sábado, 16 de mayo de 2009

Una estética de la provocación

por Mónica Berman

¿Desde qué lugar puede ser leída la producción escénica de Muscari? ¿Cuáles son las zonas a las que el joven creador se dirige y obliga al espectador a tener que transitar? ¿Cuál es el significado que la “provocación” puede tener en el teatro porteño actual?

“La fuerza del estilo propio se impondrá siempre como repetición o como criterio de valoración.”
José Luis Fernández,
Estilo discursivo y planeamiento comunicacional

¿Qué posibilidad existe de reflexionar sobre alguna puesta sin tener en cuenta su estilo discursivo? Esto, que es una regla general, parece tornarse obligatorio si la puesta es además de uno de los teatristas más eclécticos de nuestra escena, como es el caso del creador de Mujeres de carne podrida, Shangay o Electra Shock.
Muscari, sostiene más de uno, ejerce de manera constante la provocación. De las acepciones posibles del verbo “provocar”: molestar, exacerbar, excitar, desafiar, este director parece haberlas puesto todas en práctica encima de los escenarios (y debajo y en el costado y por detrás).
Cuando uno se pregunta por el rechazo o por la aceptación, es justamente el terreno del estilo el que se está cruzando porque, ¿qué significa que provoque? Que desestabilice nuestra postura en términos estilísticos, que venga a horadar nuestros presupuestos. Estamos en el centro de un conflicto interestilístico. Lo que aparece en primer plano cuando se opina sobre este director/dramaturgo/actor es la lucha de los estilos.
En primer lugar, hay que señalar que siempre aparece una impronta escatológica tanto en el lenguaje como en la mostración de los cuerpos, que de acuerdo con la obra es más o menos marcada; eso pone sus puestas en un lugar “visiblemente” ubicable, pero en cierta medida, falso.
La adhesión o el rechazo a un espectáculo tiene que ver, entre otras cosas, con esta cuestión. Y en el caso de Muscari el estilo se impone como repetición visible porque tiene una inscripción fuerte. Todos repetimos en términos estilísticos, pero a veces las marcas son un poco más tenues y se las percibe sólo en el marco de una focalización mayor.
La estética Muscari es una estética del exceso. Si habla de fuego como en Piel de chancho siembra extintores por todo el escenario y connota con un rojo furioso por todos los rincones. Si arma un Cotillón, es necesario reparar, ¿cuántos bonetes fallados? Si se propone una “obra destinada al fracaso” la titula Dame morbo y juega con la idea de que los espectadores vean lo que no debería verse (no es un comentario en relación con la moral). Siempre redobla la apuesta.
Todo lo que es cercanía, en términos de registro lingüístico (informalidad y jerga) y en términos de visibilidad de lo íntimo, en relación con el cuerpo, tiene su correlato en la distancia con respecto a la construcción de la puesta, sus procedimientos, en general, plantean distancia porque se introduce constantemente, denuncia el lugar del personaje, quiebra, desarticula, introduce de manera explícita la marca del director, muestra la obra como proceso en construcción.
Pero además de subrayar el conflicto estilístico también problematiza la cuestión de los géneros: las tragedias, Muscari mediante, dejan de ser tragedias, las comedias devienen patéticas, el music hall se torna decadente...
En otro orden, los intertextos se cosen del mismo modo, Sófocles y los rumores del mundillo teatral, Los puentes de Madison y Mirtha Legrand. ¿Es lo mismo citar a Shakespeare (que se viene en cualquier momento) que a Susana Giménez? Ya lo dijo Discépolo con una fórmula precisa.
La hibridación es tan absoluta que apenas si se reconocen los restos.
José María Muscari tiene esa cosa de personaje un poco incómodo porque es difícil de clasificar. Tal vez si más de uno se decidiera a poner entre paréntesis su propio estilo como criterio de valoración, encontraría en las propuestas de este prolífico y joven creador mucho más que lo que se presenta con una natural visibilidad.

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