viernes, 15 de mayo de 2009

... hecha la trampa

por Hugo Salas

El “nuevo cine argentino” ha sido una categoría que más que dar cuenta de una estética habría ocultado una compleja trama palaciega en la que guionistas, directores, productores y representantes oficiales despliegan sus intrigas.

En el número anterior, por pedido de Funámbulos, esbocé las condiciones de producción que rigen actualmente el campo cinematográfico, destacando el lugar que ocupa el Instituto de Cine y Artes Audiovisuales. Tales condiciones sólo estimulan el más craso corporativismo, facilitando no tanto la producción de cine como la existencia de una “industria”, ambiguo nombre que esconde una compleja red de negocios privados basada –casi exclusivamente– en la captación de una parte específica del erario público (el fondo de fomento cinematográfico). Asimismo, describí el modo en que los cineastas mal llamados independientes no desafiaron esta situación sino que procuraron acomodarse a ella. De eso, justamente, tratará esta nota: de las modificaciones que, de manera urgente, se imponen en el marco de las políticas estatales de fomento cinematográfico.
Antes, una aclaración. Decir que las actuales condiciones favorecen a la industria pero no al cine no supone una concepción ingenua del cine como arte. De hecho, semejante concepción ha sido la coartada empleada por la crítica para ahorrarse pensar una de las mayores singularidades de este medio: su compleja materialidad a mitad de camino entre los valores del arte burgués y las condiciones de circulación de las mercancías culturales. El cine, incluso en sus variantes más artesanales, lleva grabada a la industria como condición de sentido y posibilidad, y ésta es una realidad que ninguna política debiera olvidar. Ahora bien, de allí a favorecer -como ocurre en nuestro país- una conspicua red de intereses comerciales, hay un largo trecho, mucho más si se lo hace en nombre de una presunta política cultural.

DIVIDIR TERRENOS
Una primera tarea resulta obvia: hoy por hoy, el paraguas “cine argentino” ampara por igual a las producciones de los multimedios, las películas de directores consagrados, el cine experimental y las óperas primas. Esto no sólo influye en el reparto de fondos, sino también en las diversas medidas implementadas; así, la “cuota de pantalla” impulsada por el INCAA, por ejemplo, obliga a las salas a proyectar un monto mínimo de cine argentino, pero nadie especifica qué tipo de cine (pudiendo la sala optar por Bañeros 3 o Isidoro, en demérito de las películas “chicas”). De este modo, medidas que pretenden preservar y difundir una determinada identidad cultural (punto a discutir), terminan sirviendo meramente de filtro proteccionista para garantizar las ganancias de compañías privadas.
Si algo se impone de manera urgente es una distinción entre aquellas películas que forman parte del difuso universo cultural (necesitadas, por sus características, de un apoyo estatal más decidido) y aquellas que constituyen un negocio privado. Así como a nadie se le ocurriría que el INT subsidie las revistas de Gerardo Sofovich o el Fondo Nacional de las Artes, las muestras de Aldo Sessa, el fondo de fomento cinematográfico no debería solventar películas que tienen por objeto fundamental su explotación comercial. En todo caso, estas iniciativas podrían tener sus propios sistemas de subsidio, similares a los que se aplican a otras ramas de la industria, donde el estado protege, favorece y alienta la producción sin llegar al extremo de cubrir el costo total de la misma, y donde además las compañías pagan (o deberían pagar) impuestos y retenciones por sus ganancias.
Si Telefé, Pol-ka o Clarín deciden invertir en cine, deberían hacerlo asumiendo los mismos riesgos que asumen a la hora de producir televisión, no explotando un sistema de subsidios destinado a otros fines. De este modo, nos evitaríamos bochornos como el de Manuelita, mediocre película de Telefé que, en 1999, presentó un sospechoso presupuesto final de $4.256.232,65, cifra que pretendía embolsar del estado además de su ganancia en las salas.

DEMOCRATIZAR Y RESOCIALIZAR
Reservado, entonces, el actual fondo de fomento para aquellas producciones que no forman parte del universo comercial sino del universo de la cultura (vale decir, aquellas destinadas fundamentalmente no a ganar dinero sino a difundir significados), llega el momento de discutir cómo se asignarán estos fondos. Y lo primero a señalar aquí es que en tanto esas películas recibirán condiciones preferenciales por formar parte de ese ámbito tan particular (general, que pertenece “a todos”), no es lícito que las decisiones recaigan únicamente en personas del “quehacer cinematográfico” (oscura fórmula detrás de la cual, hoy día, se deja la distribución de los fondos a merced de intrigas corporativistas). Es preciso ampliar y democratizar la toma de decisiones, sumando -por ejemplo- a investigadores y especialistas (cuya ausencia en los actuales modos de funcionamiento del Instituto resulta francamente escandalosa), pero también a personas no directamente relacionadas con el cine. Se dirá que con ello se pierde especificidad y no se garantiza inmediatamente una disminución del corporativismo (habida cuenta del alto grado de cabildeo que registra hoy, sin lugar a dudas, el universo de la cultura), pero es un paso al frente.
Otro paso -más conflictivo, pero mucho más determinante- está directamente ligado a las consideraciones anteriores. Una vez deslindado del fondo de fomento aquel cine que procura ganancias, habría que discutir las condiciones de participación del estado en aquellas películas que reciben trato preferencial. Es totalmente lícito y pertinente que quienes hagan este cine cobren por su trabajo, es más, que cobren bien, muy bien, lo que queda por discutir es si en el caso de películas enteramente subsidiadas por el estado es lícito que sus productores acumulen ganancias. Personalmente, considero que en aquellos casos en que el estado aporta el 100% del capital (vale decir, la totalidad del presupuesto, lo que incluye los salarios), debería ser también el dueño de las ganancias (no sólo de las pérdidas).
Esto requeriría, desde luego, una reformulación del actual sistema, donde el productor finge producir la película y luego obtener cierto apoyo del INCAA, cuando en realidad se sabe, desde el principio del proceso, que será el estado quien aporte la totalidad. Para ponerlo en palabras totalmente claras para los lectores, en las actuales condiciones hacer películas con el Instituto es como, por un trabajo para el San Martín, cobrar sueldo de teatro oficial y participación de bordereaux. A todas luces, pésimo negocio para el estado.

AMPLIAR LAS FUENTES
No obstante, con separar la producción comercial de la cultural e imponer un control más activo de los fondos del estado y las ganancias en uno y otro caso, no alcanza. Hace falta más. Si algo debiera figurar en un sitio privilegiado de la agenda del INCAA, esto es, paradójicamente, perder su actual posición hegemónica y favorecer la participación de un número cada vez mayor de fuentes de financiación (fundaciones y fondos privados, por ejemplo a través de algún tipo de ley de mecenazgo como la implementada en Brasil), lo que permitiría la aparición tanto de un cine verdaderamente independiente como de una industria real. Desde luego, es difícil que un organismo estatal resigne una situación de tanto poder, y es allí donde debería ser la misma comunidad cinematográfica la que presione por salir definitivamente de un sistema que sólo favorece la subsistencia de algunos y el enriquecimiento de muchos en función de la expoliación de fondos públicos, por no hablar de la inercia y el estancamiento en distintas preceptivas estético-formales.

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