domingo, 17 de mayo de 2009

El dueño del canon

Por Federico Irazábal

¿Cuál es la diferencia entre la mirada del crítico y la mirada crítica? ¿Entre un espectador y un especialista? ¿Qué papel juega el gusto? En esta nota, además, los vínculos entre esta noble y vapuleada tarea, y la experiencia de un gourmet.

Insensatos quienes lamentan la decadencia de los críticos porque su hora sonó hace ya mucho tiempo, dice Walter Benjamin en una suerte de necrológica. Y si quisiéramos seguir rastreando certificados de defunción de nuestra actividad podríamos encontrar algunos más que notables y hasta divertidos. Parecería ser que en muchos casos el solo planteo de esta desaparición merece ser disfrutada como si se tratase de la crónica de una muerte anunciada y anhelada. Y aclaremos que esto no ocurre exclusivamente en nuestro país, sino que a lo largo y a lo ancho del mundo intelectuales o artistas anuncian, sin pena, algo que al menos nos debiera dar tristeza. Pero indudablemente los que la ejercemos a diario hemos equivocado el camino en algún determinado momento para devenir en seres siempre sospechados en cuanto a nuestras intenciones y objetivos.

El crítico juez
¿En qué consiste la mirada del crítico? Aquí deberíamos establecer una primera diferenciación. Cuando hablamos de la mirada del crítico no estamos hablando de la mirada crítica. Son dos elementos totalmente distintos que jamás deberían confundirse.
Explicar cómo se produce esa confusión es lo suficientemente complejo como para querer hacerlo en estas páginas, pero sí merece, al menos, algún tipo de alusión. Con la aparición de la llamada “sociedad de la información” y con “la división del trabajo” el crítico se autoerige en una suerte de animal muy extraño: el espectador profesional. Y los mismos críticos no hemos sabido establecer la diferencia. El espectador profesional sería aquel tipo de persona que simplemente porque va al teatro de manera asidua deviene luego en crítico; pero para que esta operación se complete el crítico debió convertirse en juez del gusto y hacer primero que su gusto se convierta en norma. Así hoy, por ejemplo, no diferenciamos periodismo de espectáculos de crítica artística. Hoy, cualquiera que disponga de una cámara, un micrófono o una página en blanco en algún medio puede erigirse en crítico, porque al fin y al cabo, lo único que se le pide es que diga si le gustó o no le gustó. Es decir, que emita un juicio. Pero el problema es que si el gusto es propio del espectador, convertir el gusto en canon es la posibilidad que tiene el profesional, el espectador profesional. Esto afortunadamente no ha ocurrido tan fuertemente en algunas artes tales como la literatura y las artes visuales. Pero aquellas que también forman parte del “show”, como el teatro, el cine y la música, padecen estos problemas. Es fácil decir que la actuación de Norma Aleandro fue profunda. Cualquier persona que se haya sentido emocionada puede emitir ese juicio. Alcanza simplemente con ser una persona sensible.
El problema de la crítica no tiene que ver con si la actuación es profunda o la puesta en escena “acertada” (¿qué es lo acertado en el arte?). El problema tampoco es tener el conocimiento adecuado como para analizar si tal propuesta actoral es coherente con relación al texto, o cómo dialoga con los otros signos que integran el espectáculo, o cómo se inserta en la historia de la actuación de una determinada cultura, entre muchos otros elementos. Para eso, se estudia un poco y listo. El problema fundamental es pensar la cuestión del significado, y no caer en la actitud académica tecnócrata y estructuralista. Adjetivar una actuación es lo que puede hacer muy fácilmente el espectador, y cuando nos enteramos de esa opinión es porque quien la formula se convirtió en un espectador profesional. Pero la pregunta aquí es: ¿qué diferencia hay entre este sujeto y aquel adolescente al que le ponen una cámara delante al salir de una proyección de Bañeros 3? Ninguna. Ambas opiniones gozan de la fuerte arbitrariedad del gusto. Que me guste la actuación de un actor determinado en una obra tiene tanto valor de verdad como decir que no me gusta la lechuga. Es verdad. No me gusta la lechuga. ¿Pero qué hace que sea importante que se diga públicamente que a mí no me gusta la lechuga? ¿Aporta algún dato sobre sus valores alimenticios? Sólo se vuelve importante que a mí no me guste la lechuga si primero yo me convertí en figura pública, en crítico estrella.
Volvamos ahora a nuestra diferenciación inicial: la mirada del crítico versus la mirada crítica. La primera tiene que ver con lo que acabamos de describir, sólo que en vez de verduras hablamos de arte. Esto es muy fácilmente rastreable en la televisión y en la radio. En la gráfica es más sutil. Y puede ser más sutil porque en los diarios y las revistas de distribución masiva lo que importa es el medio, más allá de lo que aporte el periodista en cuestión. Por eso al diario no le importa lo que dice el crítico, lo único que le importa es la calificación, que a veces ni siquiera hace el propio crítico. La calificación en el mundo del espectáculo es el equivalente al titular y la bajada en la sección de política: no importa el análisis, lo que importa es el consumo veloz de la noticia sabiendo únicamente su título, puesto que al fin y al cabo ¿para qué invertir tres minutos leyendo lo que el título resume en un instante? El tema es que en el cuerpo de la nota está –dependiendo del crítico en cuestión– la justificación más o menos elaborada de ese signo aberrante que luego será utilizado en la publicidad: “Clarín dijo: excelente”. Todos los directivos de medios incluimos en algún lugar una frase que legalmente nos protege: “Las opiniones aquí publicadas no necesariamente reflejan la opinión del medio” o “El medio no se hace responsable por las opiniones aquí publicadas”. Pero que yo me haya enterado, hasta hoy ningún diario inició un juicio a una distribuidora de cine o productora de teatro comercial por convertir en opinión suya la arbitraria opinión de su crítico.
La segunda, la mirada crítica, tiene un valor bien diferente. La mirada crítica consiste en un trabajo que, pese a estar asentado en algún tipo de juicio, tiene en cuenta otros valores, otros elementos. Recurramos nuevamente al juego con lo culinario para explicarnos, puesto que como comer comemos todos, se vuelve más fácilmente comprensible, a tal punto que hasta el propio Nietzsche lo utilizó para explicar el olvido en relación con la memoria estableciendo una analogía con los órganos digestivos. A la mirada crítica no le importa mi opinión con relación a la lechuga o a la hamburguesa. A la mirada crítica le interesa que se analicen los componentes de la hamburguesa y que se llegue a elaborar algún tipo de conocimiento mayor sobre el alimento en cuestión y la salud del ser humano teniendo en cuenta infinidad de variables: hamburguesa casera o de algún “fast-food”; ingesta de hamburguesa en uno u otro local, analizando puntualmente la calidad de todos y cada uno de sus ingredientes, llegando a establecer, incluso, parámetros genéricos relacionados con hasta cuántas no afectan la salud y cuántas sí en función de los otros alimentos que se ingieran; sin olvidar, por supuesto, qué tipo de actividades físicas se realizan para analizar la quema de grasas y elementos calóricos. Esto significa que la mirada crítica es bastante más afín a la del nutricionista en un medio. Habrá alimentos que considere buenos y malos, parámetro que estará relacionado con su propio paradigma de salud, que a su vez no es propio sino cultural (“la vida del ser humano debe ser de determinada cantidad de años y para ello es necesario que hagamos tal cosa”, por ejemplo; un hedonista seguramente tendrá otros parámetros, que lo llevarán a plantear una relación diferente con la comida), y a partir de allí podrá establecer un criterio general segmentando las poblaciones de riesgo y las otras. En fin, un nutricionista hablará en función de variables que van desde los valores ideológicos –tendrá una mirada crítica hacia McDonald's en función de su ideología “antiimperialista”– hasta cuestiones científicas. La mirada crítica será algo bastante afín a esto.
A Funámbulos no le gusta el teatro denominado comercial. Algunos de sus integrantes lo disfrutamos privadamente pero luego no hablamos sobre ello porque no nos interesa o no sabemos cómo hacerlo. Funámbulos no come aquello que no le gusta. Y aquello que sí consume y que le produce discurso es lo que, en función de sus criterios, le permite determinar y corroborar qué es arte y qué no, qué es arte interesante y qué no lo es. Pero esta consideración poco tiene que ver con el arte. Es más bien un lugar estratégico desde el que se emite el juicio crítico. El crítico habitualmente establece una lucha política a tres niveles: la política en general, la política del medio en el que trabaja, y la política en el arte al que se refiere. Ignorar una sola de las tres esferas puede hacer que el discurso crítico no sólo pierda la parte fundamental de su sentido sino más bien que se vuelva cómplice de un “estado de la situación”. Esto, por supuesto, obedece a valores subjetivos que mucho tienen de ideológico. Por eso en la elección que esta revista hace del texto a publicar y los demás temas a tocar está el juicio supremo. Pero sabiendo lo inevitable de tal acción, una vez elegida la obra, intentamos sumar voces que permitan establecer una mirada crítica que a su vez merece y debe ser criticada por los lectores. Funámbulos no es ingenuo en tanto medio ni está al margen de los determinismos epocales y hasta económicos. Funámbulos con sus elecciones número a número hace crítica, esa crítica del gusto. Entonces la pregunta está en para qué, después de elegir, seguir haciendo crítica del gusto si es más interesante una mirada crítica: someter el texto y el espectáculo elegidos a la mirada de diferentes profesionales que puedan enseñarnos cómo leen ellos en tanto hombres de la cultura: para qué les sirvió la obra y para qué no. Sociólogos, psicoanalistas, historiadores, filósofos, críticos de arte, escritores y artistas miran el fenómeno teatral desde sus propias disciplinas y dialogan entre sí sin dialogar.
La mirada crítica es un tipo de discurso que tiene como objetivo supremo evidenciar el lugar desde el que se habla. La mirada crítica no se apoya en una necia objetividad (fruto de una puja de poder social consistente en la conversión de mi gusto en canon) sino, por el contrario, aceptar, tal vez con dolor, que la subjetividad está allí, en ese aceptar produce un acto de liberación: como no puedo más que hablar desde mi subjetividad elaboro un discurso que pueda encontrarse con otra subjetividad. No se intenta convencer a nadie de que mi gusto es el acertado, se intenta únicamente partir del gusto subjetivo para encontrar algún tipo de utilidad colectiva.

El crítico vendedor de fantasías
El crítico vende momentos de ocio y distracción. El crítico vende risas y hasta lágrimas emocionadas. Ésa es la mercancía con la que comercia la mirada del crítico. La mirada crítica, en cambio, intenta encontrar las explicaciones, o al menos llegar a la formulación de la pregunta acerca de por qué ese discurso produce emoción, o risa. Qué función social puede estar produciendo ese momento de risa en ese tiempo y en esa sociedad en la que la risa es producida. Cómo se relaciona ese discurso que produce risa con discursos políticos, religiosos, artísticos o de otro tipo. No importa la risa puesto que soy yo el que se ríe. Lo único que importa es tratar de entender los mecanismos a través de los cuales me río. La mirada crítica suele ser poco complaciente con el artista, con el espectador y con el propio crítico, porque de lo que se trata es de evidenciar los mecanismos que producen actos. De lo que se trata es de entender, por ejemplo, por qué determinado espectáculo que puede parecer ser profundamente político en realidad es profundamente conservador del statu quo según la perspectiva elegida, sabiendo que desde otro lugar la respuesta podría ser, inclusive, exactamente la opuesta. Ni una ni otra tendría más valor de verdad, puesto que en realidad ninguna de las dos lo tiene, y si lo tienen es en función de lo relativa que es esa subjetividad hablante.
El crítico puede ser un espectador profesional o puede usar los beneficios de serlo para hablar desde sus propias verdades. El crítico a través de la mirada crítica se autoerige no en juez sino en conejillo de indias. El crítico es sujeto y objeto de su propio discurso. El crítico no habla de arte. Habla de sí. El crítico no es diferente del artista que usa el arte para expresarse. El crítico usa la crítica para expresarse con todo lo que ello significa. Pero aclaremos algo: aquí no se trata de ningún tipo de solipsismo, más bien la actitud es exactamente la contraria. El crítico que emite mirada crítica y se ubica a sí mismo en el centro de su discurso lo que hace, parafraseando un poco a Adorno, es deconstruirse a sí mismo al entenderse como “lugarteniente del sujeto social”. El crítico se mira a sí mismo en tanto sujeto social, de un modo bastante similar al que lo hacen algunos artistas.
La única diferencia que hay entre uno y otro, entre artista y crítico, es que cada uno elige un género discursivo diferente para “ser en el lenguaje”. Y aquí es necesario aclarar que no importa que el artista hable primero y el crítico lo haga después. Porque la mirada crítica no habla necesariamente de lo que habló el artista. El crítico y el artista no están solos en un supuesto desierto del lenguaje. Ambos hablan dentro de la enciclopedia y por ello entre el arte y la crítica no debería haber origen sino tan solo, y apenas, continuidad.

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