en dicho Museo se recuerde también la belicosidad guerrillera. Teoría de los dos demonios fue el nombre que esto mereció allá por los primeros ochenta, en los tiempos de difusión del Nunca más y de apologética de la figura de Sábato. Fue y es mera legitimación del horror, investida de ecuanimidad.
En los noventa las políticas de la memoria incitadas por el Estado eran operaciones de borramiento. Pero tan ostensibles, tan manifiestas, que fueron contrapuestas a otras llevadas a cabo por los organismos de derechos humanos y por agrupaciones partidarias. Esas estrategias del recuerdo, que se mantuvieron activas durante los noventa, son las que dan sentido a las actuales políticas de la memoria que encara el gobierno. Con esta continuidad quiero remarcar que se recordó mucho durante los años noventa. Que la propia política del menemismo respecto de qué hacer con los setenta generó en su contra estrategias del recuerdo muy activas. El escrache quizás fue su culminación, aunque es evidente que su significado no puede reducirse al problema de qué recordar o qué olvidar.
Se recordó mucho y se gestaron fuertes representaciones y narrativas sobre la historia reciente. León Rozitchner ha insistido sobre cuán inscripta está la memoria del terror en nuestros cuerpos y en la trama social. Las representaciones vienen, de algún modo, a hacer consciente aquello que pesa en la experiencia de la comunidad. Una política de la memoria que niega o excluye el terror ratifica sus efectos más profundos: la disolución de las potencias creativas y subversivas de los sujetos. Por eso es difícil exagerar la importancia que han tenido las organizaciones de derechos humanos en la elaboración de las representaciones necesarias para tratar con un pasado ominoso y no desterrado.
Hay otro archivo de recuerdos que ha sido elidido durante esos años. Una memoria social que fue minada, corroída, y que no encontró grupos que se hicieran cargo de ella. Es difícil asir los contornos de eso que fue negado u olvidado. Precisamente porque no fueron construidas representaciones colectivas para ciertas experiencias, resulta complejo señalarlas. Insisto, cuando ellas existen como parte de un archivo común, nos basta con reclamarlas para que abran los mundos de sentido pertinentes: decimos desaparecidos o terrorismo de Estado y solemos entendernos. ¿Cómo decir lo que ha sido olvidado si, fundamentalmente, olvidar es no elaborar algo del pasado como recuerdo o no restaurarlo como parte de nuestros lenguajes presentes?
Ese olvido se vincula con un dato manifiesto: la destrucción de los lazos sociales y de los mundos de vida. Lo que se ha llamado neoliberalismo ha sido una profunda transformación de la sociedad producida sobre la negación de modos culturales previos. Negación de las bases materiales que hacían posible imaginar una nación.
Durante los noventa se olvidó una cultura vecinal que suponía un tejido normativo, hecho de reconocimientos mutuos, costumbres, ayudas, complicidades. Ese olvido se evidencia, día a día, con la imagen de barrios "inseguros". Se podría decir que antes de esa mutación para nadie su propio barrio era inseguro, porque su pertenencia al territorio lo incluía en pactos implícitos de protección o respeto. Ya no. El vecino puede ser víctima o victimario de otro vecino: no hay comunidad que se preserve cuando la lógica social impuesta es la de la guerra.
Se olvidó también una cultura laboral, lo que hace a un conjunto de oficios, a saberes organizativos, a mecanismos de solidaridad y cooperación. El trabajador se convirtió en un individuo suelto de toda red: flexible, en circulación, sin derechos, obligado a la competencia frente a sus iguales. No hubo representaciones, casi, para estas pérdidas.
La expropiación fue feroz, y no hubo políticas de la memoria capaces de simbolizar ese pasado común. Ese despojo, en los noventa, se puso bajo el signo de las privatizaciones. Un modo de hacer mercancía de lo que había sido fuerza cooperativa. Y si la privatización del subsuelo petrolero fue la mayor expoliación económica, la de los trenes fue la mayor expropiación simbólica. La más relevante en términos de la memoria colectiva.
Las vías ferroviarias fueron desguazadas, las estaciones cerradas, los trabajadores despedidos. Esa red era el símbolo de un país centralizado, que encontraba su corazón en el puerto y, como tantas veces fue denunciado, expresaba la sumisión nacional a intereses extranjeros. Pero esa red era también un conjunto de pueblos que fueron creciendo alrededor de las estaciones, comunicados entre sí por las viejas vías que un imperio había diseñado. Era también una red de amistades, de oficios que se transmitían familiarmente, de complicidades laborales, de conspiraciones sindicales. En una tarea casi solitaria, Juan Carlos Cena, que fue trabajador ferroviario y militante sindical, ha venido narrando en sus libros -El guardapalabras, El ferrocidio- ese mundo social que creció al amparo del ferrocarril.
El olvido de los vínculos asociativos en la Argentina y de modos culturales populares puede auscultarse en el silencio de la dimensión de la expropiación. Es decir, mientras minorías activas lograron sostener, durante los años noventa, políticas de la memoria con respecto a los años 70, que contradecían a la estrategia estatal; no hubo iniciativas de la misma extensión o eficacia para sostener modos del recuerdo de esa sociabilidad en extinción. No hubo una red civil capaz de construir imágenes, ideas, palabras, para lo que se estaba perdiendo. Es posible, sin embargo, que todo eso anide en las memorias individuales, en ciertos ademanes inmediatos, en anecdotarios personales y familiares, y que ese conjunto de signos dispersos puedan ser trasmutados como memoria social.
Lo que no significa sutura de lo malherido, ni renacimiento de los vínculos sociales. Pero sí significa, al menos, literatura, arte, enlace con la propia cultura. De allí a su politización hay un largo trecho, pero si el olvido fue constitutivo del despojo -fue su acompañante necesario-, no es difícil imaginar que la creación de nuevos vínculos sociales reclame para sí una memoria de aquellos lazos destruidos.■ PUBLICADA EN EL NÚMERO 21

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