sábado, 16 de mayo de 2009

Pasión por la independencia

Por Mauricio Kartun

¿Cuál es el impulso que lleva a un artista a crear una obra? ¿Cuáles son los motores con los que se nutre su trabajo? La vieja categoría de teatro oficial, comercial e independiente es revisada aquí con un énfasis particular en la necesidad de una “ética de la producción”.

Aunque hinche un poco el significante no está mal al fin y al cabo el concepto este de “industria cultural” (IC) que nos menean últimamente. He escrito tanto en los últimos treinta años contra la desidia oficial en la cultura y la falta de aporte económico que hasta me da un cacho de vergüencita hablar ahora de esto otro. Lo cierto es que este concepto de IC es al menos la alternativa hoy instalada frente a aquella concepción demoledora y harto bestial que tuvimos hasta no hace mucho: el de la cultura como gasto (y hasta suntuario). Hemos tenido mucho funcionario de mierda, vamos a decir la verdad. Mucha gente bruta. En el San Martín hubo un administrador del equipo de Cavallo que hablaba siempre con soltura de Renata Yussem. Cuando alguien, abochornado, se animó a aclararle que estaba en un error contestó airado: “Renata Yussem, Laura Schussheim, ¿al final acá adentro todos se llaman igual?”. Hablo del mismo que quería que el elenco de titiriteros marcara tarjeta todos los días en horario fijo porque era personal contratado, y proponía que a los directores de cada espectáculo se los eligiera por concurso. Los hubo demasiado brutos y otros demasiado piolas: en el Alvear hubo un director que era representante y armaba ciclos de música contratando a sus representados. Mucho bochorno. Lo de industria cultural que nos toca ahora es al menos un camino hacia la comprensión real del fenómeno. Que ahora esté instalado el concepto en el Estado (y alguna oficina por ahí) no me hace pensar, no obstante, en algún grado superior de lucidez sino más bien en un acto de verificación práctica de ese fenómeno sobre el que vienen advirtiendo desde hace mucho los artistas de por acá: la extraordinaria importancia que la actividad cultural de la ciudad tiene en su prestigio internacional, y su fantástico poder de tracción en lo turístico. O sea: cultura = $. Sea cual fuere la razón, es innegable que la acción del concepto abrió un cacho más las arcas y hoy hay acceso a distintas fuentes de financiación y subsidio para proyectos impensables sin esa guita. Aparecen libros, eventos, emprendimientos, cursos, exposiciones, puestas y mucho más que sin ese apoyo ni se soñarían. Convengamos que hay de todo en la viña del señor y algunas dan calambre, pero en el montón el saldo es naturalmente positivo. Cuando hace algunos años el INT lanzó sus primeras convocatorias a subsidio, de allí agarró dinero gente que hacía cualquier verdura. Hubo elencos que estrenaron casi sin ensayos y con el libreto en la mano para manotear de alguna manera la plata. Otros le cambiaron el nombre a un espectáculo que tenían en repertorio para venderlo como nuevo y cobrar. Con el paso del tiempo las cosas se fueron asentando. Es impensable hoy que alguien arme un proyecto sólo por hacerse de ese dinero. Y aunque las cantidades a cada grupo sean menores que las pioneras, hay hoy más producciones que entonces. Y basta mirar el cambio operado - sobre todo en la escena del interior - en estos ocho años para congratularse por esa ley de teatro y ver en proyección optimista los próximos.
El riesgo de estas nuevas condiciones, por supuesto, es el de que se generen proyectos no por el impulso creativo, por imposición expresiva personal o grupal sino por cruda especulación: “Qué hago que pueda ser garpado”. O que el mecanismo sucesivo de trato económico devenga lentamente en condicionante. El concepto de independencia se pone ahí sí en real peligro. Lo que aparece con claridad mirando alrededor, sin embargo, es que ése - el de independiente - es un concepto ético y estético que difícilmente se modifique en quienes así lo practican convencidamente y desde siempre. Los que tienen la dureza más dudosa o están directamente fofitos entregarán el alma - un eufemismo fino - sin mucha presión. Las posibilidades que se les ofrezcan, en todo caso, no serán sino una manera de ver quién es quién. Estoy convencido de que la mejor manera de probar a alguien es dándole poder o plata. Impotentes y en bolas solemos ser todos buenas personas. En el campo de la consistencia un buen ejemplo a la mano es Bartís. Hay unos cuantos más que podría esgrimir, no sea que aparezca poniéndolo a Bartolo como el santo de la espada, pero tomo el de él como representativo: a pocos creadores - desde hace ya muchos años - el Estado (incluyendo el de varios países extranjeros, claro) los ha deseado más para su quintita. Ver la coherencia de sus producciones con su propio deseo, la consecuencia en el trabajo sobre su espacio y sobre los actores que le interesan es un buen ejercicio para entender de qué hablo. Cualquier festival europeo que quiera sus puestas habrá de avenirse, por ejemplo, a bancar la cantidad ínfima de espectadores por función que él impone, o a reproducir puntillosamente en sus escenarios las piecitas descascaradas del Sportivo Teatral que le hacen las veces de escenografía. Y si no les gusta que se jodan. El concepto de independencia es aquí no una simple enunciación, una condena o una casualidad del destino sino una formulación ética y estética. Es ideología. O sea: quien es independiente porque no tiene más remedio será victima probable de la financiación del sistema y sus sistemas de incidencia. Para quien lo es por convicción profunda no hay diferencia alguna si toma la teca o no. La independencia que importa, claro, es la creativa. Y aunque tus producciones estén - por tomar un caso - en un teatro oficial, si son “tu” proyecto y fuiste capaz de no resignar absolutamente nada por estar ahí seguirán siendo independientes. En los últimos años hubo unos cuantos ejemplos de producciones de este tipo. El adolescente y El sabor de la derrota en la Cunill, o ¿Estás ahí? en el Cervantes. Espectáculos creados para la estructura oficial pero con procedimientos, tiempos y obsesión del campo independiente. Ensayados durante un año o más, a puro pulmón, cuando las instituciones del Estado sólo pagan dos meses de ensayo y al 50% de la cifra acordada por contrato. Qué otra cosa que la ética independiente y el compromiso estético de experimentación haría que estos grupos invirtieran en esos montajes esa energía, absolutamente desusada en tales espacios en los que, salvadas las dignas y por todos conocidas excepciones, muchos otros agarran viaje con cualquier batata que les ofrezcan, y en las condiciones que sean, con tal de facturar, y se pasan luego en los bares de Corrientes puteando contra el espectáculo que les tocó.
Hace unos meses, recibiendo un premio por El niño argentino, le agradecí públicamente al Teatro San Martín la circunstancia poco común de poder hacer nosotros allí el teatro - político y guarangazo, entre otras cosas - que nos gustaba. El mismo y con la misma estética que haríamos afuera. A alguna gente de la institución le cayó pésimo: lo veían como una jactancia nuestra de originalidad, una chicana, que impugnaba al resto de las producciones nacidas desde la oficina de artística. Costó convencerlos de que no había ironía ni doble sentido. Que era verdaderamente un agradecimiento. Creo que está tan arraigado el concepto tradicional de producción dependiente que la sola mención de una acción autónoma dentro de ese marco institucional suena a revuelo anarquista. Lo curioso es que los resultados de estas experiencias son siempre diferenciales en relación a las otras. Y a la hora de los réditos políticos y artísticos nadie le hace asco, claro, pero tampoco suele aclararse que las condiciones de laburo fueron muy otras, que esos artistas invirtieron en esas producciones mucho más que lo que el Estado invirtió en ellos.
En síntesis: creo que en este campo de la producción cultural el concepto de independencia tiene que ver con la pasión (y la ética que rige su sistema de valores). Si ésta está por delante de todo no habrá otra meta que el arte-facto y todo el resto deberá someterse a las exigencias de esa creación. La inversión de calorías-obra del artista será tan superior siempre al aporte oficial que éste resultará apenas una ayuda oportuna y justa. Si la ecuación se invierte y el concepto de industria cultural prima sobre el artista, ahí sí la lógica de mercado terminará haciendo de las suyas y terminarán sus creadores en pujantes - y algo patéticos - industriales de la cultura.

No hay comentarios: