lunes, 18 de mayo de 2009

El género perdido

Por Mónica Berman

Si a partir de ahora vamos a hablar de tragedia y representación —en la Funámbulos, claro está— entonces demos alguna definición. Aquí Berman habla de Las Troyanas y Electra Shock.

“Todos los hombres tienen conciencia de la tragedia en la vida. Pero la tragedia como forma teatral no es universal.”
George Steiner

Y que no sea universal implica, al menos, la puesta en evidencia del desacuerdo frente a la construcción del objeto.
Uno puede interrogarse sobre si la tragedia, en tanto género, hoy es posible. Pero para plantearse la pregunta (no para responderla) habría que acordar de algún modo qué es la tragedia, o al menos sugerir alguna caracterización (siempre incompleta, aun peor, siempre contradictoria) para evaluar qué rasgos permitirían acreditar o no la pertenencia.
El ejercicio posterior será clasificatorio: ¿qué objetos singulares pueden considerarse resultado de esa máquina productora de textos que es el género? Pero además: ¿de qué clase de textos hablamos, teniendo en cuenta su materialidad? ¿de textos dramáticos o de textos espectaculares?
La decisión no es menor, porque de acuerdo con una postura o la otra se podría aceptar, o no, la escritura escénica de la tragedia, y con ella una actualización, o una arqueologización, o una versión, una perversión… ¿Qué queda adentro y qué no?
La otra cuestión es ver si es factible escribir tragedias nuevas en tanto textos dramáticos, pero esto es sólo una parte del problema. La otra sería: ¿es posible leerlas como tragedias?
Como para todas las preguntas que tienen respuesta, aunque más no sea equivocada, la indicación es focalizar la perspectiva, hacerla provisoria, frágil, limitada, y las respuestas adquieren, entonces, el mismo carácter que el recorte: son provisorias, frágiles y limitadas.
Empecemos de nuevo: el asunto será reflexionar sobre si la tragedia es posible en la actualidad, tomando los parámetros de caracterización de género que propone George Steiner.
La tragedia está ligada a la representación de la “angustia privada en un escenario público”.
¿Qué supone representar la congoja, hacerla ostensible ante un sinnúmero de desconocidos, convertirlos en testigos de sentimientos íntimos, exponer el dolor ante los otros?
No es dado olvidar que estamos en una sociedad mediatizada, que todo esto que acabamos de decir se hace presente fuera del ámbito del género, que el primer plano de una cara desdibujada por las lágrimas o por una expresión desgarrada pertenece a nuestro imaginario. Ser testigos del dolor ajeno está naturalizado. Y no necesariamente desde el estatuto de la ficción.
¿Cómo construir el gesto de dolor en el marco de un dispositivo que establece distancia entre actores y espectadores (las tragedias no se proponen, en general, como un teatro de cámara), que mediatiza el sonido a través de un micrófono, que obliga a permanecer en un lugar fijo, con las consecuencias que conlleva respecto de la mirada, que establece un pacto de silencio para la recepción?
Cuando nos preguntamos por la tragedia hoy, indagamos cómo sostener la representación del dolor a la distancia, en términos de dimensiones, pero con la paradoja del cuerpo en presencia, del espacio compartido, del tiempo no diferido.
Cuando las causas del desastre son temporales –afirma Steiner–, cuando el conflicto puede ser resuelto con medios técnicos o sociales, no podemos hablar de tragedia. “Leyes de divorcio más flexibles no podrían modificar el destino de Agamenón.” La tragedia, ha de entenderse entonces, es irreparable.
Esta noción escinde la perspectiva de análisis en dos ámbitos diferenciados: las tragedias producidas y las leídas como tales.
¿Cómo funciona esta hipótesis de lectura? De la siguiente manera: Las troyanas de Sartre, en la puesta de Rubén Szuchmacher podría entrar muy bien en las caracterizaciones planteadas; la imposibilidad de reparación, la ausencia de justicia, el imperio de la irracionalidad, aparecen inscriptos en la puesta. Aunque las batallas propiamente dichas tal vez se sigan a través de los múltiples televisores que traen el afuera al ámbito de inútil resistencia femenina, la esperanza frustrada sistemáticamente nos remite al universo de lo irreversible. Los dioses que se construyen enunciativamente a sí mismos se colocan sobre las espaldas el capricho de los acontecimientos. En tanto son ellos la causa del desastre, fuera del alcance del hombre, el destino está determinado. Sin embargo, el texto espectacular propone un anclaje singular para los aqueos: no son soldados griegos sino contemporáneos, y es aquí donde la lectura del texto como tragedia deviene, al menos, como peligrosa. Porque leer la tragedia, en términos de género, implica leer la predestinación. Es concebir al hombre como ajeno a las decisiones de su entorno. Una lectura posible que no todos estarían dispuestos a sostener.
Steiner no define su posición con respecto a la vigencia o no de la tragedia; plantea la cuestión desde distintos ángulos y distintas posibilidades: “ahora está muerta” o “también es posible que la tragedia se haya limitado a cambiar de estilos y convenciones”, o quizás “el teatro trágico pueda tener ante sí una nueva vida y un futuro”.
Sobre la muerte efectiva y sin resurrección posible de la tragedia también hay bibliografía, pero sólo nos interesa aquí una perspectiva que descarta de plano la afición por su deceso.
Susan Sontag sostiene que el entierro de una forma literaria es un acto moral de la sinceridad que implica un acto de autoenterramiento, y que semejantes entierros suelen ir acompañados de todos los despliegues de lamentación. Ella rescata un texto que toma justamente la posición contraria, el de Lionel Abel. “¿Nadie escribe ya tragedias? Muy bien, abandonemos el velatorio para celebrar la forma dramática que nos es propia. Es más: hay muy pocas razones para lamentarnos, pues el cadáver era sólo un pariente lejano.”
El planteo es que resulta inadmisible sostener la noción de tragedia porque existe la autoconciencia.
La imposibilidad de la tragedia también se puso en escena en Buenos Aires, con Electra Shock de Muscari. Somos testigos de la muerte del género, proponen, y es hora de festejar.
La distancia con el género se juega desde el inicio, de acuerdo con el espacio en el que se va a inscribir la puesta, los actores exhibidos desde el comienzo, la voz en off del director, y la pantalla que relata quiénes son los sujetos empíricos a cargo (y no los personajes y su filiación, como suele hacerse en el género en cuestión).
La puesta en primer plano del nombre del actor, los olvidos de la letra (“graves”: Electra no recuerda el nombre de su amado padre), el coro que oscila en sus funciones, apuntador, técnico de sonido, director...
Los secretos se amplifican, micrófono mediante, con una exhibición insistente del mecanismo. Se quiebra toda posibilidad de escribir la conmoción, porque el coro irrumpe de manera constante en los diálogos de los otros, reniegan del cualquier resquicio que pudiera rescatar el carácter sagrado; “Arrodillada no, se mancha la ropa”.
Testigos de un ensayo con actores distraídos, la puesta de Muscari se nos presenta no sólo desde un punto de vista paródico sino también metateatral.
La tragedia, en tanto género, desconoce la noción de metateatro. Nunca se refiere a sí misma.
La versión de Electra de Muscari no es otra cosa que una declaración de principios, no puede hacerse tragedia hoy, sólo se puede inscribir en escena el lugar de la tragedia como imposible.

Bibliografía
Sontag, Susan, Contra la interpretación, Alfaguara, Buenos Aires, 1996.
Steiner, George, La muerte de la tragedia, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Barcelona, 1991.

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