miércoles, 8 de junio de 2011

Crear un mundo

Por Alejandro Catalán

A la memoria de Ignacio Lewkowicz

Si bien a los acontecimientos artísticos no les importan los parámetros editoriales, las décadas del 90 y 00 pueden ser tomadas en su esquematismo para percibir y pensar una mutación en la que tanto la subjetividad como las prácticas teatrales de esta ciudad cambiaron hasta un punto tan radical que habilita hablar directamente de dos medios escénicos diferentes. Durante esos veinte años se produce paulatinamente y sin pausa el pasaje de la antigua lógica decimonónica del “campo escénico” a la actual y vigente dinámica que llamaremos “mercado escénico”. Es una cuestión enorme que aquí dejaremos someramente planteada. El siglo XX tenía, obviamente, un mercado del arte; pero ese mercado se abastecía de la producción artística que se disputaba el sentido del arte en el “campo”. Actualmente es el “mercado” mismo el contexto y la condición dinámica de la práctica artística. Esto no es mejor ni peor. Resulta importante, ante algunas visiones apocalípticas o eufóricas, no entender que algo está en decadencia o que la singularidad florece por todos lados. La lógica del campo y la lógica del mercado tienen sus creaciones y sus automatismos. La creación siempre ha tenido que vérselas con las posibilidades y los obstáculos específicos del mundo en el que logra existir. Este escrito es el bosquejo de una hipótesis sobre el mundo que nos toca vivir y sus condiciones de creación.

Como dijimos, el medio escénico de los 90 se presenta con el rasgo fundamental del llamado “campo artístico” moderno: una practica instituida y dominante y otra vanguardista o emergente. Esta última fue llamada en ese entonces “teatro alternativo”, y si bien ahora su connotación va perdiendo fuerza, su nominación implicó una cualificación y estimación artística del conjunto de prácticas que la componen. El nombre “alternativo” estaba señalando indirectamente que hay todo otro mundo de prácticas instituidas que se dedican a repetirse, llamadas desde allí “representativas” por las características de su relación con el texto, el mensaje, la ideología y sus procedimientos miméticos o simbólicos. En ese conjunto quedaban reunidas las prácticas oficiales, comerciales, naturalistas, literarias, o refritos de las vanguardias europeas. Este esquema de diferenciación práctica se repetía en todos los roles del campo teatral: cada práctica tenía sus espacios específicos de exposición, su público fiel y sus críticos afines.

Si bien el teatro “alternativo” nunca estuvo definido como cualidad de conjunto, tenía en sus filas un grupo de creadores en modalidad de grupo o compañía, como el Sportivo Teatral dirigido por Bartis, Pompeyo Audivert, La pista 4, La Cochera y El Periférico de Objetos, en cuyas prácticas y discursos se afirmaba una cualidad artística rupturista y por ende un sentido artístico del hacer. En ellas estaban presentes los directores ligados a la autonomía teatral del siglo XX, y el teatro “under” como acontecimiento local y actoral, regenerador de capacidades autónomas para la escena. El axioma de estos creadores era la “creación de lenguaje”. Para esto se debía exceder la “representación” como lógica escénica instituida, para esto su gesto privilegiado de “presentación”: la actuación. Desde el actor se reordenaba y reconducía la participación de los objetos, la palabra, el espacio, etc., así como también la lógica narrativa. El texto y el tema, objetos estructurantes de la “representación”, se convierten en excusas para el despliegue de una dinámica en la que aparecen reducidos e integrados como componentes de un acontecer escénico que propone una experiencia en la que prima el devenir de lo vivo y presencial sobre lo preexistente y objetivo. La actuación, ya contando con la precedencia del actor “under” de los 80, se presentaba como una maniobra más amplia que lo que habitualmente se ajustaba a las diferentes lógicas de “personaje” o “técnica”. En el juego de los actores se jugaba el sentido del juego.

Con estás características puntuales, Buenos Aires vivió la última versión del centenario y belicoso “campo teatral”. Porque ya en este mismo momento podemos señalar también la aparición de nuevas prácticas, fuerzas e intereses que no operan con la lógica del “campo” y afectan al hacer artístico y su medio hasta convertirlo en el que vivimos. Veamos algunos de estos nuevos fenómenos y dimensionemos, en las condiciones que generan, la mutación que implica la dinámica del “mercado”.

1.De la determinación que limita y reprime a la indeterminación que indiscrimina y relativiza

La aparición a principios de los 90 de la “nueva dramaturgia” puede servir como ejemplo de una práctica cuya consistencia y estimación artística la da el mercado. Con ella reviven y surgen intereses académicos, institucionales y mediáticos que reasumen los valores escénicos de las visiones más retrógradas de la práctica escénica para exaltar la “novedad” de esta literatura y desestimar en el mismo gesto la cualidad rupturista presente en la práctica escénica local. “Buena literatura, pero escénicamente puro academicismo”, ya había dicho Kantor de la dramaturgia de posguerra hablando desde una estirpe de creadores que hacía muchos años habían identificado a la literatura dramática como un obstáculo para la aventura creadora del teatro. Pero aquí no es una práctica dominante la que niega y reduce una novedad con implicancias críticas, es ahora el mercado el que necesita “texto”. El “mercado” no puede desistir de todos los beneficios que el “texto” le hace posible. El “texto” le permite al “mercado” facilitar y garantizar la realización, el atractivo, el análisis, el valor cultural, los niveles de participación de las figuras, la reducción al mínimo de las incertidumbres creativas, las vinculaciones profesionales y económicas, que discursos ajenos a lo escénico entren por la puerta del texto a disertar sobre el teatro, que las instituciones tengan un referente estable que permita eventos, ciclos, concursos, intercambios, publicidad y edición, y seguramente más cosas y otras por inventar. Es el mercado el que encuentra en la “novedad” de la “nueva dramaturgia” una posibilidad de revalidación artística que reactiva y abre muchos intereses, beneficios y prácticas. En pos de ello debe neutralizar la vinculación de su “novedad” con la dramaturgia precedente que ya ha sido desalojada de la problemática creadora del teatro. Para tal cosa, por un lado niega tener “padres” en la dramaturgia local y por otro asume como enunciado del sentido de su hacer la “creación de lenguaje”. Esto convierte a esta afirmación práctica y rupturista en un eslogan mediáticamente conveniente por su connotación “alternativa,” con el que a la vez, niega su regresión artística en un teatro que vuelve a ser efecto de la literatura.

A partir de aquí se hace necesaria y posible toda la teoría teatral de procedencia extraescénica y desposicionada que propugna un relativismo artístico que desestima la ruptura afirmada por las prácticas antes mencionadas, e imposibilita en nuestros días la identificación y discriminación entre las obras que son un puro efecto de época y las obras que logran una consistencia singular. La historicidad del teatro y el vencimiento de sus procedimientos son negados en pos de intereses del mercado teatral. El sujeto creador se teoriza y vende como descondicionado, siendo la singularidad una pura manifestación de su subjetividad y no una operación excepcional. Lo que se postula como “artístico” discriminándose de prácticas que no presumen de ello, depende más de su estrategia de imagen y del mercado al que se destina que de tener una verdadera propuesta práctica. Del “sólo yo soy creadora” de la práctica dominante o vanguardista, pasamos al “todas son creaciones” de un mercado que necesita que el pensamiento artístico no le impida beneficios mediáticos, profesionales y económicos. Las exclusiones y los límites que ponía la antigua práctica dominante son relevados por un discurso indiscriminante, disolvente y demagógico que obstaculiza y desorienta la concepción y sentido de una práctica creadora en condiciones contemporáneas.

2. Del sentido artístico que preexiste en el academicismo y la vanguardia, a la ausencia de sentido conjurada en el éxito o el fracaso

En esos tiempos los festivales internacionales se fueron convirtiendo en un interés que en términos de legitimación y dinero sumaron una mirada muy condicionante de la producción local. A fines de los 90, habiendo ya un festival muy importante en Buenos Aires, la presión que implicaba que una obra viajara o no viajara era un componente constitutivo de nuestra subjetividad artística local y su despliegue práctico. Los programadores se convirtieron en la mirada más importante que podía llegar a una obra. Con ellos llega al teatro local la encarnación de las condiciones de selección desde las que los festivales estiman o desestiman las obras. Esas condiciones afloran en características de lenguaje de las obras que son seleccionadas, tipos de espacio, cantidad mínima de espectadores que justifica la movida, temáticas que gustan etc. Así comenzaron no muy lentamente a aparecer obras en las que se evidenciaba la mirada festivalera como condición de creación de las obras y características de producción.

Paralelamente, el dinero fue algo que también comenzó a figurar como variable de creación. De la mano de los festivales como productores, o del Estado como fomentador en pos del beneficio publicitario y electoral que da estar presente en una movida que toma dimensiones llamativas, la plata comenzó a ser algo que una obra podía pedir y conseguir. Y junto con ella, los efectos mediáticos ligados a la legitimación y la publicidad que en muchos casos tienen más peso que el dinero recibido. Comienzan a verse, por un lado, obras en las que se nota que hubo que imaginar caro para justificar la enorme cantidad de euros o dólares que se recibieron. La práctica escénica debe entonces partir de ideas escénicas caras que trastornan el trabajo de búsqueda escénica local, esencialmente precario, corporal e inmediato, convirtiéndolo en la manera de justificar ideas de partida en las que se gasta el presupuesto. Por otro lado, también comienza a haber obras que ante la aparición de un subsidio encuentran un sentido para hacerse, algo que no hubieran logrado de otra manera. Ejemplo de esto último son las obras que surgen como desde una consigna o texto que alguna institución ofrece a un grupo de creadores. Luego en las obras se ve un ejercicio desangelado de aplicación, que no tendría mucho sentido fuera del evento. Para todos los allí implicados, institución y artistas, la razón de ser se reduce a figurar mediáticamente y hacer el contacto institucional por probables beneficios.

En el mercado el sentido del hacer vacila. No habiendo un campo en el que una práctica se inscriba en fidelidad académica o rupturista, el sentido del hacer no está dado por la estructura del medio y a la vez dificultado por el discurso con el que el mercado relativiza y equipara todos los procedimientos.

Las preguntas artísticas fundamentales que la antigua subjetividad del “campo” recibía respondidas e impuestas, enfrentan a la subjetividad actual con un silencio angustiante. ¿Por qué nos juntamos nosotros? ¿Con que criterio elegimos los procedimientos escénicos? ¿Por qué nos van a venir a ver? El mercado, desde distintos intereses, comienza a proveerle a la práctica escénica, con dinero, legitimación y publicidad, una tenue consistencia que reemplaza a la que se complica tener desde la escena como afirmación artística. Estos “aportes” son aceptados como calmantes para afrontar la realización de una obra cuyo sentido será provisto por el “mercado”, cuando la obra, recién en el momento de exponerse, logre alguno de los dos términos que condensan la aspereza de la dinámica de este medio: éxito o fracaso. Esta incertidumbre y expectativa es una fuerza tan terriblemente desesperante como alienante o expulsiva era la antigua fuerza de la práctica dominante. El índice de existencia es el éxito: atraer y satisfacer al público, la prensa, los programadores, los jurados, los famosos, los productores etc., etc. Y el éxito no depende de una consistencia escénica creadora. El axioma “crear lenguaje” es un lujo imposible de concebir y abordar frente a la indiscriminación de los valores prácticos y la posibilidad de resultar superfluo e inexistente. Planteémonos lo siguiente: la desesperación que genera un sentido artístico ausente, en el que la reunión, el proceder escénico y la exposición se convalidan o condenan en el éxito o fracaso como juicio y valor dado desde afuera por el medio: ¿qué tipo de operatoria escénica produce?

3. De la representación al impacto, de exceder el academicismo a zafar del entretenimiento

En el correr de estos veinte años, los roles de “prensa” y “producción” van ganado presencia en la ficha técnica de la obras “alternativas”. Así como algunas teorías gustan de las tipificaciones prácticas: “de imagen”, “de actor”, “de objetos” etc., podríamos empezar a identificar también el teatro “de prensa” y “de producción”: obras hechas desde el “impacto” que sus figuras, tema, procedimientos, evento o gran dispositivo harán posible en el mercado.

El “impacto” es la operación escénica a la que induce la dinámica del mercado.

El impacto es la operación de un gesto que adquiere sentido en sí mismo por su eficacia como estímulo. Es la frecuencia de “estimulación” que se ofrece al mercado (sexual, intelectual, ideológico, cholulo, morboso, cultural, político, etc., etc.) lo que permitirá la selección y reunión de artistas y procedimientos, y la atracción del publico y el interés de los medios. El impacto es, fundamentalmente, la operación que constituye el despliegue escénico contemporáneo de los cuerpos y los “rubros” teatrales. De la misma manera que la “representación” era la operación que constituía o acechaba al gesto escénico moderno, el “impacto” es la operación a la que induce la dinámica del mercado ante la desesperación que produce el sentido por “éxito”. El “impacto” puede constituir desde el más comercial y desembozadamente efectista de los teatros hasta el más pretendido teatro artístico. La distinción “comercial” y “alternativo” puede sólo ser una diferencia de figuras, salas, dinero, y rasgo de procedimientos, ya que en términos escénicos pueden compartir al “impacto” como dinámica constitutiva. De hecho, “efectista” comienza a ser un juicio que circula como percepción del hacer actual.

En los 90 teníamos, en las prácticas “alternativas” que describimos, grupos y compañías; ambos se constituían y partían de condiciones de lenguaje compartidas. Esto tenía, por un lado, el beneficio de los supuestos de partida para la búsqueda y encuentro de lenguaje y, por el otro, el límite que también engendraban e iban revelando con reiteraciones, crispaciones y barroquismos en el correr de las obras. Actualmente partimos de “elencos”. Un elenco es, en tiempos de “mercado”, un grupo de cuerpos y rubros cada uno configurado con su “impacto”. Los integrantes de un elenco llegan al ensayo con esa eficacia específica que tienen como oferta para el medio. Esos cuerpos y rubros son entonces un conjunto esencialmente ecléctico y muy resistente a modificarse y abandonar la operatoria que garantiza mínimamente su eficacia en un medio que puede desestimarlos. La inmensa mayoría de las obras que vemos no supera este eclecticismo de partida y resulta en mayor o menor medida, la exposición del impacto de cada participante. La dinámica del “impacto” no admite ningún autocondicionamiento que le impida a un actor, director, autor o lo que sea, exponerse con la frecuencia de estimulación que lo hace sabidamente eficaz.. Esto genera actualmente un rasgo práctico general y sintomático: la inverosimilitud, ya que el impacto, teniendo, como dijimos, un sentido en sí mismo, ignora por naturaleza cualquier coherencia y cohesión posible. Generar un verosímil es la capacidad de crear un mundo consistente diferente al mundo. Pero el “impacto” no puede hacer esto, está apresado a la eficacia que demanda este mundo. De él depende la existencia (éxito) de un sujeto que si cede en su registro de estimulación para componerse con otros, puede perderlo todo. De este modo, el proceder de cada cuerpo y rubro no se puede componer en una dinámica común que invente y respete sus reglas de despliegue, ya que los “impactos” no logran lucirse sin disociarse y desechar de entrada una verosimilitud que nos convoque a una creencia. El impacto sólo nos puede convocar a una complicidad en sus dos registros posibles: solemne o paródico. Desde ella nos dispara, bajo alguna excusa unificante (temática, espacial o textual) una batería de “impactos” constantes y disociados. Se disocian: los registros de actuación de cada actor, o la idea de actuación del director; las provocaciones en lo que se les hace hacer o mostrar a los cuerpos; las ocurrencias o piruetas literarias del texto respecto del actor que las dice; las situaciones empujadas a un clímax sin consecuencias; efectos argumentales, espaciales, lumínicos o sonoros cuya aparición y lucimiento descuida y desestima el contexto narrativo o dinámico en el que ingresa en pos del mérito original o sorprendente de esa “idea”; alusiones y citas sociales, intelectuales, mediáticas, ideológicas, morbosas, etc.; cambios de registro de la obra misma; etc., etc.

Nada de esto es percibido como negativo desde el interior de está lógica. La verosimilitud no aparece como cuestión aunque, por lo que decimos, quizá sea el desafío actual más interesante. La eficacia generalizada y preponderante se juega en que la estimulación de los “impactos” sostenga la excitación y el entretenimiento. “Entretenimiento” es el nombre de la dinámica y aspiración de eficacia que produce el teatro en tiempos de “impacto” y “mercado”, aunque no esté hecho desde la voluntad de la industria que lleva ese nombre. El “entretenimiento” es impremeditadamente inverosímil porque privilegia la exposición de los impactos que lo constituyen y sostienen la excitación, a la invención de una textura común y causalidad acumulativa; como antes dijimos: un mundo.

Para crear en tiempos de “campo” se debía romper con lo instituido en pos de una novedad; en tiempos de mercado parece ser necesario modificarse y componerse con otros en pos de una consistencia singular. Esto implica condiciones de creación muy difíciles de lograr y sostener en la dinámica que habitamos (siempre fue dificil), ya que es necesario un tiempo, una confianza, una horizontalidad y una percepción que logre zafar de los impactos, la desesperación y las presiones en pos del encuentro de una “dinámica expresiva”. Llamo “dinámica expresiva” a un tejido ficcional que logre composición de cuerpos y procedimientos en una textura común que permita verosimilitud y acumulación dramática. Allí el sentido artístico aparece, o no, en el proceso, como efecto de la percepción de habitar una práctica con virtud modificadora, potenciadora y singularmente vinculante. La ambición del éxito está presente (con sus viajes, subsidios, críticas, público y premios) pero el sentido se está jugando en la aventura subjetiva y práctica del proceso. Para ello es esencial que el trabajo no incorpore condiciones o compromisos que le impidan, llegado el caso, desistir ante la insatisfacción de lo resultante. La exigencia que se debe manejar es alta y libre para poder no conceder ante lo escénicamente débil e “impactante” y merecer realmente el festejo de lo que se sancione como encuentro potente y singular. El tiempo de creación debe ser indeterminado y generado por el proceso, siendo juzgado en términos de progreso y no de cantidad. Esto hace a la vez necesario que el proceso de ensayo le dé lugar a lo que el mercado le demanda y ofrece a sus integrantes teniendo como única condición un hilo de continuidad suficiente. El sostenimiento de estas condiciones de creación, absolutamente a contrapelo de la dinámica a la que induce el “mercado” depende de las potencias y experiencias que sólo de esa manera se pueden desplegar y del goce del poder de crear con la radicalidad que esa palabra merece.

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