sábado, 16 de mayo de 2009

Hecha la ley...

Por Hugo Salas

¿Cuáles fueron las condiciones de producción del denominado nuevo cine argentino? ¿Produjo algún cambio o simplemente fue un cambio de atuendo? Una mirada profunda a uno de los fenómenos más notorios de la cultura argentina actual

Corrían los primeros meses de 1999. El menemismo daba señales de decadencia (no sólo moral, como sucedió durante todo su mandato, sino también económica) y los argentinos estaban a punto de tomar una decisión radical: seguir haciendo lo mismo pero con menos escándalo, tras la benigna máscara del por entonces Jefe de Gobierno de la Ciudad, Fernando de la Rúa, el político que más se había preparado para gobernar. Su equipo de gestión cultural, en un golpe maestro, decidió oponer al fastuoso Festival de Mar del Plata, en manos de Maharbiz, un festival de cine independiente, el Bafici. Les fue bien: una película de bajo presupuesto, Mundo grúa, hecha por un estudiante de cine, Pablo Trapero, a espaldas del Instituto, resultó la sensación del evento, consagrando definitivamente al nuevo cine argentino, o cine independiente nacional.
Desde ya, no era el primero. Un año antes, Stagnaro y Caetano habían presentado Pizza Birra Faso en el maléfico Mar del Plata; una serie de cortos de estudiantes, Historias breves, había tenido inusitado éxito comercial, y en el circuito alternativo podían verse, entre otras, Picado fino, de Esteban Sapir, y las primeras incursiones de Raúl Perrone. Sin embargo, fue recién con aquel primer Bafici que estas películas chicas, de bajo presupuesto, cobraron visibilidad como grupo, como tendencia que excedía el fenómeno aislado. De allí en adelante, cada vez fueron más los directores - jóvenes y no tanto - que con sus películas y premios extranjeros cimentaron el prestigio de un movimiento opuesto al cine “industrial”. De eso, justamente, trata esta nota: de las condiciones de producción que hicieron posible la emergencia de ese cine nuevo, independiente, y de cómo ese cine, pasados los años, transformó las condiciones de la producción cinematográfica en Argentina.

Los primeros tiempos
En gran medida, es justo decir que el nuevo cine argentino fue un fenómeno de estudiantes. La preferencia que los jóvenes de clase media mostraron durante los 90 por carreras “novedosas” (desde la actuación hasta el diseño gráfico) se expresó en una inusual proliferación de escuelas de cine, concentradas mayormente en la Ciudad de Buenos Aires. Estos noveles directores, desde luego, pretendían filmar, pero a pesar de la festejada Ley de Cine (aprobada ya en 1994), encontraron un ambiente hostil, poco dispuesto a concederles algo más que los concursos de cortos y telefilms del Instituto.
Poco tardaron en advertir que no necesitaban tanto dinero para hacer lo suyo: podían usar cámaras de 16 mm prestadas por las escuelas o amigos, en sus clases habían aprendido a filmar con poco equipamiento y, desde ya, todos sus compañeros podían trabajar gratis para sus películas en jornadas maratónicas de fines de semana y trasnoche. Así, con fondos relativamente exiguos, de instituciones nacionales y extranjeras o incluso propios (recuérdese la convertibilidad vigente en aquel momento), podían terminar una película. Y lo hicieron. Del mismo modo que muchos jóvenes viajaron a Europa, ellos hicieron cine, y demostraron que se podía filmar sin el Instituto.
Desde ya, cualquier lector atento notará las deficiencias de aquel modelo de producción. Por un lado, dependía de la libre disponibilidad de mano de obra gratuita, en condiciones de voluntaria esclavitud. Por otro, de la condición de estudiante que les permitía acceder a los medios de producción de forma gratuita, estatuto que - salvo algunos militantes universitarios - nadie puede sostenerse indefinidamente. Así las cosas, una vez conquistada la visibilidad, los independientes se vieron obligados a generar un modelo de producción alternativo. Había varios: la formación de cooperativas, el establecimiento de alianzas estratégicas con fondos extranjeros o, incluso, la formación de una pequeña industria por medio de una segunda línea de producción de películas comerciales. Finalmente, optaron por otra: buscar el modo de incorporarse al sistema de financiamiento del INCAA.

El reparto
Señalé, al principio, que el Instituto no daba su apoyo a los jóvenes, pero aquí por Instituto no debe interpretarse que hablamos únicamente de su director. No sólo el funcionario de turno (Maharbiz) miraba a los estudiantes con recelo; los cineastas “de antes” también. Contra lo que luego se ha dicho, en aquel momento la Ley de Cine no favorecía a los independientes, sino más bien lo contrario. Es preciso, en este punto, explicar cómo funciona el sistema de subsidios del INCAA.
Varios lectores habrán oído por ahí de algún director que hipotecó su propia casa para financiar su película. Esto es muy probable. Ocurre que el INCAA ofrece créditos blandos, que tienen por garantía un bien hipotecario. Ahora bien, todas las películas terminadas, antes de su estreno, pasan por un Comité de clasificación que las distingue entre “de interés especial”, “de interés simple” y “sin interés”. De ello depende un subsidio especial que se entrega por otros medios de exhibición (vale decir, televisión y video, que en la actualidad puede llegar hasta los $ 650.000) más el subsidio por exhibición en pantalla. En el caso de una película de interés especial, el INCAA paga al productor el equivalente de una entrada por cada entrada vendida, hasta cubrir el total del presupuesto (si el interés es simple, sólo media entrada). ¿Qué quiere decir todo esto? Que una película puede percibir del Instituto un subsidio que cubra la totalidad de su presupuesto además de lo que recaude en taquilla. La totalidad de su presupuesto declarado, desde luego, que no necesariamente es su presupuesto real.
¿Quién decide qué proyecto recibe un crédito y el interés de una película? Desde 1994, la Ley de Cine pone esto en manos de “personas del quehacer cinematográfico”, es decir, representantes de las distintas entidades profesionales. Para dejarnos de ambigüedades e ironías, esta forma de funcionamiento, que en el mundo ideal de las abejitas laboriosas podría resultar muy democrática, no ha escapado nunca al más craso corporativismo. Directores y productores se votan los proyectos entre sí, sin intervención de ninguna persona externa a la producción (críticos, escritores, académicos, etc.), salvo un representante del Ministerio de Cultura de la Nación. En su momento, esas entidades fueron fuertemente reacias a los recién llegados, llegando al escándalo de declarar “sin interés” Rapado, de Martín Rejtman, una de las obras más importantes de la década del 90.
Entre otras “perlitas” que la Ley actual incluye se encuentran el artículo que establece que toda película infantil, sin importar el resultado final, es automáticamente de interés especial (vale decir, un refugio para los malos tiempos), y la falta de restricción respecto de quiénes pueden recibir subsidio estatal, “detalle” que obliga al INCAA a subsidiar, por ejemplo, las películas de los multimedios, siempre y cuando el comité las vote (pero ¿qué miembro activo “de la industria” se va a tirar contra los multimedios?). Así, sin ir más lejos, el año pasado fueron de interés especial (es decir, nuestros impuestos cubrieron los costos de producción de) películas tan alevosamente comerciales como Patoruzito 2, El ratón Pérez, Lifting de corazón y Bañeros 3 todopoderosos, mientras que en el estrecho 11% de las películas estrenadas que fueron consideradas “de interés simple” (no hubo “sin interés”) se contó Fantasma, de Lisandro Alonso, uno de los cineastas más reconocidos en el exterior por la calidad y la integridad de su apuesta estética.

Triunfo pírrico
Tal como anticipara, frente a estas condiciones la decisión de los cineastas independientes fue la de pelear por el dinero del Instituto. ¿Quiere decir que plantearon el debate acerca del destino de los fondos? ¿Que discutieron el derecho de la televisión y las grandes compañías privadas a llevarse una parte significativa del presupuesto público destinado al cine? No. Esto quiere decir que pelearon diplomáticamente hasta ocupar un lugarcito dentro de “la industria”, sin discutir jamás sus condiciones de producción sino más bien adaptándose a ellas.
En la actualidad, los comités están integrados por representantes de las siguientes entidades: Asociación Argentina de Directores de Cine (AADC), Asociación Argentina de actores (AAA), Directores Argentinos Cinematográficos (DAC), Federación Argentina de Productores Cinematográficos y Audiovisuales (FAPCA), Sindicato de la Industria Cinematográfica Argentina (SICA), un representante del Ministerio de Cultura, Asociación de Productores Independientes de Medios Audiovisuales (APIMA) y también el Proyecto Cine Independiente (PCI), que nuclea a la mayoría de los directores del nuevo cine argentino.
El mal llamado “cine independiente”, entonces, es la obra de un grupo que emprendió un recambio generacional no sólo postergado sino valioso e incluso justo, pero que no supo, no pudo o no quiso patear el tablero ni transformar las condiciones de la producción cinematográfica en Argentina. Meramente las aggiornó, demostrando que había modos más prolijos o eficientes de hacer las cosas, pero sin dejar de acatar los mismos principios fundamentales. Al día de hoy, ninguno de sus voceros se atrevió a cuestionar siquiera la participación de los multimedios o las grandes productoras en el reparto de los subsidios, como así tampoco la práctica habitual (reconocida por todos off the record) de “inflar” los presupuestos. Las “personas del quehacer cinematográfico” duermen en paz: ni siquiera al propio presidente del INCAA le resultaría sencillo intervenir en este estado de cosas sin ser acusado, de inmediato, de atentar contra la ley que defiende los intereses de la industria cinematográfica. Y tienen razón, los defiende, aunque muchos preferiríamos que defendiese los del cine.

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