domingo, 17 de mayo de 2009

¿Cómo poner lo real en la escena?

Por Julia Elena Sagaseta

Para seguir con la propuesta de extremar el propio punto de vista, la autora de esta nota encontró en Cáucaso una interesante excusa para reflexionar acerca del teatro y su vínculo con lo documental.

La realidad sube a escena y parece instalarse cómodamente. No se trata del realismo que, como sabemos, es una construcción, efectos con los que el arte trata de asemejarse al mundo que habitamos. Tampoco del hiperrealismo que reproduce de manera exacta nuestro entorno (pero que tampoco deja de ser un recorte y una elección estética). Esta manera de ubicarse la realidad en el teatro no necesita mediaciones. No hay un relato a través del cual se alude a un verosímil.
En la forma teatral a la que me quiero referir lo real puede presentarse con algún ropaje ficcional pero nunca se elude el hecho ocurrido. Por el contrario, aparecen nombres existentes, se citan lugares, se dan cifras, se presentan testimonios. Las menciones se ratifican con las imágenes: televisores o videos hacen confluir la realidad con las acciones escénicas. Se cruza el teatro con el documental.
El testimonio puede enmascararse en un mayor o menor grado de relato, con un abanico de posibilidades para hacer presente el hecho real. Tenemos que incluir en esta óptica los espectáculos que operan con elementos biográficos o autobiográficos. Incluir en un espectáculo la realidad no significa que se excluya la presencia de una teatralidad, muchas veces expuesta. Y muchas veces significa trabajar con distintas formas de experimentación.

Noticias narradas
Las últimas obras de Lautaro Vilo –Un acto de comunión y Cáucaso– lo presentan atraído por el hecho de reproducir teatralmente noticias periodísticas. Experimenta con la posibilidad de transformar una novedad, algo ocurrido en algún lugar que conoce por un diario, noticiero televisivo o internet, en un material dramático. Los textos que escribe siguen paso a paso el material real, son otra versión, igualmente veraz, del mismo. Las puestas de esas obras –bastante similares (como si la reproducción de la noticia lo llevara a experimentar con la narración-teatro)– priorizan la palabra que da cuenta de los hechos. La música, a cargo de Adolfo Oddone, es un contrapunto con cada una de las secuencias del relato.
En las dos obras Vilo ha partido de noticias de fuerte impacto: en Un acto de comunión son las acciones de un caníbal impredecible, un discreto ingeniero alemán que con toda naturalidad y hasta buscando su víctima por internet, realiza su acto de antropofagia. El título de la obra está tomado de una de las declaraciones del hombre. En Cáucaso se presenta la ocupación del teatro Dubrovka de Moscú por guerrilleros chechenos en octubre de 2002. Durante dos días 750 personas quedan secuestradas. Al no llegarse a un acuerdo, el gobierno dispone que tomen el teatro las Fuerzas Especiales. Durante dos horas prevalece el terror y el resultado es un elevado número de muertos. Tanto el hecho de la toma como la acción de las fuerzas (que utilizan un gas de efectos mortales) provocan una enorme polémica.
Vilo presenta los hechos con crudeza, sin apartarse de lo ocurrido, aunque en las obras apele a algunas formas ficcionales. La primera persona de Un acto de comunión –el caníbal narrando su vida, sus motivaciones y su accionar– produce un impacto mayor. Para Cáucaso utiliza la forma del interrogatorio: un testigo, una persona que ha padecido la toma, es interpelado por alguien que no tiene presencia escénica, una voz que va preguntando minuciosamente sobre lo ocurrido y que no da paz al hombre que relata.
Los hechos no son iguales. Las motivaciones políticas son preponderantes en el segundo caso, pero lo individual perverso y la ruptura de tabúes del primero, contados por el protagonista, ganan en efectos dramáticos. ¿Qué interesa de estas propuestas? La experimentación con la crudeza informativa. El teatro no ficcionaliza, sólo pone lo que le es propio, la teatralidad, en la música, la luz, la voz actuando.

Intersecciones
Ajena de Guillermo Cacace partió de una nota, “Catástrofe artificial” de Sonia Tessa, publicada en Página 12 el 30 de abril de 2005. Allí la periodista relata la inundación que sufrieron algunos barrios de la ciudad de Santa Fe por el desborde del Río Salado en abril de 2003.
La crecida se va a conocer a través del relato de una mujer que vivía en uno de los barrios afectados. El estilo periodístico se cruza con las declaraciones emotivas en primera persona. La periodista y Gloria, la mujer, coinciden en el discurso acusatorio: la catástrofe se podía haber evitado si se hubieran terminado las defensas. Gloria cuenta la solidaridad que encontró, la ayuda que ella misma proporcionó, las dificultades burocráticas para encarar la reconstrucción, las pérdidas irreparables.
Sobre ese artículo, con cruce de registros, el director realizó el trabajo de experimentación con los actores. La propuesta no sólo no era realista, sino que evitaba establecer una correspondencia entre el texto periodístico y las acciones. La escenografía, de efectivo contenido plástico, presentaba un natatorio. Allí un grupo de nadadoras, remedando los ballets acuáticos de Esther Williams, y un simpático joven que las presentaba iban diciendo el texto mientras se desplazaban coreográficamente.
¿Hasta dónde resiste la experimentación escénica un texto periodístico que narra hechos dolorosos? O bien correspondería plantearse: ¿qué tipo de experimentación es la más efectiva para que el texto no se pierda y la teatralidad crezca sin traicionar a uno y otra? Y sin caer en el consabido realismo. En el caso de Ajena se corrió un riesgo y los resultados fueron dudosos.
Por un lado, el espectáculo resultó bello visualmente, con un trabajo actoral muy afinado. Podría pensarse, por la justeza del tiempo escénico, en una lograda obra de teatro de imagen, muy sugerente. Pero justamente esa belleza no resultaba efectiva para el tratamiento del texto. ¿Qué tenían que ver las bonitas bañistas de permanente sonrisa, con lo que contaba Gloria y ellas repetían? ¿Percibía realmente el espectador las oposiciones sociales, los cuestionamientos del texto en las diferencias entre las palabras que decían y las acciones que ejecutaban los actores? Más bien pareciera que se asistía a dos espectáculos sin relación entre sí: el de las imágenes sugestivas y el del relato contundente, efectivo. Unas (imágenes) resultaban el opuesto de otras (palabras). Pero la teatralidad quedaba de un solo lado.

Desplegar ficción y realidad
En Los muertos de Beatriz Catani y Mariano Pensotti la realidad entra sin intermediarios a través de documentales y entrevistas en video. La obra se plantea indagar en las posibilidades de relación entre el teatro y la muerte.
La escena aparece dividida en dos partes. En una se pasan videos documentales de lugares que tienen que ver con la muerte (cementerios diversos, edificios mortuorios, tumbas, bóvedas, entrevistas a trabajadores de esos lugares). En la otra, un actor trata de reproducir una obra que interpretó durante veinte años y la memoria lo traiciona, la obra se pierde por momentos. Para volver a ella adecuadamente, para convocar los recuerdos, sólo cuenta con algo de la escenografía y algunos objetos (una foto, una botella de sidra). Los personajes que trata de evocar se le escapan, el presente ineludible del teatro domina. El actor pretende reiterar lo que pertenece al pasado, lo que ha muerto.
El teatro tiene sus zonas de pérdida y los escenarios de la muerte pueden exponer teatralidad. La obra experimenta con los cruces entre ambas instancias dramáticas. Estrenada en Berlín en español y con un traductor en escena, los directores dejaron esta figura ahora invertida (la traducción es al alemán) como una huella de su periplo europeo (huella que alude a los recorridos de parte del teatro independiente más destacado). Convertido en personaje, el traductor deambula por las dos zonas de la obra y es el único vínculo escénico entre ellas (más allá de los contactos temáticos).
Ficción y realidad se encuentran en la escena y se separan en las acciones. Mientras el actor, que se presenta con su nombre real (Alfredo Martín), insiste en su relato recordatorio, en la otra parte del espacio escénico otro actor acciona los videos que relatan con sus imágenes y textos las formas de representación de la muerte en Argentina: los cementerios famosos con sus bóvedas ostentosas, los cementerios populares, los cementerios privados. Las formas escenográficas de algunas tumbas y monumentos, los santuarios-tumbas de algunas figuras populares, las formas de representación mortuoria de fallecimientos famosos. El espacio tecnológico que establece el video plantea otra manera de leer la teatralidad, instalada en la vida cotidiana. La entrevista a un sepulturero con un hijo que sigue su oficio rompe los límites entre ficción y realidad.
Expandiendo la teatralidad los cruces se extienden. El documental se lleva bien con el teatro, se contamina de éste. El teatro adopta formas documentales cuando trata de recordar y reproducir viejas funciones. Los cruces también ratifican la imposibilidad de guardar el arte de la presencia que es el teatro y también la pertinencia de que la realidad entre en él sin ninguna máscara.

La realidad cuestionada
En las obras que hemos recorrido el referente se presentaba en forma de noticias o testimonios directos, tratando de que la escritura no lo deformara. En Bambiland, la obra de Elfriede Jelinek, que se estrenó con dirección de Emilio García Wehbi, se parte de hechos concretos, la segunda Guerra del Golfo Pérsico en Irak, pero a esos hechos se los trabaja dramáticamente a través de una escritura de gran calidad literaria que plantea mirarlos desde distintas ópticas. En la introducción al texto Jelinek señala la intertextualidad desde la que mira la guerra: en primer lugar Los Persas de Esquilo, y agrega “póngale una pizca de Nietzsche. El resto no es cosa mía. Viene mal parido. Viene de los medios”.
Jelinek habla de los invasores pero desde la propuesta polifónica se oyen también las voces de los invadidos (como Esquilo refiriéndose a los griegos desde la perspectiva de los persas) y sobre todo la transmisión mediática de la guerra, en particular el discurso televisivo con todas sus facetas de transmisión directa, real, y distorsión. El texto de Jelinek, un largo monólogo, se carga de ironía y sarcasmo, introduce intervenciones políticas, referencias periodísticas, disputas religiosas.
Con ese material, Emilio García Wehbi realizó una puesta minimalista en la que el eje estaba fijado en ese texto potente y en la actuación del mismo, un verdadero esfuerzo interpretativo que realizó con solvencia Maricel Álvarez. En un espacio despojado, la actriz permanecía sentada en un sillón la mayor parte de la obra, frente al público. A cada lado de ella había un televisor encendido. Ambos transmitían imágenes de la guerra, discursos de Bush, escenas de iraquíes, manifestaciones, personajes de uno y otro bando, discusiones.
Durante más de dos horas el texto de las imágenes acompañaba el texto dramático, lo sostenía, polemizaba. A un costado, más cerca del proscenio, una caja vidriada sobre un soporte contenía una cabeza de Bambi. Los invasores, en el concepto de Jelinek, parecen venir de un infantil y perverso parque de diversiones, el que da título a la obra.
Las imágenes reales de los televisores son también la mitología que alimenta el texto y el accionar invasor. En la concepción de la autora (y la puesta ratificaba con la duplicación de los televisores) lo que aparece en la pantalla es esa mitologización y la única verdad de la realidad.
La relatora y la multiplicidad de enunciadores de la polifonía atacan los intereses puestos en juego, los excesos, las mistificaciones. En un texto brillante, la poesía y la denuncia se amalgaman. En la puesta, el cuerpo actoral y las imágenes apoyan el discurso dramático y aunan realidad y teatro.

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